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Comprada: El Precio de la Libertad
Comprada: El Precio de la Libertad
Por: Isobel Novak
Capítulo 001: El Poder se Demuestra

Berlín, Alemania

Viktor

Observo con detalle al hombre que, de pie delante de los que estamos reunidos, se atreve a decirme que mi cargamento se ha perdido. Más de un millón de dólares en mercancía de contrabando ha desaparecido sin explicación aparente. 

—¿Me estás diciendo que se desvaneció? —inquiero. 

El hombre se pone rojo bajo mi escrutinio, espero que mi mirada lo disuada de responder algo que no quiero escuchar, pero no es tan sabio como pensé. 

—No la encontramos, señor.

—Sabes lo que eso implica, ¿no? 

—Lo sé y acepto mi destino —murmura con tono derrotado. 

—La muerte no siempre es la solución —irrumpe otro de mis colaboradores. 

El fuerte sonido de mi vaso de whiskey cayendo con fuerza sobre la mesa de madera resuena en la sala de reuniones. El cristal se desliza apenas, la bebida tiñe la madera, pero nadie se atreve a moverse. Todos están tensos. Atentos. Solo espero una respuesta.

—¿Eso es todo? —Miro al hombre al otro lado de la mesa, su nombre es Rainer, y hasta hace unos segundos tenía el descaro de cuestionar mi autoridad. Ahora traga saliva. Duda.

—Y-yo solo decía que tal vez podríamos considerar…

—¿Considerar? —interrumpo, recargando mi espalda contra la silla. La simple idea de que uno de mis subordinados crea que puede debatir mis órdenes me produce una risa amarga—. ¿Desde cuándo en esta organización alguien tiene derecho a cuestionar mis decisiones?

Rainer baja la mirada. Lo sabe. Todos en esta habitación lo saben. Yo no doy segundas oportunidades. La duda es una enfermedad en este negocio, y un líder débil no sobrevive. A las malas aprendí esa lección de mi padre. 

—Lo siento, jefe. No volverá a pasar.

—Claro que no —replico con calma, pero con suficiente filo en la voz para hacerle entender que esta es la última vez que lo tolero. Luego me inclino hacia Konstantin, mi mejor amigo y mano derecha—. Ocúpate de él después.

Konstantin asiente sin necesidad de preguntar a qué me refiero: hablo de ambos hombres. El primer sujeto, el que perdió mi mercancía, ya tiene su destino decidido y no hay marcha atrás. En cuanto al segundo, no lo mataré, pero aprenderá a no volver a desafiarme. También servirá de ejemplo para los demás.

La reunión concluye. Me levanto y los demás hacen lo mismo. No porque quieran, sino porque cuando yo hablo, todos escuchan. Cuando me muevo, todos reaccionan. Salgo de la sala y siento a Konstantin pisándome los talones.

—Estás más tenso de lo normal —comenta, encendiendo un cigarro mientras caminamos por el pasillo—. Tal vez deberías relajarte un poco.

Le dedico una mirada ladeada. —¿Tienes una solución milagrosa para eso?

Él sonríe, esa m*****a sonrisa despreocupada que siempre lleva y que lo ha metido en problemas varias veces.

—Un bar, un buen whisky y algunas mujeres bailando —suelta el humo y me mira—. Te vendría bien.

No respondo de inmediato. Mi tiempo es demasiado valioso para gastarlo en bares decadentes. Pero algo en mi pecho se siente demasiado rígido esta noche, como si un puto nudo se estuviera apretando dentro de mí. Tal vez un par de tragos no sería una mala idea.

—Está bien —acepto con desinterés—. Pero más te vale que el lugar valga la pena.

Konstantin sonríe, y aunque no lo digo en voz alta, sé que él también piensa que necesito esto.

Horas más tarde, llegamos al dichoso sitio. Apenas bajo del auto, sé que no me gustará este lugar.

El exterior del bar es deprimente. Las luces de neón parpadean como si estuvieran a punto de morir, la pintura de las paredes está desgastada y hay un par de tipos fumando en la entrada, con la mirada perdida, como si sus mentes no estuvieran en el presente. Drogados, tal vez.

Arrugo el ceño y miro a Konstantin. —Este sitio es una m****a.

Él suelta una carcajada y me da una palmada en el hombro. —Confía en mí, lo bueno está adentro.

No le creo, pero entro de todas formas.

El interior es mejor de lo que esperaba. No es un club de élite, pero al menos está limpio. Luces tenues, música fuerte, mujeres en ropa ajustada bailando sobre el escenario, y hombres bebiendo como si no hubiera un mañana. Un sitio donde la gente viene a olvidar quién es por unas horas.

Nada fuera de lo común. 

