Alemania, Berlín
Viktor
Apenas cruzamos la puerta del club, siento cómo Emilia tira de su mano, intentando soltarse de mi agarre. Al principio no le doy importancia; la mayoría de las mujeres que han pasado por mi vida han jugado al mismo juego. Una mezcla de desafío y miedo, solo para acabar rindiéndose.
Pero Emilia es diferente.
Su tirón se convierte en un empujón lleno de fuerza y determinación. Tan repentino que me toma por sorpresa, haciéndome soltarla.
—¡Maldita sea! —gruño mientras tambaleo un paso atrás, observando cómo sale corriendo como un rayo.
Por un instante me quedo congelado, incapaz de creer lo que acaba de hacer. ¿Me empujó? ¿A mí? ¿Acaso no tiene aprecio por lo que acabo de hacer?
—¡Atrápenla! —grito a mis hombres, señalando la dirección en la que huyó.
Ellos reaccionan al instante, esparciéndose por las calles oscuras como sombras en la noche. Pero no pienso dejarlo en sus manos.
Esta cacería es mía.
Comienzo a correr, zigzagueando entre los callejones de la ciudad. Las luces de las farolas apenas iluminan los bordes de las aceras, y el aire frío corta mi piel. Escucho el eco de mis pasos y los de mis hombres, el sonido retumba en mis oídos, pero mi mente solo tiene un objetivo: encontrarla.
Mi pulso se acelera con cada segundo que pasa sin rastro de ella. No puede haber ido muy lejos… ¿Cierto?
El enojo empieza a burbujear en mi interior, quemando mi paciencia. No es miedo lo que siento —aunque podría disfrazarse de tal—, es rabia pura.
¿Cómo se atreve a escapar de mí?
Doblo una esquina y me detengo de golpe. Mis ojos recorren el callejón vacío frente a mí, buscando algún movimiento, cualquier señal de su presencia. Nada.
—¡Mierda! —escupo, pasando una mano por mi cabello.
Pero entonces, la veo. Una pequeña figura se mueve rápido, como una sombra, al final del callejón. Apenas un parpadeo, pero es suficiente para que el instinto tome el control.
Ahí estás.
Salgo disparado detrás de ella, ignorando el dolor en mis piernas. Emilia corre rápido, más rápido de lo que esperaba, pero nadie puede huir de mí para siempre. Ella se desliza entre un par de contenedores de basura, y en ese momento comete su primer error: mira hacia atrás.
Nuestros ojos se cruzan.
Por un segundo, el tiempo se detiene. Veo el pánico reflejado en sus ojos violetas, el aliento que se le escapa entre los labios mientras se da cuenta de que no tiene escapatoria.
—No vas a ninguna parte —digo en voz baja, casi para mí mismo, antes de lanzarme hacia ella.
Cierro la distancia en cuestión de segundos. Emilia intenta esquivarme, pero no es lo suficientemente rápida. Mi mano se cierra alrededor de su muñeca con fuerza, y ella suelta un grito ahogado mientras la jalo hacia mí.
—¡Suéltame! ¡Déjame ir! —grita, forcejeando con todas sus fuerzas.
Valiente. Lo admito. Incluso en este momento, con su cuerpo temblando de miedo, sigue luchando. Y para colmo ahora me tutea, atrás ha quedado la timidez. ¿Quién lo diría?
—¿Dejarte ir? —repito, clavando mis ojos en los suyos. Mi voz es baja, peligrosa—. Parece que no entiendes cómo funcionan las cosas, Emilia.
La sostengo con ambas manos para que deje de moverse, acercándola lo suficiente como para que sienta el calor de mi aliento en su mejilla.
—Me perteneces. Desde el momento en que puse mis ojos sobre ti, desde que pagué por ti, tu destino quedó sellado. —Mis palabras caen como un martillo, implacables—. No hay salida. No hay escapatoria. Acéptalo y pronto.
