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CAPÍTULO I: CAFÉ MEDIO AGRÍO

     La nube de las tinieblas cubría el caserío aquella mañana de abril en el que la desesperanza, la desilusión y la tristeza abundaba. El frío empezaba a envolver el cuerpo esquelético desnudo que estaba parado al frente de la ducha. Esa mañana, como casi todas las demás, el agua que recorría las tuberías estaba tan helada que podía sentirse hielo transitar por la piel pálida del participante insípido, el cual ahora se veía medio húmedo en el espejo empañado.

Después de esos treinta segundos de baño contempló su piel blanca, misma que tenía tonalidades amarillas. Examinando su retrato se lava los dientes mientras piensa si es necesaria su presencia en los cimientos laborales. Al pasar el hilo dental por sus perlas blancas se cuestiona la necesidad de ir a trabajar. Enjuaga su boca para luego acomodar su despeinada cabellera con las ñemas de sus dedos. Aquel cabello castaño, medio rojizo, brillaba con la luz del bombillo fluorescente que bailaba en el cable que se desprendía del tomacorriente.

Última pasada de la toalla sobre el cuerpo mojado, y aunque vivía solo, salió de la habitación del excusado rodeando su cadera con el paño grisáceo.

Tumbó su cuerpo encorvado sobre la cama desordenada. Se sentó sobre la cobija que tenía el mismo tono del tejido que cubría su cadera. Inclinó su cabeza para sostenerla con sus manos. Los codos reposaban sobre las rodillas.

Luego de cinco minutos, que parecían eternos, se levantó de la cama; se recostó sobre la puerta de su clóset para escoger la ropa que llevaría ese día. Se dio cuenta que no tenía pantalones limpios. Recogió un par del piso, los negros que no podía quitarse y que siempre terminaba tiñéndolos en la cocina para que no perdieran su tono oscuro. Un cuarto que tenía la mitad en orden, pero la otra obtenía la sensación del after de un tsunami.

Tras ponerse la ropa interior, posteriormente el jean, buscó una camisa. Eligió la blanca de mangas cortas que tenía rayas negras en forma vertical. Al verse vestido, bajó la mirada a la parte inferior de su closet para buscar un par de zapatos. No obstante, se puso los que estaban debajo de su cama. Los de siempre. Botines de gamuza de color beige que le cubrían los tobillos, sin medias, porque era un accesorio innecesario. Recogió de su mesita de noche una pulsera de pepas negras y se la puso sobre su muñeca, así como rodeó sobre su cuello el collar con un dije de cámara fotográfica de antaño.

Salió del cuarto para encontrarse con la sala de estar. Vivía en una casa pequeña, perteneciente a un dúplex. Varias casas se juntaban en el sector. Un suburbio de aproximadamente seis pares de edificaciones que tenían cuatro pequeñas casa tipo apartamento de estudio que estaban pegados, dos plantas bajas y sus primeros pisos correspondientes, pero todos independientes. Él vivía en la planta baja de uno, el que pertenecía a la hilera C número 08.

Su casa, a pesar de ser pequeña se veía amplía por la escases de muebles en todo el recinto. Estaba pintada de blanco. La sala de estar daba con la cocina y en frente a la barra de madera que separaba ambas piezas estaba su cuarto, la única habitación, que en el interior tenía la sala sanitaria.

Caminó hasta la cocina, sacó del gabinete superior un envase que tenía café molido adentro y con una cucharilla lo echó en su cafetera, la cual lo convertía en líquido negro y viscoso en cinco minutos.

Mientras esperaba que estuviera listo el café, agarró su computadora portátil que estaba encima de la barra para introducirla en su morral de cuero negro. Junto a su aparato metió su cuaderno de notas. La máquina indicó con un sonido que la bebida estaba lista. Bajó del estante superior izquierdo una taza que tenía estampada la frase "You will be late".

Se sirvió el café en la taza, perteneciente a su colección de tazas, para después sacar del gabinete inferior un paquete de panes sándwich. Lo puso en la barra, sacó del refrigerador el queso en crema y se percató de agarrar un cuchillo para untar sus panes. Siguió en la sintonía de disponer de rubros y sacó medio limón que reposaba sobre la repisa de la puerta del aparato eléctrico. Se sentó al frente de la barra donde podía contemplar la cocina, pero le daba la espalda a la sala de estar, tanto como a la entrada de su cuarto.

Tras degustar su trío de trigo y su café combinado con medio limón exprimido, se levantó. Lavó su taza, al mismo tiempo que el cuchillo; los dejó en la encimera y caminó hacia su habitación para entrar en el baño. Lavó sus manos, su cara y enjuagó su boca. Roció perfume sobre sus muñecas, además del cuello y encima de su camisa.

Salió de su habitación, recogió su chaqueta de cuero que estaba sobre el sofá hecho del mismo material y se la puso. Encimó su morral. Agarró su gorro tejido y las llaves. Frente al espejo que estaba sobre esa mesa pequeña, donde estaban sus cosa, se revisó por última vez asegurándose de tenerlo todo, así que al estar convencido emergió rumbo a su labor.

Cerró la puerta de madera, seguidamente empujó la reja y se aseguró de pasarle llave a la cerradura.

De momento empezó a caminar por el complejo, llevaba su celular en manos adjunto a sus audífonos cableados, puso Anxiety de Julia Michael featuring Selena Gomez en el reproductor musical para así recorrer el sector en medio de la neblina.

Dejó atrás la calle tan desolada como oscura. Brotó de la urbanización, para así sentarse en la parada de autobuses que estaba un tanto repleta por estudiantes de bachillerato que esperaban su transporte. Se sentó en la banca en la que se hallaba una anciana cabizbaja con un bastón. Miró el reloj del Smartphone, se dio cuenta que el bus llevaba atrasado cinco minutos.