Apenas doy unos pasos dentro. El dueño del bar —lo intuyo por su aspecto de comemierda adulador—, un hombre bajo y rechoncho con el rostro cubierto de sudor, nos detecta y corre hacia nosotros como un perro bien entrenado. Típico.

—Señor Albrecht —saluda con una sonrisa nerviosa, inclinando la cabeza con respeto—. ¡Qué honor tenerlo aquí! Si hubiera sabido que vendría, habría preparado algo especial.

Me cruzo de brazos y lo observo con indiferencia. No me interesa su adulación, ni saber su nombre, solo quiero que me deje en paz. 

—Quiero una mesa privada y el mejor whisky que tengas —ordeno sin rodeos.

—Por supuesto, señor. Por aquí.

Nos guía hasta una mesa apartada, lejos del bullicio, pero con una vista perfecta del escenario. No me importa el espectáculo, pero al menos puedo beber en paz.

—¡Tráiganos lo mejor! —ladra el dueño a una de las camareras cercanas antes de volverse a mí—. Solo lo mejor para usted, señor Albrecht.

Asiento sin interés y me recargo en el asiento mientras espero la bebida. Konstantin ya está cómodo, con una sonrisa satisfecha, como si el ambiente le pareciera perfecto.

Entonces, la puerta de la barra se abre y una camarera entra con una bandeja en las manos. Y en el momento en que sus ojos chocan con los míos, el tiempo se detiene.

Son grandes. Inusuales. Violetas.

Un color que nunca había visto en una persona. Su mirada está llena de terror, como la de un animal acorralado. No es la típica sumisión de una mujer que trabaja en un lugar como este, es miedo real.

Interesante.

Me tomo mi tiempo para recorrerla con la mirada. Cabello oscuro recogido en un moño, piel pálida, labios apretados. Pequeña, pero no en un sentido infantil, sino frágil. Como algo que podría romperse con el más mínimo toque.

Ella baja la vista de inmediato y deja la bandeja con torpeza, como si quisiera huir lo más rápido posible.

—Quédate —ordeno sin pensar.

La joven se tensa y me mira con el ceño fruncido, como si estuviera a punto de negarse. Mala idea. Antes de que pueda abrir la boca, el dueño del bar la fulmina con la mirada.

—Haz lo que el señor Albrecht dice —su voz es baja, pero la advertencia en ella es clara.

Veo cómo sus manos tiemblan al apretar la bandeja. Duda. Pero al final asiente y se queda inmóvil junto a la mesa, con la mirada fija en el suelo. 

Interesante, otra vez. Tal vez esta noche no será tan aburrida después de todo. 

La pequeña camarera sigue de pie junto a la mesa, rígida como una estatua. Parece que está conteniendo la respiración, esperando que la deje ir. 

Pero no lo haré. No todavía. Hay algo en ella que me recuerda a alguien, una persona en la que no había pensado en mucho tiempo…

Me inclino hacia atrás en el asiento y, sin previo aviso, la tomo de la muñeca y la jalo sobre mis piernas. Ella deja escapar un jadeo ahogado. Su espalda se tensa como una cuerda a punto de romperse, y sus manos buscan apoyo en mi pecho mientras intenta levantarse.

—No —susurro en su oído—. Quédate quieta.

—Déjeme ir —murmura con un tono que intenta ser firme, pero tiembla—. Por favor.

—Si te levantas, todos en este bar escucharán lo que estamos a punto de hablar. ¿Eso es lo que quieres? Puedo llamar a tu jefe y decirle que…

Ella se congela. Sé que entendió la amenaza implícita en mis palabras.

—No. No lo haga. Se lo suplico.

Ah, aquellas palabras suenan tan lindas viniendo de sus labios. Me han suplicado muchas veces a lo largo de mi vida, pero nunca de esta manera. Sí, puede que una parte de mí quiera ayudarla; sin embargo, eso no implica que pueda hallar satisfacción en su reticencia hacia mí.

—Buena chica.

Puedo sentir su corazón latiendo con fuerza contra mi pecho. Es pequeña, frágil. Demasiado delgada para mi gusto. Un bicho raro en un lugar como este. Apoyo la boca cerca de su oído, lo suficiente como para que sienta mi aliento cuando hablo. Quiero intimidarla, hacerla sentir incómoda, así como ella me hace sentir a mí.

—¿Cuál es tu nombre? 

—Emilia.

—Dime, pequeña, ¿qué haces aquí?

No responde al principio, pero cuando mis dedos presionan su cintura en advertencia, susurra:

—No estoy aquí porque quiero, señor…

Mis sentidos se agudizan al escuchar su confesión. —Explícate.

Su respiración se vuelve irregular. El miedo se filtra a través de ella. 

—Me raptaron hace un par de meses… Me trajeron aquí y me obligaron a trabajar. Estaba saliendo de la universidad y unos hombres me atraparon en un callejón. Pedí ayuda, mas nadie acudió. 

