Él era ahora más alto y acuerpado, incluso su voz había cambiado. Lo veía con su pelo ensortijado, sus rasgos gruesos como de mulato y sus ojos de mirada fija y febril, y me parecía a veces atractivo, pero apenas abría la boca diciendo una sarta de idioteces, lo descartaba. Entraba en el campo de las comparaciones odiosas, donde Adal era el estándar que Gustavo debía alcanzar. Si no se veía como Adal, si no hablaba o pensaba como Adal, para mí era simplemente nada. ¡Pobre Gustavo! Se esforzaba día a día para hacerme feliz, pero muchas veces sus esfuerzos quedaban eclipsados por su propia arrogancia.
Una vez en la práctica de agricultura del liceo, cuando todos se marcharon, me acorraló en el huerto: “¿Para dónde vas tú si tenemos que recoger las escardillas?” Hacía un sol intenso y él estaba sudado por el trabajo
Él sonreía en todo momento y decía cosas amables, en medio de risas y una bullanga que había llegado a un nivel insoportable. Vi cómo se bebía rápidamente una botella casi entera de ron incitado por Jordán. La fiesta llegó a una situación de gran emoción. Hasta tía Amanda se divertía de tal forma que tocaba palmas, acompañando la música del grupo campesino. Pedro, Augusto y Jordán continuaban bebiendo ron. Adal los acompañaba. Tenía los ojos brillantes y el aspecto de estar divirtiéndose enormemente. Pedro contaba, borracho, cómo iba a vengarse de los cuatreros, pero entonces Augusto se metió en la conversación, no tanto por apoyar a Pedro que en realidad no había hecho nada al respecto, sino porque estaban hablando de “cuatreros”. En eso, Jordán lo interrumpió con tal fuerza, que casi se armó
—¡¿Qué demonios pasa contigo, Claret?! —exclamó rápidamente, apartándome de sí.—¡No pasa nada, Adal! —exclamé de inmediato, sintiéndome sofocada y avergonzada ante su reacción—. Te estoy confesando que te quiero... Solo eso...—Tan fácil y tan grave como eso... —balbuceó, respirando profundo y apartando su mirada de la mía—. ¿No te das cuenta de la gravedad de lo que estás diciendo?—¿Qué tan grave puede ser, Adal? ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Siempre lo he hecho!—¡Tú no estás enamorada de mí! —increpó en un tono seco y frío que me paralizó—. Lo que sientes es admiración, gratitud por todo lo que he hecho por ti...—Sí estoy enamorada de ti, no tengo dudas —dije con v
Luego, en pleno sol, bajo el cielo azul, en un juego ruidoso y multicolor, entregados a la emoción de los tragos y los besos, de las vueltas canela y las prendas de vestir que volaban por los aires; le juré a Maya cumplir con mi última penitencia: Meterme al agua congelada del río. Con la rudeza y el brío de nuestros cuerpos, corrimos como una manada de toros salvajes, riendo y gritando ladera abajo, hacia el puente, derrochando todo el encanto de nuestra enérgica juventud. Maya iba detrás de mí y Martín amenazaba con ahogarme en el río. Auri y las hermanas prefirieron quedarse en el patio planificando el escape nocturno. Yo vi el río fluyendo tranquilo, y temblando, con voz triunfante y ahogada, grité: “¡Gané! ¡Gané!” Y solo sentí las puñaladas ardientes del agua fría en la piel, los gritos de Maya, la violencia de Martín sumergi&eacu
—¿Lo ve, Clarita? —reflexionó, Gustavo—. A las mujeres no les importa nada. Cuando deciden darnos la espalda, ni que lo vean a uno desangrándose en una cloaca, lo van a ayudar. Eso aplica para amigas también, no se le olvide.Escondidos en la vega de un río ancho y empedrado, sumidos en la más profunda oscuridad, escuchábamos el fluir furioso del agua y los ronroneos de gato producidos por Auri y el de ojos de perros, que se besaban y manoseaban en el asiento de atrás. Gustavo había estacionado en un lugar apartado, cubierto de vegetación y apagado todas las luces del auto. Aguardábamos asustados a que los hombres de pueblo se pudieran presentar. Yo me sentía angustiada, pensando en lo que podría haberle ocurrido a Maya. Gustavo tomaba de una botella de miche como si fuera agua. Auri y el de los ojos de perro se bajaron del auto rendidos ante un frenesí espantos
