DE UNA ILUMINACIÓN DIVINA (2)

Él me miro de un modo extraño y dejó los cubiertos sobre el plato mientras yo me sentía a punto de llorar. Llamó al mesero quien retiró nuestros platos casi intactos y se levantó en silencio de su asiento.

—Vamos, tenemos que caminar —dijo, con el tono en que un doctor hablaría al familiar de un paciente muy enfermo, dejando afablemente un billete sobre la mesa.

Me sentí de pronto avergonzada y tomé mis cosas. Sin embargo, no dejaba de sentirme frustrada al no poder decirle lo que deseaba, al notar su actitud fría y precavida. Su culpa. ¡Era su culpa! ¡Todo había ido tan mal en mi vida desde que me dejó! Pasé dos años de cruenta tortura a manos de tía Amanda y por otros dos años viví en la agonía de encontrarlo, preguntándome todos los malditos días qué fue lo que hice para alejarlo de mí

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