Cuando decidí entrar a la guarida de las bestias, jamás creí que en el interior luciría así. Dentro de la oficina del dueño, había muchas mujeres en ropa interior de lencería, cuyos ojos maquillados se asomaban a través de un antifaz color rojo brillante.
Aparté la mirada cuando dos de ellas comenzaron a besarse apasionadamente sobre las piernas de un hombre en traje negro; el dueño del burdel. A pesar de que las luces eran bajas, la habitación y todas las cosas que pasaban dentro, eran muy claras y nítidas para mí. Podía ver todo lo que sucedía a mi alrededor, lo cual solo podría definir cómo: depravación.
—Una estudiante no debería estar aquí.
El tono de voz del hombre fue firme. No parecía importarle en lo más mínimo el hecho de que yo estuviera allí mientras tenía compañía e intimidad.
—Ya terminé mis estudios —le respondí sin atreverme a mirarlo.
—¿En verdad? —se oía a leguas que dudaba de mi palabra.
No lo pensé mucho. Saqué mi certificado y lo puse sobre la mesa entre ambos. El hombre le dio un breve vistazo, luego asintió.
—Ya veo... Eres una chica inteligente.
No reaccioné a su halago. No quería estar allí, solo quería volver a casa, junto a mi hermana.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Él ya sabía el porqué estaba ahí. Seguramente me había estado esperando.
—No he podido conseguir empleo. La dueña del departamento me ha echado a la calle porque no pude pagar la renta a tiempo.
Cerré las manos en puños, sintiendome impotente y llena de odio hacia ese sucio lugar.
—Y ustedes... ustedes no han dejado de acosarme, presionarme, amenazarme...
Lo había pensado por días, incluso después de ser humillada por la casera antes de mandarme a dormir a los parques. Había pensado mucho en ello e intenté resistir, pero no pude hacer mucho. Estaba acorralada.
—Tampoco puedo irme y empezar en otro lado, porque ustedes me vigilan y no me permiten alejarme.
—¿Quién nos pagará sí huyes, eh? —inquirió con rudeza—. Tu estúpida hermana huyó con una fuerte cantidad de dinero. Recuerda que esa deuda ahora es tuya, mocosa.
Eso ya me había quedado muy claro. También me había quedado claro que yo jamás podría reunir de golpe la cantidad que mi hermana había robado, y eso lo sabían muy bien mis deudores. Por eso estaba allí, ellos me habían ofrecido el denigrante empleo de prostituta; un trabajo que me haría ganar esa cantidad en pocos años.
—Les pagaré. Haré lo que pidan para ganar ese dinero.
Una de las mujeres sobre él clavó sus ojos en mí con evidente sorpresa al tiempo que el hombre arqueaba una ceja, analizándome de pies a cabeza. Ella era hermosa; tenía un cuerpo en forma de reloj de arena, muy similar al de mi hermana, y muy distinto al mio. ¿Realmente yo podría ocupar un lugar entre las atractivas filas de ese exclusivo burdel?
—Es verdad que eres linda, pero careces de curvas y pecho —declaro el dueño y yo me removí con incomodidad.
Pensabamos lo mismo acerca de mi apariencia poco madura. Yo no era cómo el resto de sus voluptuosas empleadas.
—Aunque, no es del todo malo, a muchos hombres les gusta la apariencia frágil de chicas cómo tú. Les gusta la sensación de que, al ser tan delicadas y pequeñas, pueden quebrarse durante el sexo.
Trague saliva, algo asustada. Yo nunca había estado con nadie, nunca había rebasado la línea entre besos y manoseos. Lo más lejos que había llegado era a desagradables besos húmedos con un compañero de secundaria. Y ni hablar del sexo.
El dueño pareció ver mi inquietud, ya que inquirió con curiosidad:
—¿Tienes experiencia? Aquí debes saber lo qué haces, pero sí no la tienes, hay muchos hombres que...
Mentí. No quería vender mi virginidad a ningún depravado.
—La tengo. Pero antes de aceptar, también tengo una condición.
