En el estudio, Alejandro se sentía tan irritado que sacó un cigarrillo dispuesto a encenderlo, pero se detuvo. «Luciana está embarazada. Detesta el olor del tabaco y me prohibió fumar adentro.»Bufó con frustración y arrojó el cigarro a un lado sin encenderlo. Justo entonces, su teléfono sonó. Era Sergio.—¿Qué pasa? —respondió, con voz áspera.—Primo… —Sergio titubeó un poco, como conteniendo la emoción—. No sé si debería contarte esto.—¿Ah? —Él comenzaba a impacientarse—. Si lo ibas a soltar, suéltalo de una vez. ¿Para qué llamas si te vas a quedar callado?—Está bien —respondió Sergio, tragando saliva antes de continuar—. ¿Recuerdas la mariposa… el broche para el cabello?Alejandro entrecerró los ojos, jugueteando con su encendedor. De pronto, se irguió en la silla.—¿Te refieres al broche de mariposa?—Sí —confirmó Sergio.Aquel pasador de mariposa que Alejandro había comprado en una subasta años atrás, con la intención de regalárselo a “Mariposita”, la chica de su infancia. Desde
Entendía perfectamente de qué iba todo esto. Aun así, le pidió a Amy:—No te preocupes, hablaré con él.—Entonces iré a la cocina a preparar lo demás —respondió Amy, aliviada.—Gracias —contestó Luciana.Con paso decidido, se dirigió a la puerta del estudio y llamó con suavidad.—Está abierto —se escuchó desde el interior, con un tono áspero y cargado de enojo.Luciana tomó aire antes de entrar. Encontró a Alejandro reclinado en su gran silla ejecutiva, con las piernas apoyadas en el escritorio y la vista fija en la pantalla de la computadora. Para no molestarlo en caso de que fuera trabajo, se quedó a una distancia prudente.—¿Sigues ocupado? Ya es hora de cenar —le dijo.Alejandro no apartó la mirada de la pantalla, y su respuesta fue cortante:—No voy a comer.—¿Por qué no? —Luciana enarcó una ceja. Esto es ridículo, pensó, ¿en serio va a dejar de comer solo para seguir con su berrinche?—No hagas pucheros infantiles. Vamos, vamos a cenar.La reacción de Alejandro fue levantar la vi
Reflexionó un instante y dejó la cuchara en el plato.—Amy, por favor, ten la cena lista. Voy a intentar hablar otra vez con él, aunque no prometo nada.—¡Por supuesto que funcionará! —La mirada de Amy se iluminó—. Estoy segura de que el señor está esperando que lo convenzas.Tras dar el último sorbo de sopa, Luciana subió las escaleras. Al igual que antes, llamó a la puerta.—¡Lárgate! —gritó una voz masculina desde dentro, aún más alterada que antes.Ella vaciló unos segundos, pero decidió entrar. Lo primero que vio la dejó impactada: el estudio estaba hecho un desastre, como si hubiera pasado un huracán. Vaya escena, pensó con el corazón acelerado.En un rincón del sofá estaba Alejandro, sosteniendo un cigarrillo sin encender entre los dedos de la mano izquierda y un encendedor en la derecha, abriendo y cerrando la tapa como si dudara dar la primera calada. Luciana recordó que él nunca fumaba delante de ella, sobre todo por su embarazo. Esa consideración hizo que el enojo que sentía
Casi por inercia, Luciana se dejó llevar. Sus dedos se enredaron en el cabello de él, respondiendo a ese contacto cada vez más profundo. Pero aún tenía un poco de sentido común:—Oye… ¿y no tenías hambre? ¿No comemos primero?—Sí… —admitió Alejandro, consciente de que, si seguían así, perdería el control. En un movimiento fluido, se puso de pie sin soltarla—. Vamos.Salieron del estudio de esa manera, y Amy, que había subido para ver si las cosas seguían tensas, los vio aparecer en la puerta. Se quedó boquiabierta.—Señor, señora… la cena ya está servida. —Trató de contener la risa.Luciana sentía la cara ardiendo de pura vergüenza y empezó a forcejear un poco, queriendo bajar. Pero Alejandro, totalmente impasible, le dedicó una sonrisa a Amy:—Gracias. Apreciamos tu esfuerzo.Sin soltar a Luciana ni un instante, la bajó por las escaleras. Ella, con el rostro completamente sonrojado, trataba de zafarse dándole ligeros golpes en el hombro.—Deja de avergonzarte. Somos marido y mujer, ¿n
Al final, por miedo a perder su propia reputación ante Alejandro, había preferido dar media vuelta y salir huyendo, en lugar de priorizar la vida de su padre.«¿Cómo puede tener la desfachatez de hablar de “corazón”?» pensó Luciana, sacudiendo la cabeza mientras contenía una sonrisa de incredulidad.Si Luciana sentía que no tenía obligación alguna de salvar a Ricardo, «¿qué decir de Mónica, que sí debía hacerlo por ser su hija?»Mientras tanto, afuera del consultorio, Mónica paseó la mirada por el pasillo hasta divisar a Simón en un rincón poco llamativo. Ese hallazgo le provocó un respingo. «Así que Alejandro le ha asignado un escolta a Luciana… ¿Tanto le importa? Pensó con amargura. A mí nunca me protegió de esa forma…»***Aquel día fue especialmente ajetreado para Luciana, quien no terminó su última consulta sino hasta pasadas las seis y media. De todos modos, había quedado en verse con Alejandro a las siete en la parte trasera de la Universidad CM, así que llevaba tiempo de sobra.