En su mente solo un pensamiento estaba presente: —¡Debo comprarme un carro! —idea que se paseó por un rato en aquellas reflexiones que vacilaba la preocupación.

Pasados tres minutos la encava se posa al frente de los transeúntes, esperando que descienda uno de los pasajeros el cuerpo esquelético que vestía una chaqueta de cuero se para en el marco de la entrada. Al mismo tiempo que la pasajera desciende él se arregla su cabello ondulado, lo cubre con su gorro y se monta en el transporte.

—¿Los olivos? —pregunta para asegurarse que tomó el automóvil correcto.

—Sí —responde el chófer con el ceño fruncido, él tenía la cara renegrida y un bigote tan largo que le cubría el labio superior.

Al recibir este trato hostil por parte del trabajador, levanta la ceja y camina hacia el final de pasillo para agarrarse del pasamano. Se reclina sobre el poste plateado, con la mano izquierda se sujeta del objeto volátil y con la derecha manipula su celular. Cuando su vista se fija en la pantalla de un aparato móvil le llega la notificación de un mensaje, una de sus colegas le escribe:

—¿Vas a venir?

Iba quince minutos tarde a su trabajo, y como solo le quedaban diez de camino decidió no responder al texto. Esto era porque siempre había sido recurrente de que llegara media hora tarde. Pensó "si me necesitan tan urgente voy llegando".

Después de los diez minutos el autobús paró en el destino de este joven donde descendió, en la parada que quedaba cerca del centro comercial donde estaba ubicada la empresa para la que trabajaba. Una pequeña compañía de asesoría de publicidad y mercadeo en la que él era el jefe de redacción y ortografía.

Al pasar el umbral de la gran puerta que adornaba la fachada del centro comercial le llega otro mensaje de su compañera de trabajo, en el texto esta vez le pedía de favor que le retirara unas fotografías que debía m****r urgente con el mensajero. Fotos que se habían mandado a imprimir en el estudio fotográfico cercano a su trabajo.

Sus ojos se voltearon y quedaron en blanco al ver la solicitud de la su compañera, se dijo en voz alta:

—Esta cree que soy su asistente —y con un "Ok" respondió el mensaje.

Camino a la empresa hizo su primera parada en el estudio, no había nadie en el mostrador y como era de costumbre llamó a Marianna. Ella salió. Tenía el cabello recogido en una cola, su camisa vinotinto tenía el logotipo de la empresa de fotos y diseño, un delantal negro rodeando su cintura mientras que guardaba un sándwich en un envase plástico.

—A la orden —dijo ella sonriente, al momento que se limpiaba las virusas de su cara.

—Hola. Marianna, me mandó Anastasia a buscar unas fotos que te dejó imprimiendo.

—Sí claro, ya están listas. Lo que pasa es que ella no quiso esperar.

—Creo que supone que soy su asistente.

—De seguro —respondió Marianna mientras reía.

Se puso de espalda para buscar en los gabinetes el encargo, mientras al buró llegaba otro muchacho, pero este era de tez oscura, labios prominentes y cabello liso despeinado. Llevaba una chemise roja que tenía la insignia del restaurante de comida china del centro comercial. En sus manos llevaba un par de galletas.

Hey bitch! —le gritó el joven desconocido a Marianna.

Al percatarse de la nueva visita, viéndose involucrada en aquella situación incómoda por estar atendiendo un cliente le miró fijamente a su amigo y le saludó con una sonrisa avergonzada. Al momento de entregar el sobre manila a su cliente, ella miró a su amigo para decirle:

Hey! —dijo, luego de una pausa continuó—. Estoy atendiendo al muchacho. Déjame atenderlo para ir contigo.

—Está bien, amor —respondió el joven.

Marianna esperó las observaciones del cliente, pues este en medio de aquel momento solo se dedicó a hojear las imágenes sin tener idea alguna que fueran las correctas.

Después de repasar una y otra vez se dirigió hacia la joven para decirle —¿Tengo que pagarte algo?

—No —respondió ella—. Eso ya lo pagó Anastasia.

Y la conversación se vio interrumpida por el nuevo acompañante, llamado Adén. Quien estaba ofreciéndole las galletas (de la suerte) a la joven muchacha del delantal negro.

—Te traje la galleta del día... Y como te traje dos le puedes dar una al caballero.

El gentil muchacho, ahora caballero, se dirigió hacía el joven y le dijo:

—Muchas gracias, pero debo negarme a ese placer porque no creo en las galletas de la suerte. A pesar de que me encantan las galletas, no creo en esas.

Adén echó su cabeza hacia atrás y lo miró incrédulo, ya que nunca había escuchado que alguien no creyera en algo que adoraba.

—No me mires así —refutó el cliente de Marianna—. Puede que te ofenda, pero es la verdad.

—Quizás es porque no has probado las mías —respondió Adén.

—Puede ser.

—Por lo tanto, tienes que llevarte esta —dijo convencido.

—Claro, llévatela —interrumpió Marianna.

—No gracias, no acepto caridad.

—¿Entonces qué? ¿Tienes que verme cocinándolas? —repuso Adén.

—Tampoco te emociones —expresó mientras metía el sobre de las fotos en su bolsa.

Marianna carraspeó.

—Por cierto, aunque no me guste la creencia de tus galletas, te las puedo aceptar si la acompañas de un café medio agrío. Y además de ser un caballero, me llamo Theo —susurró mientras sonreía y se alejaba del stand.

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