Su mirada se volvió mucho más aguda.
—¿Condiciones?
—A ambas partes nos conviene que liquide esa deuda pronto, por eso estoy aquí, ¿verdad?
No respondió. Y yo seguí antes de perder mi escaso valor.
—Y sí me niego a hacer esto, seguramente ustedes tendrán que esperar algunos años para que yo pague, ¿verdad?
Las dos mujeres dejaron de manosear a su jefe para mirarme con detenimiento. Los glamurosos ojos tras los antifaces expresaban su perplejidad. Seguro creían que había enloquecido, y tal vez fuera cierto. Tal vez la desesperación me había desconectado los cables.
—¿Cuál es tu punto? —escupió el hombre con irritación.
Solicitarle algo así al dueño de un burdel podría parecer una excentricidad, pero yo no podía aceptar menos.
—Quiero que se respete mi decisión de no tener sexo hasta que yo lo decida —le solté atropelladamente—. No quiero acostarme con nadie hasta que esté lista.
Posteriormente, hubo un estallido de risas descontroladas.
—¿Qué clase de absurda tontería es esa? —inquirió el hombre cuando terminó de burlarse.
Agaché la cabeza para no ver cómo una de las mujeres le bajaba el cierre del pantalón. Necesitaba salir de allí cuanto antes.
—Hasta ahora yo no soy cómo mi hermana, yo no soy una prostituta. Pero sé que, por un tiempo, mientras saldo la deuda que ella dejó con ustedes, debo convertirme en una. Así que... así que al menos espero que me permitan acoplarme primero.
Hubo otra ronda de sonoras carcajadas, sin embargo, cuando cesaron, mi condición fue aceptada, aunque a regañadientes.
—Tendrás una semana para acoplarte, no más.
Apenas terminó de decirlo me puse en pie, lista para marcharme.
—Espera, Lizbeth.
Hice lo que me pidió, pero mantuve la cabeza gacha, no quería ver lo qué pasaba en la habitación. Escuchaba sonidos de succión y descarados besuqueos, además de risitas divertidas.
—Pareces una chica dócil, bastante amable, pero no está de más advertirte.
Mientras él hablaba, los vellos de mis brazos se erizaban a causa del miedo. Más que una advertencia, parecía estar amenazándome.
—Sí se te ocurre ir en contra de un cliente o negarte a sus deseos, serás despedida de inmediato y tendrás que pagarnos en ese mismo momento, ¿entendido?
Temblé ligeramente.
—¿A qué se refiere con “negarme”? —quise saber, acallando mis fuertes inquietudes.
—Seguramente pronto lo descubrirás.
¿Por qué no puedo saberlo ahora? Me pregunté.
—Si, lo entiendo.
Posteriormente, salí de allí a toda prisa, apenas mirando por donde caminaba. Por todos lados había parejas besándose, tocándose, y muchos yendo más allá. Tendría una semana para aceptar que ya no había otro camino para mí, para hacerme la idea de que mi destino estaba decidido por una deuda.
Después... después tendría que entrar a una de esas muchas habitaciones al lado de un completo desconocido. Y permitirle hacer conmigo lo que siempre había imaginado cómo una primera experiencia especial, con alguién que me amará y me amará.