Su respiración se vuelve errática, sus ojos se llenan de lágrimas mientras me mira, suplicante.
—Por favor… déjame ir…
Su voz es un susurro roto, y por un instante algo en mí vacila. Algo que no debería estar allí. Compasión. Aprieto la mandíbula. Me niego a dejar que el sentimiento nuble mi juicio. Ya la cagué una vez esta noche, no habrá otra.
—Eso no va a pasar. —Mi tono no deja espacio para dudas—. Ahora, caminarás junto a mí como una buena chica. Si lo haces, nadie saldrá lastimado. ¿Entendido? El más mínimo grito, intento de siquiera llamar la atención de alguien y le dispararé frente a ti, será tu culpa.
Ella me lanza una última mirada desafiante, como si quisiera quemarme con su odio, pero al final asiente, tragándose las palabras que quería decir.
—Buena decisión —digo, aflojando un poco mi agarre, pero sin soltarla.
Le mando un mensaje rápido a mi segundo al mando informando que la he encontrado y que necesito que se reagrupen para regresar a casa.
Sin decir nada más, la llevo de regreso hacia donde esperan mis hombres. Konstantin está allí, apoyado contra una pared, con los brazos cruzados y una ceja arqueada.
—¿Todo bien? —pregunta, su tono cargado de ironía.
—Perfectamente —respondo, pasando junto a él sin detenerme—. Vámonos.
Mientras caminamos hacia el coche, siento la mirada de Emilia clavada en el suelo. Cada paso que damos parece hundirla un poco más, como si el peso de la realidad la estuviera aplastando.
Pero no me detengo. Una vez en mi casa, no habrá manera de escapar.
De camino a la mansión, el silencio en el coche se siente tan opresivo que es imposible de ignorar, es como si fuera un tercer pasajero invisible sentado entre nosotros. No miro a Emilia, pero puedo sentir su presencia a mi lado, tensa y alerta, como un animal salvaje atrapado en una jaula. Mis pensamientos están igual de desordenados.
La razón me grita que me calme, que esta noche ya ha sido suficiente locura por una sola persona, pero una parte más oscura, más visceral, no está lista para soltarla.
¿Por qué demonios me importa? Es la pregunta que no dejo de hacerme. No lo sé. Se supone que esta salida era para distraerme, para olvidarme por unas horas del peso de mi mundo. No para terminar persiguiendo a una joven testaruda por callejones oscuros ni comprando problemas que no me incumben.
Observo la carretera frente a mí mientras el chófer nos lleva de vuelta a la mansión. Cada kilómetro que nos acerca parece aumentar la presión en mi pecho. Lo que debería ser una decisión sencilla se complica con cada segundo que pasa.
«Mantente alejado de ella», me digo.
Esa es la solución. Evitarla, mantener la distancia, no dejar que vuelva a desestabilizarme. Una jovencita como Emilia no debería importarme lo más mínimo. Es solo un inconveniente temporal. Nada más.
Genial, primero la quiero y ahora no. Me estoy volviendo loco y eso no es bueno.
Para cuando llegamos, la oscuridad de la noche envuelve la mansión como un manto pesado. Bajo del coche primero, ajustándome la chaqueta antes de volverme hacia Emilia. Ella me mira y en sus ojos se refleja el cansancio y desconfianza, pero también un toque de curiosidad.
—Ven —digo seco, comenzando a caminar hacia la puerta sin esperar a ver si me sigue.
Mis pasos resuenan en el mármol del vestíbulo. La mansión está en silencio, salvo por el eco de nuestros movimientos. Mi ama de llaves, Gerda, aparece de inmediato. Una mujer entrada en años, con el rostro serio y la mirada siempre alerta.
—Gerda, encárgate de ella. Busca una habitación adecuada y asegúrate de que tenga lo necesario —le indico.
—Por supuesto, señor Albrecht —responde ella con un leve asentimiento.