Un calor oscuro me sube por la espalda. Raptada. No sé por qué diablos me importa, pero de alguna manera, las palabras se clavan en mi cabeza como una aguja en la piel. 

Obligada.

Recorro con la mirada el perfil de su rostro, la línea de su mandíbula, la manera en la que su garganta se mueve con cada trago de saliva, nerviosa. Esta mujer no pertenece aquí. Puede que sea un maldito la mayor parte del tiempo; no obstante, hasta yo puedo reconocer lo jodido que es esto. 

El aroma de su piel se filtra en mi sistema. No es el perfume barato de las bailarinas ni el alcohol rancio del bar. Es algo dulce, natural. Algo que no debería estar al alcance de cualquiera. 

—¿Te han tocado? —Mi voz es baja, letal.

Ella niega con la cabeza rápidamente.

—No de esa forma… Solo trabajo en la barra y sirvo copas.

El nudo en mi pecho se afloja un poco, pero la ira sigue ahí. Los hombres que raptan y venden mujeres no merecen respirar. Y si ella me está diciendo la verdad, entonces tengo que hacer algo al respecto.

Mis dedos acarician su cintura, lenta, distraídamente. No sé qué demonios me pasa, pero algo en ella despierta un instinto primitivo en mí.

Algo oscuro. Algo posesivo.

—¿Qué estudiabas en la universidad? —inquiero. 

No escondo el hecho de que me interesa, quiero seguir escuchando su suave voz, oliendo su dulce aroma. 

—Arte, centrada en pinturas. 

—¿Por qué te gusta pintar, pequeña Emilia? 

—Yo… —duda un poco antes de continuar—. Pintar me permite expresar lo que siento o pienso de una manera singular. Cada una de mis pinceladas se siente como si abriera mi alma, es una oportunidad para crear nuevos mundos, igual que un escritor con su lápiz. Con el pincel y un lienzo en blanco puedo comunicarme, me brinda paz y satisfacción de una manera única. Y con ello espero motivar a las personas, tocar sus corazones. 

Guau, yo solo… guau. Estoy anonadado, creo que es la primera vez en mucho tiempo que me quedo sin palabras. No es solo lo que dijo, sino cómo lo dijo y la manera en la que se ve mientras habla. Resplandece, igual que un atardecer o una estrella en el firmamento. Sus ojos brillan y hay una pequeña sonrisa en su boca, una real. 

Y eso basta para decidirme, para dar el paso del que estaba inseguro. Si bien vivo en la oscuridad y me gusta, Emilia merece tener luz, ella es luz. Levanto la vista y chasqueo los dedos. En segundos, uno de mis hombres se acerca.

—Llama al dueño del bar —ordeno sin apartar la mirada de Emilia—. Dile que venga de inmediato.

El tipo asiente y se marcha. Emilia se remueve en mi regazo, pero la mantengo en su sitio con una presión firme.

—¿Q-qué hace?

—Arreglando esto.

Ella me mira con evidente confusión. Pero no le explico nada. Un par de minutos después, el dueño del bar regresa con una sonrisa nerviosa y las manos frotándose como un maldito comerciante ansioso por cerrar un trato.

—Señor Albrecht, ¿todo está a su gusto? ¿Quiere otra botella? ¿Alguna chica en particular?

Su mirada se desliza sobre Emilia en mi regazo y traga saliva. Sabe que algo no está bien.

—No quiero otra botella —mi tono es frío—. La quiero a ella.

El dueño parpadea, desconcertado. —¿P-perdón?

Aprieto un poco la cintura de Emilia, asegurándome de que no intente huir.

—Te la compraré. Dime tu precio.

Emilia se pone rígida, y el dueño del bar me observa como si no pudiera creer lo que está escuchando. Podría llevármela sin ofrecer nada; sin embargo, he aprendido a identificar las peleas que valen la pena iniciar y esta no es una de ellas. Lo que menos quiero es a un hombre con el culo arrugado detrás de mí porque me llevé su mercancía. Hay maneras más sencillas de salirme con la mía. 

—Pero, señor…

Mi mirada se oscurece. —No estoy preguntando.

Silencio. El dueño del bar se humedece los labios y baja la cabeza.

—Por supuesto… Déjeme hablar con mis superiores para determinar un precio adecuado.

—Tienes cinco minutos.

Su rostro palidece, y sale tambaleándose hacia la oficina trasera. Cuando vuelvo la mirada a Emilia, sus ojos violetas están fijos en mí, llenos de desconcierto y miedo.

—¿Qué… qué está haciendo?

Le ofrezco una sonrisa lenta y peligrosa. —Comprándote.

Y en su mirada aterrada, veo con exactitud lo que pienso en ese momento.

Acaba de cambiar a un dueño por otro.

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