La semana de acoplamiento trascurrió sin novedades, sin altibajos... excepto porqué, no pude acoplarme. Intenté con todas mis fuerzas prestar atención a la escasa ropa provocadora que lucían las mujeres allí, pero lo máximo que usaban era trasparente ropa interior de lencería. También intenté acostumbrarme al ambiente y a la cercanía de los hombres, pero bastaba que entraran en mi espacio personal para que yo saliera corriendo del lugar con el corazón desbocado. Llegado el domingo, una chica fue a mi departamento y me sacó de la cama a base de empujones, para después hacerme subir a una camioneta blindada. Ni tiempo me había dado de cambiarme el pijama por ropa de calle. —¿Qué...? ¿A dónde vamos? Ella me lanzó una mirada despectiva y sin dejar de morderse la uña del dedo pulgar, respondió: —¿A dónde crees? Te llevo al burdel donde te estrenaras. Al instante mi rostro se tiñó de rojo. —¿Estrenarme? Yo... yo aún no me mentalizó... —¿Mentalizarte? —se burló—. Solo haz lo que él t
Me abrazaba a mí misma con fuerza mientras él me observaba, esperando pacientemente mi respuesta. Quería desviar la vista, pero me era imposible. El hombre era sumamente atractivo, su aspecto era lo que menos había esperado de los clientes de un burdel; era alto y parecía fuerte, bastante fiero; sus hombros eran anchos, cómo un triángulo invertido; además, tenía una seria y penetrante mirada color ámbar sobre unas cejas rectas, y un cabello intensamente negro cómo la misma noche. Sin duda, todo en su apariencia gritaba peligro. No hacía falta preguntar nada para saber que se trataba de un mafioso, y uno bastante peligroso. —¿Acaso eres muda? Habla de una vez. Su tono, ahora duro y exigente, me sobresaltó un poco. Y no solo a mí, las chicas con él dejaron de acariciarlo y se alejaron un poco; un tanto inquietas. Desde el regazo del hombre, Liliana me miró y me hizo un gesto ansioso. Pero antes de que yo siquiera reuniera el valor para decir algo, él habló de nuevo: —No recuerdo ha
—¿Sabes cómo hacerlo? —preguntó al ver cómo, asustada, miraba su miembro irguiéndose a pocos centímetros de mi rostro. Negué enrojeciendo aún más de lo que ya estaba. Él suspiró con exasperación. —Sí que eres toda una novedad, no tienes ninguna clase de experiencia, pero igualmente estás aquí. Sin duda, hoy ha sido un día lleno de sorpresas. Me quedé callada, había perdido la capacidad del habla. —Primero, escupe en tu mano. Separé la vista de su miembro para poder alzar la cabeza y mirarlo con confusión. Él rodó los ojos. —Olvídalo, chúpalo de una vez. Mi expresión no cambió en absoluto. Pero la suya, sí, hora me miraba incrédulo y hasta un poco enfadado. —Debo decir que has despertado más que mi interés —comentó inclinándose para poder acariciar mis húmedos labios con las yemas de los dedos—. Me pregunto qué hace una chica tan inocente cómo tú en un lugar cómo este. Alentada por su modulado tono suave, abrí la boca para preguntarle sobre mi hermana. No obstante, él
El impacto de su palma abierta contra mi mejilla me hizo trastabillar y caer al suelo, sobre la alfombra. Lágrimas de dolor llenaron mis ojos, pero no las derramé. Ni siquiera proferí ningún sonido ni llanto. —¡¿Y te atreves a renunciar?! Asentí con la vista en el suelo. —¡¿Y cómo nos pagarás?! ¡Te lo advertí! ¡Te dije que sí te negabas a las órdenes del cliente, yo mismo te echaría a la calle y tendrías que pagarnos al momento! Sus pies comenzaron a aproximarse a mí, me encogí de miedo. Afortunadamente Liliana se interpuso entre ambos. —Señor, no puede golpearla. Va contra las reglas del burdel. El dueño de Odisea se echó a reír. —¿Reglas? Tú sabes bien quién era el cliente, y aun así te atreviste a dejarlo con esta chiquilla inexperta. —Lo hice porque esa fue su orden, el señor Daniels nos ordenó a todas salir para quedarse a solas con ella. Hubo un momento de silencio. Posteriormente el dueño exhalo pesadamente antes de hablarme con más calma. —Tú, dime qué sucedió en la
