—¡No sabes cuánto te esperé, cuánto soñé este momento!
—Clarita, Clareta mía —Lo escuchaba mientras cerraba sus brazos alrededor de mí, con una emoción grave y fuerte que me conmovió, besando mi pelo, mi frente y yo me sentía segura y protegida como en un estuche, entre esos brazos grandes y su cuerpo que me cubría—. Fui un idiota al no haberte buscado, debí haber hecho más por ti y no lo hice, no merezco que me quieras así...
—No digas eso, no lo digas, Adal —susurré, poniendo un dedo en su boca bella y sensual—. Al fin de cuentas sí llegaste. Aquel sobre me devolvió la vida, aunque tu carta me la quitó...
—Debí buscarte cuando la aceptaste, pero dudaba de mí, de ti, de tu amor por mí, solo deseé que fueras libre y pudieras vivir una vida donde todo fuera n
—Sé perfectamente a lo que te refieres, y quiero hacer constar que aunque me duele como no imaginas que estés con otro hombre, reconozco que es él quien lleva las de ganar. Es joven como tú y se ganó tu cariño entre tantos patanes que rechazaste. Eso es algo que no se logra tan fácil...—Lo lamento, pero te engañas, Adal —rebatí—. Él no lleva las de ganar. ¡Es que no entiendes que es de ti de quien estoy enamorada! Yo no conocía los terrenos a que me aventuraba, pasaron por mi vida muchas personas por capricho y vanidad, por atracción y deseo sexual, pero me di cuenta que no es eso en lo que consiste el amor, de ahí todas mis tribulaciones y fingimientos.—El amor es esto, Clarita —dijo, volviéndome a atrapar entre sus fuertes brazos—. Esta espera, esta angustia, esta melancolía, este anhelo permanente. Eso somos
Lo único que logré distinguir fue su mata de cabellos negros ondulados, súbitamente agitados por la rapidez con la que volvió la cara apenas me miró. Jimmy me dejó plantada en la puerta de su apartamento y se sentó en el sofá, continuando la partida del videojuego que jugaba con Roberto. Entré y tímidamente lo saludé. Roberto me hizo un rápido gesto con la mano y siguió jugando. Preocupada e incómoda, me dirigí a la cocina y empecé a arreglar el desorden que extrañamente había en el mesón. Algo percibí en el ambiente que me hizo agudizar todos mis sentidos y tratar de inferir qué era lo que Jimmy estaba pensando al recibirme de esa manera. Necesitaba pensar, pensar con claridad. ¿Dónde estaría Adal en ese momento? ¿Me estaría esperando? ¿Serían sus palabras de despedida el sostenimiento de
Aquello era insoportable, no lo podía resistir y no hacía más gritar y patalear. Pero su respiración fuerte y agitada me hizo pensar que él tampoco lo soportaba más, porque era presa de una excitación brutal. Luchamos jadeantes, entre insultos y manotazos, hasta que sentí un dolor espantoso, una presión increíblemente aguda en mi pequeño y apretado orificio cuando lo sentí entrar. Pegué un grito: “¡¡¡Jimmy!!!” y caí sobre la cama y él se acostó con todo el peso de su cuerpo sobre mí, atravesándome las entrañas, entrando y saliendo con brutalidad, sin tomar en cuenta mis súplicas y mi reacción. Me sentía llena por completo, él seguía embistiendo y me tenía vigorosamente rodeada con sus brazos, aplastándome boca abajo, oprimiéndome los senos. La presión en mi pas
Todos los días se levantaba tarde, casi a las doce del mediodía para desayunar. Yo llegaba en la tarde del instituto y se disgustaba porque no había llegado antes, aunque no lo decía. A veces pasaba semanas sin hablarme, sentado frente a su teclado o con su guitarra colgada del cuello, su cabezota llena de ondas hermosas, perdido entre ideas y notas, vociferando alguna cosa a Roberto con una ferocidad que me hacía estremecer en la cocina mientras lavaba los platos. Cada día las cosas iban peor. Durante las noches trataba de evitarme, pero yo no lo dejaba. Me acostaba desnuda a su lado, deseosa, con unas ganas inmensas de que me tocara. En algunas oportunidades no lograba hacerlo reaccionar, otras, lo acariciaba, jugueteando con su cosa hasta hacerla despertar, lenta, pero firmemente. Entonces, de rodillas ante él, mi boca se apoderaba de su cosa, la mordisqueaba y la chupaba con pasión y notaba cómo vibraba y agitaba baj