Me doy media vuelta para marcharme, decidido a refugiarme en mi despacho y poner orden en mi cabeza antes de que todo esto me consuma.
—¡Espera!
La voz de Emilia me detiene en seco. Me giro, arqueando una ceja mientras la observo.
—¿Qué? —pregunto, sin molestia evidente, pero con un toque de impaciencia en el tono.
Ella traga saliva, su mirada fija en mí como si buscara algo, una emoción o debilidad. Sea como sea, no es algo que estoy dispuesto a darle. Ser vulnerable es una condena de muerte y yo quiero vivir por muchos años más.
—¿Qué… qué esperas de mí? —pregunta en voz baja, casi resignada. También hay miedo en ella, temor de lo que yo pueda hacerle.
Por un momento, el aire parece detenerse. ¿Qué espero de ella? Buena pregunta. Una que ni yo mismo tengo clara. Lo que empezó como un juego de curiosidad ha terminado siendo algo más serio. Por todo lo malo, he comprado a una joven. Yo, un monstruo con límites, he caído bajo solo por querer «salvarla». Sin embargo, ahora lo siento como si la estuviera condenando. ¿Lo peor? El problema es tan fácil de resolver como el hecho de dejarla ir, aun así, no puedo.
Y eso basta para saber qué hacer. La observo con detenimiento antes de dar un paso hacia ella, cerrando la distancia entre nosotros lo justo para que mis palabras lleguen solo a sus oídos.
—Lo que espero de ti es simple, Emilia. Vas a servir aquí. A partir de este momento, trabajas para mí. Obedecerás mis órdenes, y si lo haces, no tendrás problemas. ¿Entendido?
Ella parpadea con evidente sorpresa, pero no dice nada. La resistencia en sus ojos no desaparece, pero noto que su cuerpo cede un poco, como si aceptara la nueva vida que le impongo. O como si estuviera aliviada de que no quiera convertirla en mi muñeca de satisfacción sexual.
—Entendido.
—Buena chica —murmuro, dándome la vuelta antes de que pueda cambiar de opinión y suavizarme más de lo necesario o hacer algo loco.
Me dirijo a mi despacho, cerrando la puerta detrás de mí con un golpe seco. El silencio de la habitación es un contraste bienvenido después del caos de esta noche. Cruzo la estancia y me dejo caer en el sillón de cuero detrás del escritorio, masajeándome las sienes mientras intento aclarar mis pensamientos.
Esto se está complicando demasiado rápido. Saco mi móvil del bolsillo y marco el número de Konstantin. No tarda en responder.
—¿Sí, jefe? —Su tono es despreocupado, como siempre.
—Necesito que averigües todo sobre Emilia —le digo sin rodeos.
—¿Todo?
—Todo. Quién es, de dónde viene, quiénes son sus contactos, si tiene familia… no dejes ningún detalle por fuera.
—Entendido —responde Konstantin, con un toque de curiosidad en su voz—. ¿Algo más?
—No por ahora. Llámame en cuanto tengas algo.
—A la orden.
Cuelgo y dejo el móvil sobre la mesa, apoyando la cabeza contra el respaldo del sillón. ¿Quién eres realmente, Emilia?
Mi intuición me dice que esta chica es mucho más que una simple trabajadora del club. Y si algo he aprendido en mi vida es a confiar en mi instinto. La pregunta no es si descubriré su verdad, sino cuánto tiempo me tomará. Y cuando lo haga, estoy seguro de que el caos recién comenzará.
¡Maldito Konstantin y sus ideas de relajación!