Realmente la suerte me había dado la espalda desde el nacimiento. De otra forma, ¿cómo se podría justificar todo lo que me estaba pasando? ¿El destino estaba tan empeñado en verme sufrir, por eso llevaba mi vida al límite? Solo había transcurrido media semana desde su última visita. Liliana me había asegurado que, de volver al burdel, sería hasta un mes después. —¿Piensas quedarte de pie en ese rincón todo el día? —me soltó con fastidio. Sacudí la cabeza y me aferré al listón de la dorada bata. Esta vez la habitación era diferente, parecía una recamará normal: había una gran cama matrimonial en el centro, e incluso un par de sillones muy comunes. Y el señor Daniels estaba sentado sobre uno de ellos, bebiendo tranquilamente un vaso de whisky y mirándome atentamente; sí, sin duda era un hombre guapo, pero también más peligroso de lo que hubiese imaginado. Ese día no traía traje, vestía un conjunto de deportiva ropa negra bastante sencilla y práctica. Parecía que, tal cual había dich
Lagrimas llenaron mis ojos. Mis dedos se aferraron a las sábanas. Mi corazón brincaba frenético dentro de mi pecho. Cerré los labios fuertemente para no gemir, de dolor. Ya no sentía el placer qué había sentido cuando jugaba con sus dedos, ahora solo sentía escozor y el tirante dolor al ser invadida por algo mucho más grande. —Mi ... señor... —Aguanta un poco —masculló entre dientes, empujando más profundo. Pero yo no podía aguantar más, solo quería que se detuviera. Ya no lo deseaba. —Oh, por favor... —sollocé tensando las piernas. Sentía que me estaba partiendo por la mitad—. Duele... No me respondió, sino que maldijo por lo bajo y de una sola arremetida se introdujo hasta el fondo, hasta que su piel golpeó la mía. Yo grité e intenté alejarme, propinándole manotazos y agitando las piernas frenéticamente. —¡Basta ya! —me ordenó, tomando mis muñecas y elevándolas sobre mi cabeza. Con los ojos llenos de lágrimas busqué su mirada. La encontré fría. —Mi señor, le ruego que... D
Me abracé a las sábanas y suspiré profundamente, medio adormilada. Casi no me importaba estar desnuda al lado de un mafioso. La cama era tan suave y cómoda, muy diferente a mi desgastado colchón en casa. Cuando el señor Daniels se marchará, yo me quedaría un poco más y dormiría una larga siesta. —¿Cuántos años tienes? Fruncí el ceño, extrañada por su pregunta. —18 años —dije con un bostezo. Me sentía tan agotada y algo adolorida. —¿Eres estudiante? Negué una vez. Mis parpados comenzaron a cerrarse. —Ya no... Aunque, me gustaría ir a la universidad... —¿Por qué? Esbocé una pequeña sonrisa, a punto de perder la conciencia. —Yo, solo quiero probarles que puedo ser alguien distinta a mi hermana. Lo oí exhalar pesadamente. ¿Cuándo se iría? —Supongo que realmente eres Lizbeth, la hermana de Katerin. Asentí. —Si, somos hermanas... Me detuve en seco al darme cuenta de todo, y abriendo los ojos desmesuradamente, me alcé sobre los codos para poder mirarlo. Él permaneció sereno, es
Despedirme de Liliana fue difícil, a pesar de poco tiempo que convivimos. Pero salir de allí después de dos semanas respirando ese pesado aire del interior, fue verdaderamente liberador. El señor Daniels no me permitió llevarme nada conmigo, excepto la ropa que en ese momento traía puesta. Tampoco dijo nada mientras cruzábamos las calles de la ciudad en un auto Rolls Royce color plata. Había visto esos caros autos en documentales, donde hablaban de sus excesivos precios y únicos diseños. Yo tampoco le dije nada, me limité a hundirme en el asiento y mirar por las ventanas polarizadas. Me mantuve casquivana y silenciosa... Hasta que entramos en una zona residencial exclusiva, donde todas las casas eran enormes y tal cómo Odisea, de un costoso diseño industrial. En las entradas los autos deportivos se acumulaban en dos o más, cómo sí uno solo fuera poca cosa. —Mi señor... —No puedes llamarme así —me reprendió—. Llámame Demián, solo puedes llamarme “mi señor” en la intimidad o cuan