El viento helado de aquella noche, le calaba en lo profundo de los huesos, tal y como era cuando tenía que dormir en aquel húmedo y demasiado frío establo en medio de los caballos. Sus pasos eran lentos, tan lentos que sentía que aquel camino no terminaba jamás. La nieve le lastimaba los pies descalzos, y su cuerpo dolía tanto que sentía que en cualquier momento iba a desfallecer.Los lamentables y tristes aullidos de los lobos penetraban en sus oídos, causándole aquella terrible ansiedad que la estaba embargando. ¿En donde estaba? ¿Qué era aquel desolado paramo nevado?—¡Janus! ¿En dónde estás? —Artemisa llamaba desesperada a su lobo, al que ella había elegido para ser su compañero de vida…aquel del que ella deseaba enamorarse, y de nadie más.—¿A quien estás buscando mi niña? —Aquella mujer idéntica a ella, a miraba con un halo de profunda tristeza desde aquellos ojos celestes que parecían a punto de derramar lágrimas.—¿Quién eres tú? Cuestiono Artemisa en aquel desolado paramo n
El viento soplaba helado aquella fría mañana de noviembre. Las hojas habían caído completamente de los árboles y desde el suelo se alzaban todas en una peculiar danza invernal que hacía volar la imaginación de aquellos que permanecían atentos. El peculiar olor del invierno se hacia presente en aquellas castañas asadas al fuego que igualmente se remolineaba en un agitado baile que invitaba a la reflexión. Belmont Fortier miraba a Ceres Gultresa quien charlaba amenamente al otro lado de la fogata que habían hecho para entrar en calor y tener una amable convivencia antes de lo que sea que se avecinara, llegara irremediablemente ante ellos. Sus ojos azules se perdían en la sonrisa de aquella mujer de quien estaba eternamente enamorado, con la certeza de que sus radiantes sonrisas, eran todas dirigidas hacia Auguste Dupont, su esposo, su Alfa, su compañero. Ah, el destino había sido demasiado cruel; la había conocido e irremediablemente se había enamorado, o, mejor dicho, la había amado d
La luz del sol brillaba en lo alto, y todo parecía estar en aparente calma. Las lejanas tierras de los Dupont, siempre habían sido seguras en sus fronteras, manteniendo a sus dueños completamente a salvo en su interior. Sin embargo, en aquellos oscuros días, ya nadie podía estar a salvo.Marcus Badra miraba a las personas que iban en su trajín diario, dándose cuenta de que no únicamente había lobos en las tierras de August y Ceres Dupont, si no, tambien hábiles ex cazadores de sobrenaturales que vigilaban cada rincón de la enorme mansión que en su interior alojaba el preciado tesoro que el deseaba alcanzar para si mismo. Había sido un completo estúpido, nada más que un reverendo imbécil al no escuchar los deseos de su padre para tomar a Artemisa como su Luna. Aquella sangre que corría por las venas de esa hermosa loba albina, era la del linaje más puro y sagrado que existía; los únicos lobos que eran descendientes directos de dioses. Con un poder como ese en sus herederos, su manada s
Bajo la luz de la luna las sombras se disipan, revelando verdades ocultas y destinos inciertos.Bajo la luz de la luna, aquellos instintos salvajes despiertan, nublando la razón y durmiendo los sentidos.Bajo la luz de la luna, los jóvenes amantes se entregan a las fauces del amor por vez primera, entre respiraciones entrecortadas y gemidos ahogados.Bajo la luz de la luna, los lobos cantan sus aullidos, jurando su amor y lealtad eterna a Artemisa, su única diosa, y quien marca eternamente su destino.Hermosa piel pálida como el alabastro, cabellos largos y blanquecinos que asemejan a hilos de plata brillante. Un rostro tan bello como el de los ángeles, de unos preciosos ojos celestes como el azul del cielo que amaba ver cada mañana como un consuelo a sus muchos sufrimientos. La belleza de la luna plateada la había besado, otorgándole aquella hermosura que pocas criaturas podrían tener. Sus delicadas manos fregaban los platos, sintiendo el agua helada que le provocaba calosfríos.—Art
