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Capítulo 002: Lo que el Dinero puede Comprar

Berlín, Alemania

Viktor

El dueño —no tan dueño—, del bar regresa, pero esta vez su rostro es más tenso. En su ausencia, aproveché para preguntarle a Konstantin, su nombre, se llama Hans Keller, es un hombre regordete, de cabello ralo y mirada astuta. Su traje barato está empapado en sudor.

Se para frente a mí, retorciendo las manos.

—Señor Albrecht… —traga saliva— Me temo que no puedo vendérsela.

La presión en mi mandíbula se intensifica. —¿Disculpa?

—Ya hay una subasta programada para esta noche —explica con un tono servil—. Emilia es el «objeto» principal. Los asistentes están esperando… Y, bueno, no puedo retractarme ahora.

Mi sangre se enfría. Una subasta. Aprieto la mandíbula. Claro, eso explica por qué está vestida con este ridículo conjunto que apenas cubre su cuerpo y también el motivo por el que la pusieron a trabajar en el bar. Ya tenían un plan para ella.

El impulso de sacar mi arma y volarle los sesos a este cerdo es tentador, pero en lugar de actuar con impulsividad, me relajo contra el asiento y sonrío con fingida calma.

—Entiendo.

Hans Keller parpadea, sorprendido por mi reacción.

—Pero entonces —continúo, con voz suave—, quiero participar.

Los ojos del hombre se agrandan. —¿P-pero…?

—Dijiste que la subasta ya está programada —apoyo el codo en el respaldo de la silla y entrelazo los dedos—. Pues quiero ser parte de ella.

Hans parpadea de nuevo, como si intentara encontrar una salida, pero sabe que no puede negarse. Después de todo, soy el líder de la mafia, mi palabra es la ley en el bajo mundo. Y, aunque no controle su negocio, sabe que meterse conmigo o negarme algo sería una condena para él y aquellos con los que trabaja.

—Por supuesto, señor Albrecht —se apresura a decir—. Será un honor.

Como si la decisión le perteneciera. Como si yo no pudiera decidirme arrancarle la garganta con mis propias manos. Pero no quiero ensuciarme con su sangre todavía. Prefiero jugar el juego y ganar bajo mis propias reglas.

Miro a Emilia, que ha permanecido en mi regazo todo este tiempo. Su piel está pálida, y sus labios se separan un poco, como si quisiera decir algo, pero no se atreve.

Tomo su muñeca y me pongo de pie, jalándola conmigo.

—Vamos.

Hans nos guía hacia una puerta lateral, apartando las cortinas que dividen la zona VIP del resto del club. Camino con Emilia pegada a mi lado, asegurándome de que nadie más la toque ni se acerque demasiado.

Konstantin, que ha permanecido en silencio todo este tiempo, me sigue con el ceño fruncido.

—¿Qué demonios estás haciendo, Viktor?

No le respondo.

—La idea era que nos relajáramos —continúa en un tono bajo para que solo yo lo escuche—, no que te obsesionaras con una m*****a camarera.

Lo miro de reojo. —Sé lo que hago.

Él chasquea la lengua, pero no dice más. Le permito cuestionarme porque él es de mi confianza, pero también sabe que hay un límite, uno que no le conviene sobrepasar.

Bajamos por un pasillo iluminado con luces tenues, donde dos gorilas enormes están apostados en la entrada de una puerta de metal negro. Hans murmura algo, y los hombres se hacen a un lado.

Al abrirse la puerta, nos recibe una habitación oscura, con solo una lámpara débil colgada del techo. En el centro, hay una tarima de madera con una silla.

Una m*****a silla. Al parecer, aquí es donde preparan a las mercancías. Puedo sentir la forma en la que Emilia se tensa. Su respiración se torna rápida y entrecortada, y sus pasos se vuelven más pesados. Casi como si estuviera intentando resistirse.

Tiro de su muñeca, obligándola a seguir avanzando. —Si te quedas quieta, será peor.

Su mirada se levanta hacia la mía, cargada de pánico. 

—Por favor… —susurra.

Ignoro su súplica y me vuelvo hacia Hans. —¿Cuánto falta para la subasta?

—Comienza en media hora —responde nervioso—. Puede esperar en la sala VIP mientras preparamos a la chica.

Preparamos. Como si fuera un pedazo de carne.

