La vida en la mansión Brown, vista desde el exterior, parecía un cuento de hadas. Los jardines bien cuidados, la piscina olímpica, y los carros de lujo estacionados en el garaje daban la impresión de que todo era perfecto. Pero dentro de esas paredes, detrás de las cortinas de terciopelo, la realidad era muy diferente.
Me desperté temprano, como siempre, con el ruido de la alarma que Ricardo había insistido en poner a las cinco en punto de la mañana. Según él, era la hora perfecta para que una “buena esposa” se levantara y comenzara sus deberes. Me levanté de la cama con cuidado, tratando de no hacer ruido. Ricardo tenía el sueño ligero y sabía que cualquier movimiento brusco podía desencadenar su furia matutina. Mientras caminaba hacia el baño, miré mi reflejo en el espejo. La joven de ojos tristes que me devolvía la mirada parecía extraña. ¿Dónde había quedado aquella Aurora llena de vida y sueños? Me preguntaba mientras el agua tibia de la ducha trataba de borrar las marcas de la noche anterior. —¡Aurora!— La voz de Ricardo resonó por la casa. Siempre lograba que su tono fuera más frío que el mármol de la cocina. —Baja ahora mismo, necesito el desayuno. Me apresuré a vestirme y bajé las escaleras, esforzándome por parecer serena. Cuando llegué a la cocina, él ya estaba sentado, leyendo el periódico. Ni siquiera levantó la vista cuando entré. Preparé su desayuno en silencio, sabiendo que cualquier palabra fuera de lugar podía ser interpretada como un desafío. —El café está frío,— murmuró, sin mirarme. Sentí un nudo en el estómago. Sabía lo que venía. —¿Acaso no puedes hacer algo tan simple? —Lo siento, Ricardo. Voy a prepararlo de nuevo,— respondí, tratando de mantener la voz firme. Me acerqué a la cafetera y comencé de nuevo, sintiendo su mirada clavada en mi espalda. —Siempre tienes que arruinar todo, ¿verdad?— Sus palabras eran como dagas. —Te di todo lo que tienes, y así es como me lo agradeces, con incompetencia y descuido. Terminé de preparar el café y se lo llevé, con las manos temblorosas. Lo dejó caer a propósito, derramando el líquido caliente sobre la mesa y en el suelo. —Esto es lo que pienso de tu esfuerzo,— dijo, mirándome con desdén. Limpie el desastre mientras trataba de contener las lágrimas. No quería darle la satisfacción de verme llorar. Sabía que eso solo le daría más poder sobre mí. Pasé el resto de la mañana en silencio, haciendo mis tareas habituales. Lavé la ropa, ordené la casa, y me aseguré de que todo estuviera en perfecto estado antes de que Ricardo regresara del trabajo. A lo largo del día, me repetía una y otra vez que tenía que ser una buena esposa, que no podía dejar que su descontento me destruyera. Por la tarde, me encontré con la oportunidad de salir de la mansión. Ricardo tenía una reunión importante y estaría fuera hasta tarde. Aproveché la ocasión para visitar a mi amiga Ana. Necesitaba desahogarme, aunque sabía que tenía que ser cuidadosa con lo que decía. Ricardo tenía ojos y oídos en todas partes. Ana me recibió con una cálida sonrisa y un abrazo. —Aurora, me alegra verte. Pareces cansada,— dijo con preocupación en la voz. Nos sentamos en su pequeño pero acogedor salón y hablamos durante horas. Le conté parte de lo que estaba viviendo, sin entrar en muchos detalles. Ana siempre había sido una amiga leal y comprensiva, pero también sabía que no podía ponerla en peligro. —Debes hacer algo, Aurora,— dijo finalmente. —No puedes seguir viviendo así. Mereces ser feliz. Sus palabras resonaban en mi mente mientras regresaba a casa. ¿Era posible encontrar la felicidad? ¿Podría escapar de la jaula dorada en la que Ricardo me tenía atrapada? Esa noche, mientras me preparaba para dormir, escuché el sonido de la puerta principal. Ricardo había llegado. Me tensé, esperando lo peor. Entró en la habitación sin decir una palabra, pero la expresión en su rostro lo decía todo. Había bebido, y eso nunca era una buena señal. —Ven aquí,— ordenó, su voz cargada de amenaza. Obedecí, sabiendo que no tenía otra opción. Se acercó a mí y me tomó del brazo con fuerza, sus dedos clavándose en mi piel. —Eres una inútil, no eres más que un bonito adorno en este lugar que ni siquiera puedo llamar hogar, siempre que vuelvo aquí solo me produce asco Aurora. No sé por qué me casé contigo. Ricardo siempre había odiado a Aurora, no entendía como con tanto poder como el que tiene, tuvo la buena idea de hacer esa estupidez de caridad y casarse con esa estúpida mujer. Sus palabras eran crueles, pero lo que dolía más era la manera en la que las decía, con una frialdad que helaba mi corazón. Me empujó hacia la cama abofeteo mi mejilla y me dejó allí, temblando de miedo y dolor. —Recuérdalo bien,— dijo antes de salir de la habitación. —Eres mía, y nunca podrás escapar— Respondió Ricardo con una determinación y autoridad inquebrantable, nadie podía jugar con el, su autoridad era lo que lo hacía ser el hombre importante que era ahora. Esa noche, mientras yacía en la oscuridad, sentí que la esperanza de libertad se desvanecía lentamente. No sabía cómo lo haría, pero parecía imposible encontrar una manera de liberarme. La vida me había dado una prisión de lujo, y no tenía las fuerzas para escapar de ella. Todo lo que había soñado que sería mi matrimonio perfecto no era más que una burla en la que se había convertido mi vida, Ricardo tenía razón. No eras más que una pobre estúpida arrastrada, era