Tenía la cara barbada. Había dejado crecer una barba negra y espesa en su hermoso rostro juvenil. Parecía un vagabundo de los que recogen latas, abandonado a su suerte en alguna calle húmeda y cubierta de hojas de periódicos. “Jimmy, ¿qué es lo que te has hecho?” pregunté en un tono tranquilo que anunciaba tormenta.—¿Te gusta mi nuevo estilo, nena?—No, no me gusta —respondí fulminándolo con la mirada, sintiendo el olor desagradable de un cuarto y un cuerpo que no habían sido aseados por meses—. ¡¿Qué mierda es lo que estás haciendo con tu vida, Jimmy?!—¡Me importa un bledo lo que pienses, Claret! —replicó—. ¡Esta es mi nueva vida y mi nuevo estilo y si no te gusta no puedo hacer nada! ¡No eres nadie para decirme lo que debo hacer!Lo miré fijamente, con ganas
De lo único que estaba convencida desde mi llegada a la ciudad, era que no quería volver a ver a Tía Amanda nunca más. Sin embargo, la visita de Pedro movió mis cimientos. Corrí a saludarlo al verlo parado a la puerta, con las más rara figura que pudiera imaginar. Había venido cargado de un pequeño bolso, una chaqueta arrugada y curtida que hacía juego con sus anchos pantalones pardos, el cabello en el más desconsolado abandono que haya visto, aquella tez pálida y rosácea, y los botines de cuero lustrados que parecieron sorprender mucho a Roberto. Me apresuré a descargarlo de toda la información, aprovechando para mirar severamente a Roberto quien sentado en unos de los sofás de la sala, miraba a Pedro como si fuera una atracción circense, cosa que por poco nos hace pasar de insolentes. Ofrecí a Pedro asiento, mientras escuchaba con el alma en vilo lo que vin
Las palabras escapadas, mitad obscenidades, mitad frases de amor, que farfullaba a mi oído segundos antes de perderse en el torbellino de su orgasmo. La habitación donde maltratada, quedaba tendida sobre una almohada, al borde de la cama, sin fuerzas y llorando de felicidad contra Adal, que satisfecho, encendía un cigarrillo con la habitación aún latiendo y regresando a la normalidad.El solo hecho estar allí me estremecía de una manera inexplicable y por eso traté de controlar a mi corazón cuando Emiliana se marchó. Mientras me adormecía, empecé a pensar lo que me diría tía Amanda, lo que le diría. Estaba segura de que me pediría perdón porque se sentía culpable, pero no sabía lo que haría yo. Querría hacerle daño, sin duda, insultarla y después matarla con mis propias manos y no me sentiría culp
—¿Perdonarla por qué?—¡Por todo lo que te hice! —exclamó, inquieta, sin poder mirarme a la cara. Se sentía, lo percibía en lo más hondo de sus ojos, que rememorar todo aquello la avergonzaba. Tenía que aprovechar ese momento, tenía que llevar esa conversación al máximo de crueldad posible.—¿Cómo qué? —pregunté explorando su rostro, como si quisiera sacarle las respuestas con mi mirada—. Dígame qué fue lo que me hizo para recordarlo, porque ya se me olvidó.Ahora me miraba fijamente, moviendo los labios como si quisiera hablar pero no podía.—Ah que mal —dije, haciendo un puchero—. ¿Ya no recuerda todas las marcas y moretones en mis brazos, en mis piernas, en mi espalda y hasta en mi cara? ¿Todas las humillaciones a las que me sometió en el cuarto de