Respiro hondo, intentando mantener la compostura. —No, me quedaré aquí y ella se queda conmigo.

Hans titubea, pero no se atreve a discutir. —Como desee, señor Albrecht.

Hace una leve inclinación de cabeza antes de salir, dejando la puerta entreabierta. La sala queda en silencio. Solo se escucha la respiración acelerada de Emilia. 

La observo.

Está de pie frente a mí, con los brazos cruzados sobre su pecho, como si intentara protegerse. Su cabello, ahora que lo noto, parece haber sido estilizado con la intención de hacerla ver más «atractiva» para la subasta, cae en suaves ondas sobre sus hombros.

Su piel tiene una palidez enfermiza, y esos ojos violetas me miran con una mezcla de miedo y desesperación. Atrás quedó el brillo de hace unos minutos. Doy un paso hacia ella, y su cuerpo se echa atrás.

—No me toque —murmura.

Frunzo el ceño. —No voy a hacerte daño.

Ella suelta una risa amarga, sin humor. —¿Y por qué debería creerle?

Cruzo los brazos y la observo con calma. —Si quisiera hacerte daño, ya lo habría hecho.

Emilia aprieta los labios. Lo sabe. Lo siente. Miro la silla en el centro de la habitación y después vuelvo la vista hacia ella.

—Si no fuera por mí, estarías atada a esa cosa ahora mismo, muerta de incertidumbre, esperando ser vendida a un monstruo con planes oscuros para ti.

Ella tiembla. —Y usted va a hacer lo mismo. Me va a comprar. 

Me acerco hasta quedar justo frente a ella. 

—Tienes razón. Yo voy a comprarte y eso me pone al mismo a un nivel semejante al de ellos. Soy un monstruo, un lobo astuto que, aunque quiero ayudarte, no cambia mi naturaleza.  Puede que mis intenciones no sean tan perversas, pero mi motivo sigue siendo egoísta.

Su pecho sube y baja rápidamente. —¿Cuál es su motivo?

No le respondo de inmediato. Porque ni siquiera yo lo sé. Mi mundo es simple: poder, negocios, dinero, guerra. No actúo por compasión ni me meto en los problemas de nadie. Pero algo en esta mujer ha encendido un instinto primitivo dentro de mí. Y no estoy dispuesto a ignorarlo. Nunca he sido bueno para ignorar mis instintos. 

Me inclino, acercando mi rostro al suyo, hasta que nuestras narices casi se tocan.

—Porque nadie más te tendrá.

La veo tragar saliva. Su piel se enrojece ligeramente, pero su mirada sigue llena de temor. Aún no lo entiende. No obstante, lo hará pronto. Tomo su barbilla con suavidad, obligándola a mirarme a los ojos.

—Esta noche, me pertenecerás, Emilia.

Y con eso me alejo de ella para dejarla procesar lo que le acabo de dejar caer sobre ella.

Pasada la media hora, la sala comienza a llenarse. Hombres de diferentes edades y estilos, todos con el mismo brillo oscuro en los ojos, ocupan sus asientos alrededor de la tarima. No es un lugar grande, pero la atmósfera se siente sofocante, cargada de un morbo enfermizo que me revuelve el estómago.

Malditos pervertidos. 

Me mantengo de pie en un rincón, con Konstantin a mi lado —al que le han permitido el ingreso—, aunque no dice nada. Su mirada se pasea por los rostros de los asistentes, pero yo solo tengo ojos para ella. 

Emilia.

Hans vino a buscarla antes de empezar y no tuve otra opción que dejarla ir con él. Ahora, la guía hasta el centro de la tarima, donde está esa m*****a silla. Ella camina a paso lento, con los hombros tensos y la cabeza baja, como si quisiera desaparecer. Pero aquí no hay escapatoria.

Cuando la obliga a sentarse, mis manos se cierran en puños.

Está expuesta. A la vista de todos. Y eso se siente como una daga contra mi garganta. 

Hans se coloca a su lado y comienza a hablar; su voz retumba en la sala.

—Señores, bienvenidos. —Hace una pausa dramática, disfrutando de la atención—. Esta noche tenemos algo muy especial para ustedes.

Su mano se posa en el hombro de Emilia, y mis dientes crujen.

—Esta es Emilia, una auténtica joya. Diecinueve años, piel suave como la seda, ojos únicos… —se inclina un poco hacia el público, bajando la voz como si fuera a revelar un secreto—. Y lo más importante… virgen.