La luz de un nuevo día se colaba por las ventanas de aquel viejo establo. El trajín de los caballos había terminado de despertarla, y Artemisa abría sus ojos celestes que se notaban rojos por el cansancio. Era el momento de levantarse, había sobrevivido una noche más, pero debía comenzar con sus labores matutinas.Calzándose sus viejos zapatos se acomodó el único vestido que se le había permitido conservar y dirigió sus pasos hacia la vieja mansión Badra, sin embargo, el ambiente en el lugar parecía más lúgubre de lo normal. Los sirvientes parecían demasiado silenciosos, y los blancos manteles habían sido reemplazados por mantos negros. Una punzada en su corazón hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas, aquello solo podría significar una cosa.—El viejo Alfa Agnus Badra a muerto —La voz de Marcus se escuchaba relajada, podría decirse que casi feliz, anunciando aquella tan desgarradora noticia. Artemisa, sintiendo mucho pesar, se había dejado caer sobre el suelo del gran comedor. Agn
La luna entre las nubes oscuras brillaba en lo alto, y su tenue luz bañaba ligeramente a la silueta de una joven albina que cabalgaba sobre su corcel tan blanco y tan puro como aquella que los iluminaba en aquella oscuridad. La larga cabellera que danzaba en el viento nocturno como hilos de plata, parecía volar apacible mientras los ojos celestes de la hermosa Artemisa miraban eficaces en la oscuridad a la que ya estaba acostumbrada.Se había desterrado a sí misma de las tierras de los Badra y aunque había sido arrojada al fango de manera humillante por aquel que hasta hacia pocas horas atrás había sido su infame prometido, no se sentía arrepentida de cabalgar sin rumbo alguno. A pesar de que su blanco y raído vestido estaba vilmente enlodado y el frio de aquella noche invernal comenzaba a calarle en los huesos, se sentía más libre que nunca; como si fuese una lechuza nocturna que volaba hacia cielos nuevos sin saber realmente que esperar.No había conocido otras tierras que aquellas
El olor a comida la despertaba esa mañana, era un calientito caldo de pollo, estaba segura pues reconocería aquel aroma en cualquier lugar. Su cuerpo no se sentía helado, por el contrario, se sentía cálidamente cómoda en aquella cama desconocida que estaba tan suave como parecían las nubes. La luz del sol se colaba por una gran ventana de cortinas blancas, y poniéndose de pie, lograba apreciar que estaba en una habitación desde la que se veía fácilmente una enorme cocina en la que varias personas parecían ir de aquí hacia allá.Sintiéndose limpia, Artemisa se miró y noto que ya no llevaba puesto aquel vestido viejo y sucio que había estado usando; ahora llevaba una cómoda y suave bata blanca que casi lograba confundirse con el color de su pálida piel.—Ah, muchacha, gracias a la Diosa Luna que has despertado, anoche realmente creímos que la Diosa Muerte te llevaría en sus brazos, llegaste mucho más pálida de lo que se ve que eres, helada como un cubo de hielo y tan débil como un pajar
Regocijo. Aquel sentimiento de extraña calidez y calma, era lo que Artemisa estaba sintiendo por primera vez en toda su vida. El sol ya se colaba por las ventanas de aquella enorme habitación para empleados, y escuchaba a las amables personas que la habían ayudado, bromeando y charlando en la cocina con tal confianza que no parecían ser solo la servidumbre, eran como una familia.La nieve había dejado de caer, aunque fuera seguía haciendo demasiado frío, sin embargo, ella no estaba temblando; dentro de aquella mansión, solo sentía calidez. Estaba acostumbrada a sentir el frio que se colaba por cada rendija en los establos, estaba acostumbrada a ser ignorada por la servidumbre de la mansión Badra y a recibir los desprecios de aquel hombre al que la habían destinado para casarse. Se había puesto aquel sencillo vestido en tono gris junto a un delantal blanco que le habían asignado para ayudar con “tareas sencillas” en la cocina, y por primera vez en demasiado tiempo comenzaba a sentirse