En sus brazos

Santi comenzó a llorar desesperadamente, como si entendiera la gravedad de lo que estaba ocurriendo o, quizás, lo asustaron mis gritos o los truenos de la tormenta. Su llanto resonaba en la habitación, sumándose al caos que me rodeaba.

—¡Déjame ir! —Supliqué con voz temblorosa, sintiendo cómo mi corazón latía desbocado en mi pecho.

—¡Cállate, estúpida! —gruñó Raúl, su rostro deformado por la furia.

Intenté golpearlo, desesperada por liberarme, pero fue más rápido. Sujetó mis manos con fuerza y las torció detrás de mi espalda, inmovilizándome. Sus labios se pegaron a mi cuello, mientras sus manos asquerosas recorrían mis pechos sin ningún pudor. Sentí náuseas, un asco profundo que me revolvía el estómago.

—Está llorando —espeté, buscando distraerlo, aunque fuera solo un segundo.

—Que llore, no se va a morir —respondió con desdén—, pero hoy me quito las ganas —agregó, mientras comenzaba a besar mi ombligo y a bajar mi short con movimientos bruscos.

El sonido de su celular vibrando irrum
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