—¿Qué pasa? —preguntó Luciana, intrigada.—Mi encendedor, el que uso siempre —explicó con gesto preocupado—. Lo tenía cuando salí de la empresa y… ahora no aparece.—¿Estás seguro de que no lo dejaste en casa? —recordó Luciana que la noche anterior lo había visto en el estudio.—No, lo usé antes de venir —respondió, frunciendo el ceño. Era evidente que sentía apego por ese encendedor—. Fue un regalo de cumpleaños de mi abuelo.Ante esa confesión, Luciana comprendió por qué le preocupaba tanto.—Tal vez se quedó en el auto. —Guardó de nuevo las tartaletas—. Vamos a buscar.—Sí, vamos.Subieron al coche y revisaron a detalle, pero el encendedor no apareció por ningún lado. Alejandro suspiró y, sujetándola del brazo, la invitó a detener la búsqueda.—Déjalo así; al parecer, lo perdí.Luciana no supo cómo consolarlo y se quedó en silencio.—¿Y esa cara? —comentó él, mirándola con un deje de humor. Luego abrió la caja de tartaletas—. Anda, no dejes de comer por mi culpa. Si se enfrían, ya n
Pero la verdadera duda era el regalo.«¿Qué se le puede obsequiar a Alejandro?» Él tenía de todo. Autos, relojes de marca… además de que costaban una fortuna que Luciana no podía pagar.Aunque él le había dado una tarjeta adicional después de casarse, no se sentía cómoda usando su dinero para comprarle un regalo.De pronto, recordó el encendedor que él había perdido recientemente—un regalo con un profundo valor sentimental, proveniente de Miguel. «¿Tiene caso sustituirlo con uno nuevo?» «¿Y si no es lo suficientemente especial?» No quería que pareciera que un objeto cualquiera podía reemplazar el valor emocional de aquél.Dándole vueltas al asunto, decidió pedirle ayuda a Martina, de modo que la invitó a almorzar para hablar del tema.—Yo invito hoy, Marti. Necesito pedirte un favor —dijo Luciana, viendo que su amiga sacaba la tarjeta para pagar.—¿Ah, sí? —sonrió Martina con curiosidad—. Bueno, entonces no me pongo difícil; tú pagas.Ya con sus bandejas sobre la mesa, Martina preguntó
La pausa fue larga; luego Alejandro soltó una risa entre incrédula y divertida.—¿Me estás pasando lista? ¿Tienes miedo de que ande en malos pasos? Deja de imaginar cosas. Claro que volveré, ¿dónde más?Ahora que estaba casado, pasar la noche fuera no se le hacía buena idea. Por más tarde que saliera del trabajo, lo apropiado era llegar con su esposa.Luciana se sintió algo incómoda.—Entonces… hasta luego.—Sí. Buenas noches.Cortó la llamada, quedándose pensativa. «No es que no confíe en él, razonó, solo que algo en mi interior me dice que puede pasar algo…» Tal vez eran simples presentimientos de una mujer embarazada; ojalá fuera solo eso. ***Calle Piedras NegrasUn Bentley negro se detuvo en la entrada de una callejuela del casco antiguo, donde la vía se volvía tan angosta que el auto ya no podía avanzar más.Sergio bajó del vehículo y sostuvo la puerta.—Primo, estamos cerca. Solo hay que caminar un par de cuadras.Alejandro asintió y lo siguió. Días atrás, le había encargado a