Berlín, Alemania Viktor El insistente sonido del teléfono me arrastra de golpe fuera del sueño. Mi mandíbula se tensa al oír el timbre resonar por tercera vez. Con un gruñido bajo, extiendo la mano y alcanzo el celular sobre la mesita de noche, sin mirar el identificador.—¿Qué? —gruño con voz áspera, pasando una mano por mi rostro para despejarme.Apenas y pegué el ojo anoche. No es de extrañar que ya tenga mal humor.—Viktor, tienes que escucharme. —La voz de Konstantin suena seria, más de lo habitual, y eso no me gusta.—¿Sabes qué hora es? Esto más te vale ser importante —respondo, aunque su tono ya me advierte que lo es.—Lo es. Encontré lo que me pediste sobre Emilia. Pero no te va a gustar.Mi cuerpo, todavía relajado por el sueño, se pone tenso de inmediato. Me incorporo en la cama, el corazón latiendo más rápido de lo que debería. Konstantin no es del tipo que exagera o dramatiza. Si dice que no me gustará, es porque realmente no me gustará.—Habla —le ordeno, mi tono ahora
Berlín, Alemania Viktor El vaso de whisky descansa en mi mano, las yemas de mis dedos rozan el cristal mientras el líquido ámbar gira con lentitud. Una distracción inútil. El alcohol nunca ha sido la respuesta, pero al menos me mantiene en el límite entre la razón y la locura.Las palabras de Konstantin siguen repitiéndose en mi mente. «Es la hija de Reinhard Schäfer». Es como un eco constante e implacable. Una verdad que no esperaba, y mucho menos una que tuviera que manejar bajo mi propio techo.Schäfer. El hombre que arruinó mi infancia. El hombre que destrozó mi familia y convirtió mi vida en un infierno de muerte y venganza. ¿Y ahora? Su hija está aquí, en mi casa, dormida bajo mi protección.El nudo en mi estómago se aprieta, como si cada fibra de mi ser estuviera gritando que haga algo al respecto, que la confronte, que la obligue a explicarme por qué demonios está aquí.Pero no.La impulsividad es un arma de los débiles.Si su padre la mandó a propósito, entonces tengo la ve
Berlín, AlemaniaEmiliaEl sonido del disparo todavía resuena en mis oídos mientras corro. No pienso en nada más. No pienso en Viktor, ni en lo que acaba de pasar. Solo en llegar a mi habitación, en refugiarme allí, en huir de una manera en la que mi cuerpo —y la circunstancia— aún me lo permite.Mis pies apenas tocan el suelo mientras subo las escaleras con tropiezos que amenazan con hacerme caer de cara. Mi respiración es un desastre, entrecortada, errática. Siento que en cualquier momento mis piernas van a colapsar, pero no me detengo.Abro la puerta de un tirón y la cierro tras de mí con la misma desesperación con la que alguien se aferra a su último respiro.Al recobrar un poco la respiración, me doy cuenta de que estoy temblando como un cervatillo recién nacido.Como puedo, camino hacia la cama justo a tiempo porque mis rodillas ceden y me desplomo sobre el colchón. Me acurruco de inmediato, abrazándome a mí misma, tratando de encontrar consuelo en el tacto de mis propios brazos
Berlín, Alemania. ViktorLa irritación me carcome por dentro de una manera que nunca había experimentado. No puedo estar tranquilo. Ni siquiera el whisky más fuerte logra apaciguar el ardor en mis venas.Camino de un lado a otro en mi despacho, con los puños cerrados y la mandíbula tensa. Todo me molesta. La luz del maldito candelabro, el sonido de los papeles que Konstantin revisa, la manera en la que el reloj en la pared sigue marcando los segundos como si todo estuviera en orden.Nada está en orden. Desde esta mañana, nada está en puto orden. ¡Maldición! Arrojo mi vaso de whisky contra la pared. El cristal estalla en pedazos.—¡Maldita sea! —gruño entre dientes.Konstantin apenas levanta la vista de los documentos. No se inmuta. Maldito bastardo, está acostumbrado a mis arranques. Pero esta vez no es como las anteriores. Esta vez él sabe por qué.—Sigues igual de insoportable —murmura, hojeando un informe—. Vas a terminar matando a alguien más si sigues de este humor.—Si alguien