Un murmullo de emoción recorre la sala. Los hombres se inclinan hacia delante, sus ojos se clavan en ella como si ya la hubieran hecho suya.

Asquerosos bastardos.

Siento una oleada de rabia tan intensa que me cuesta mantener la expresión impasible. Mi respiración se acelera, pero me obligo a mantenerme en control. Hans sonríe, disfrutando del espectáculo.

—Las reglas son simples. La puja empieza en cincuenta mil euros y sube en incrementos de diez mil. —Se pasea por el escenario, su voz más animada—. El mejor postor se la lleva.

La subasta comienza de inmediato.

—¡Cincuenta mil!

—¡Sesenta!

—¡Setenta!

Las ofertas se suceden con rapidez, cada cifra más alta que la anterior. Los rostros de los hombres se vuelven más ansiosos, más codiciosos.

Mis ojos no pueden separarse de ella. Tiene las manos apretadas sobre su regazo, tratando de mantenerse inmóvil, pero no puede ocultar el temblor en sus dedos. Su respiración es cada vez más rápida y superficial, y sus ojos se mueven de un lado a otro, como si buscara una salida que no existe.

Cuando nuestras miradas se cruzan, algo dentro de mí se quiebra. El miedo en sus ojos me golpea como una bala. Por un segundo, considero dar media vuelta y salir de esta habitación infernal. Después de todo, no le debo nada. No tengo por qué involucrarme más de lo que ya lo he hecho.

Pero entonces ella parpadea. Una lágrima silenciosa rueda por su mejilla.

M*****a sea ella. No puedo irme.

—¿Cien mil? —grita alguien.

—¡Ciento diez!

—¡Ciento veinte!

Levanto la mano. —Quinientos mil.

El silencio cae como una losa sobre la sala.

Todos los rostros se giran hacia mí, incluidos los de Hans y Konstantin. Emilia también me mira, sus ojos violetas abiertos de par en par. Hans carraspea, es claro que está sorprendido.

—¿Quinientos mil?

Asiento, manteniendo la mirada fija en Emilia.

Los otros hombres intercambian miradas, evaluando si vale la pena seguir pujando. Pero sé que ninguno de ellos se atreverá a ir más allá. No por falta de dinero, sino porque yo soy Viktor Albrecht. Sin embargo, cuando veo una mano alzarse, sé que me he equivocado. 

—Quinientos diez. —dice el sujeto. 

Su rostro no me es familiar y, por la expresión de Konstantin, intuyo que él tampoco lo conoce, pero averiguará quién es. Y cuando lo haga…

—Quinientos veinte —hablo. 

—Quinientos treinta —El hombre levanta la barbilla en señal de desafío.

—Ochocientos mil. —Lo supero. 

La mandíbula del hombre se tensa y en sus ojos no hay más que odio; sin embargo, no hace ninguna contraoferta. Bien. Aunque hay un sinsabor en mi boca. Nadie en esta sala debió ser tan estúpido como para competir conmigo. Mas él lo fue y con eso acaba de firmar su sentencia. 

Hans se recompone rápido y sonríe, aunque su expresión está cargada de tensión. No me importa, el maldito se merece estar pasando un mal momento.

—Ochocientos mil a la una… a las dos… adjudicado al señor Albrecht.

Un aplauso tímido estalla en la sala, pero lo ignoro por completo. Solo puedo mirar a Emilia. Camino hacia la tarima, y Hans me extiende la mano, como si esperara que aceptara su felicitación. Lo ignoro también y me acerco a Emilia.

—Ven. —Le tiendo la mano.

Ella duda por un segundo, pero al final la toma. Su piel está fría y húmeda, y sus dedos tiemblan entre los míos. La ayudo a ponerse de pie y la llevo fuera de la tarima, apartando a los hombres que intentan acercarse para verla más de cerca. Hijos de puta. Me encargaré de ellos después.

Konstantin me sigue en silencio mientras atravesamos el pasillo de regreso al club principal.

—Ochocientos mil euros por una camarera, Viktor —murmura finalmente, a mi lado—. ¿Estás loco?

No le respondo. Porque la verdad es que ni yo mismo entiendo por qué lo he hecho. Solo sé una cosa: esta chica me pertenece ahora. Y haré lo que sea necesario para mantenerla conmigo.

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