Nadie escuchó mis pasos. Nadie me oyó abrir la puerta de la habitación. Temblando un poco, observé a Adal vestido con pijama de short y franela, sentado en posición de loto sobre las alfombras donde rendía tributo a su deidad. Tenía los ojos cerrados y las palmas sobre las rodillas, sereno, como transportado a otra dimensión. Rezaba. El espacio estaba inundado por el resplandor del fuego que ardía en la chimenea. Caminé despacio hasta él y en seguida abrió los ojos y se sobresaltó.—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó bruscamente—. Te dije que hablaríamos mañana.—No he venido a hablar, Adal —dije con voz firme, una voz extraña que incluso no reconocía en mí. Él me miraba desde el suelo, algo desconcertado, intentando parecer valiente y no deslizar su mirada hacia el camis&o
Infierno, del latín inférnum o ínferus entendido como “en el interior, lo que está en el interior del suelo y más abajo del suelo”. Según muchas religiones es el lugar donde después de la muerte, son torturadas eternamente las almas de los pecadores. El cristianismo designó este espacio como el lugar de los muertos malvados o condenados. Se caracteriza por praderas de bruma y niebla donde ciertas almas vagan sin conciencia, ríos de fuego o lágrimas, sedes de todo tipo de monstruos infernales y un profundo abismo separado. También se encuentran en el Nuevo Testamento muchos otros nombres para el sufrimiento de los condenados: Infierno menor, abismo, lugar de los tormentos, alberca de fuego, estufa de fuego, fuego inextinguible, fuego eterno, oscuridad exterior, niebla o tormenta de oscuridad, destrucción, perdición, destrucción eterna, corrupción, mue
Adal se retiró y se sentó a mi lado, hundiendo la cabeza en los brazos que tenía apoyados en las piernas flexionadas. Yo me quedé tendida, cubriéndome con un cojín, curiosamente avergonzada, sintiendo como un fluido caliente brotaba de mí. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Todo parecía un sueño, un sueño que pronto se tornó tenebroso al percibir cierto aire de preocupación en él. Un sentimiento terrible se sobrepuso a mi felicidad, al amor que desbordaba de mi ser, que incluso quebrantado por su violencia al amar, lo hubiese adorado mil veces más.—¿Qué te ocurre, Adal? —pregunté tanteando el terreno, sentándome a su lado a la vez.—Esto está mal, Clarita, muy mal —musitó.—¿Por qué? ¿Es que acaso no te gustó? ¿Ya no me quieres?
Abrí los ojos y los recuerdos se vaciaron en mi mente como un balde de agua fría. Era cierto. Todo aquello había sucedido. Me había entregado a Adal y él me había amado y rechazado. Sus palabras picoteaban mi cabeza como látigos de rabia. Yo ya no sabía ni llorar y mis lágrimas eran lágrimas de un profundo dolor. Me calmé y me obligué a levantarme. Sentí un dolor muy vivo en la entrepierna y un horrible ardor en mi cueva desgarrada. Abatida y ansiosa, me volví al espejo a los pies de mi cama y la sola vista de mi rostro afligido e hinchado, me produjo tanta amargura como el espectáculo de mi cuerpo marcado y lastimado. Los morados en la carne de mis muslos, de mis senos y mi cuello eran la marca indeleble de su furia al amar. Intenté ocultarlas de inmediato usando un suéter ancho de color rojo y me solté el cabello, poniéndome una máscara de dul