Berlín, AlemaniaViktorPoco a poco voy saliendo de la bruma del sueño y mi primer pensamiento es que no quiero verla. Estoy agotado, a pesar de haber dormido un poco, pero cuando abro los ojos, la imagen que aparece en mi mente es ella. Emilia.Sumisa. Débil. Un desastre tembloroso en mi mesa anoche.Cierro los puños sobre las sábanas, la mandíbula apretada con fuerza. Me debato entre la necesidad de acercarme a ella en busca de información y las ganas de aplastarla. No ha pasado una semana desde que la compré y ya está debajo de mi piel. Ya es una molestia constante en mi cabeza.Me levanto de la cama con brusquedad. El cuarto está oscuro aún, la madrugada apenas está deslizándose entre las cortinas pesadas. No enciendo las luces. No las necesito. Necesito aire. Con cada paso que doy fuera de la habitación, la presión en mi pecho crece. La odio por hacerme sentir así.No es la primera vez que un rehén me desafía. No es la primera vez que un prisionero me mira con ojos rebeldes o co
Berlín, AlemaniaEmiliaEl ardor en mis ojos es lo primero que siento al despertar y con eso basta para saber que no necesito un espejo para confirmar que están hinchados y enrojecidos, testigos silenciosos de la noche que pasé llorando.La impotencia todavía me pesa en el pecho, se siente como una piedra fría que se niega a desaparecer. La humillación de ayer sigue fresca.Intenté huir. Fallé. Y Viktor se aseguró de que entendiera las consecuencias. Pero lo peor no fue solo el castigo. Lo peor fue la cena. Sentada en esa mesa, con él frente a mí, sabiendo que no podía rechazar la comida que puso en mi plato. Un pedazo de cordero.<
Berlín, Alemania Viktor El dolor que estoy experimentando es demasiado intenso, no es la primera vez que me disparan, pero esta vez fue con un rifle de asalto y duele como una perra. Una punzada ardiente me atraviesa el costado, abriéndose paso como una cuchilla al rojo vivo. Es un dolor denso y profundo, más allá de la piel, más allá del músculo. Siento su peso dentro de mí, latiendo con cada respiro que intento tomar.Ahogo un gruñido cuando algo presiona la herida. Hay voces y también luces demasiado brillantes. Siento algo frío contra mi piel e intento abrir los ojos, pero el mundo es borroso, manchas de colores que no tienen sentido. Todo me da vueltas.—Sujétenlo —dice una voz.Alguien me presiona contra una superficie dura. Mis músculos se tensan por instinto, pero el dolor vuelve a golpearme con fuerza. Mierda. Todo se pone oscuro y luego no escucho nada. Sé que pierdo el conocimiento varias veces, mi mente está confusa. Me han disparado. Los recuerdos llegan en fragmentos.
Berlín, AlemaniaViktorObservo con detalle al hombre que, de pie delante de los que estamos reunidos, se atreve a decirme que mi cargamento se ha perdido. Más de un millón de dólares en mercancía de contrabando ha desaparecido sin explicación aparente. —¿Me estás diciendo que se desvaneció? —inquiero. El hombre se pone rojo bajo mi escrutinio, espero que mi mirada lo disuada de responder algo que no quiero escuchar, pero no es tan sabio como pensé. —No la encontramos, señor.—Sabes lo que eso implica, ¿no? —Lo sé y acepto mi destino —murmura con tono derrotado. —La muerte no siempre es la solución —irrumpe otro de mis colaboradores. El fuerte sonido de mi vaso de whiskey cayendo con fuerza sobre la mesa de madera resuena en la sala de reuniones. El cristal se desliza apenas, la bebida tiñe la madera, pero nadie se atreve a moverse. Todos están tensos. Atentos. Solo espero una respuesta.—¿Eso es todo? —Miro al hombre al otro lado de la mesa, su nombre es Rainer, y hasta hace un