la gran obra de caridad que había hecho Ricardo conmigo. Y así, con el corazón lleno de miedo y resignación, acepté que mi destino estaba sellado. Sabía que no sería fácil, pero me convencí de que no tenía más opciones. Aurora De Brown, por qué si, estube obligada a usar su apellido para hacerse notar y que nunca se me olvidará que el tenía total control sobre mi. Se rendía sin dar batalla.El sol apenas empezaba a asomarse en el horizonte, anunciando un nuevo día en la mansión Brown. Aurora se levantó con el mismo sentimiento de opresión que la había acompañado desde que se casó con Ricardo. Sabía que enfrentaba otra jornada llena de humillaciones y dolor, pero su espíritu se había doblegado tanto que la idea de rebelarse ni siquiera cruzaba su mente.Aurora se dirigió a la cocina para preparar el desayuno de Ricardo, asegurándose de que todo estuviera perfecto. Sabía que cualquier mínimo error podría desencadenar la ira de su esposo. Mientras trabajaba, podía sentir el peso de su propia desesperanza, como una losa que la oprimía.Ricardo bajó las escaleras con paso firme. Sin siquiera mirarla, se sentó a la mesa y desplegó el periódico. —¿Está listo el café?— preguntó, su tono cargado de impaciencia.—Sí, Ricardo, ya está,— respondió Aurora con voz temblorosa, colocando la taza frente a él.Tomó un sorbo y frunció el ceño. —Está demasiado caliente,— dijo, lanzándole un
Aurora despertó con el sonido agudo de la alarma que resonaba en su habitación. El sol aún no había salido, pero el nuevo día ya exigía su presencia. Se levantó de la cama con una sensación de resignación y tristeza, sabiendo que tenía que enfrentarse a otro día de humillaciones y control bajo la mirada vigilante de Ricardo. Mientras caminaba hacia la cocina para preparar el desayuno, los recuerdos de su vida antes de conocer a Ricardo comenzaron a invadir su mente. Había sido una joven llena de sueños y esperanzas, con un futuro brillante por delante. Pero todo eso se había desvanecido el día que decidió casarse con Ricardo, un hombre que al principio parecía ser el príncipe azul, pero que pronto reveló su verdadera naturaleza. Ricardo descendió las escaleras con el rostro sombrío. Sin siquiera mirarla, se sentó a la mesa y extendió la mano para recibir su café. Aurora, con las manos temblorosas, le sirvió la taza. —Buenos días, Ricardo,— dijo con voz suave. Él no respondió. En
Alexander Williams, coronel de las fuerzas especiales, caminaba por la base militar con paso firme y decidido. Era un hombre respetado y admirado por sus subordinados, conocido por su valentía y habilidades estratégicas. Sin embargo, detrás de esa fachada imponente, Alexander cargaba con el peso de recuerdos dolorosos y decisiones difíciles.Esa mañana, mientras revisaba los informes de su equipo, no podía evitar que su mente divagara hacia su pasado. Había crecido en un hogar lleno de amor y apoyo, pero su deseo de servir a su país lo había llevado a tomar decisiones que lo alejaron de su familia y amigos. Su vida estaba marcada por sacrificios y pérdidas, pero también por momentos de gloria y satisfacción.La misión en la que estaba trabajando actualmente era una de las más críticas de su carrera. Habían recibido informes sobre una operación de tráfico de armas que amenazaba la seguridad nacional, y Alexander había sido designado para liderar la operación encubierta que pondría fin
Alexander asintió, sintiendo la adrenalina, correr por sus venas. —Excelente trabajo, sargento. Necesitamos estar listos. Asegúrese de que el equipo esté preparado y que la vigilancia sea discreta. No podemos permitirnos cometer errores. —Sí, señor, — respondió Morales antes de retirarse. Mientras Alexander se preparaba para la operación, no podía dejar de pensar en la mujer que, según los rumores, vivía atrapada bajo el yugo de Ricardo. Sabía que había mucho en juego y que cada decisión que tomara podría tener consecuencias significativas. En la mansión Brown, Aurora seguía viviendo su vida de sumisión y miedo. Las palabras hirientes de Ricardo eran como dagas que perforaban su alma, dejándola con cicatrices invisibles. Esa tarde, mientras limpiaba el salón, escuchó el sonido de la puerta principal y supo que Ricardo había llegado. Se apresuró a terminar sus tareas, temiendo la reacción de su esposo. Ricardo entró en el salón con el ceño fruncido. —Aurora, ven aquí, — ordenó
Aurora se quedó inmóvil, con el corazón latiendo desbocado, mientras el hombre mantenía la pistola apuntada hacia ella. El salón se sumió en un silencio tenso, todos los ojos fijos en la escena que se desarrollaba. Ricardo se levantó lentamente de su asiento, con una expresión impenetrable en su rostro. —Tranquilo,— dijo Ricardo con una voz fría y calculadora. —Ella no es una amenaza. Solo es mi esposa, tratando de hacer su trabajo. El hombre con la pistola no bajó el arma, su mirada fija en Aurora. —Necesitamos estar seguros. No podemos permitir que nadie interfiera. Aurora sentía que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Respiró hondo y reunió todo el valor que tenía. —No sé nada de lo que están hablando. Solo estaba haciendo mi trabajo. Ricardo dio un paso adelante, manteniendo la calma. —Baja el arma. No queremos que esto se descontrole. Finalmente, el hombre cedió y bajó la pistola, pero no sin antes lanzar una mirada de advertencia a Aurora. —Más te vale que estés diciendo