4. Propuesta

El instante en que Andrea se sentó junto a Alberto y aspiró la mezcla de su loción con su aroma varonil, una descarga eléctrica recorrió su cuerpo.

Ignorando la advertencia de Lucía, se inclinó hacia él, acortando la distancia entre sus rostros.

—Hola, soy Andrea García, la mejor amiga de Lu —ronroneó, dejando que sus labios rozaran sutilmente la comisura de los de Alberto.

Alberto arqueó una ceja, examinándola con una sonrisa ladeada. Su mirada recorrió con descaro cada centímetro de su cuerpo, demorándose en el escote de su blusa.

—¿Mejor amiga? No te creo —se burló Alberto, mirando a su hermana por el retrovisor, mientras salía hacia la carretera—.  Lucía es un caso perdido en el tema de las relaciones sociales

Lucía resopló desde el asiento trasero, se colocó los auriculares y centró su vista en la ventana.

—¿Qué? ¿Se enemistaron tan pronto?

—No es eso, está cansada. Supongo. —Andrea frunció el ceño hacia Lucía, pero esta sólo rodó los ojos.

Los hermanos Villanegra no se parecían en nada, a excepción del profundo azul de sus ojos que compartían con su padre.

—Y bien, señorita García, ¿tienes novio? —La voz grave de Alberto envió un escalofrío por su espina dorsal.

—Aún no —respondió Andrea, adoptando su mejor tono seductor—. Pero podría tenerlo pronto.

Alberto soltó una carcajada ronca.

—Eres hermana de Efraín García, ¿verdad?

La sonrisa se congeló en su rostro. ¿Cómo olvidar el espantoso incidente donde su hermano y Alberto casi se matan a golpes? Efraín jamás creyó la versión de que Alberto intentó besar a su novia contra su voluntad, pero igual enfureció al punto de romperle el labio.

Alberto no parecía guardar rencor, pues la miraba con ojos brillantes que parecían de diversión, a la espera de su respuesta.

—¿Por qué preguntas? ¿Acaso te gusta?

Se arrepintió al instante de sus descaradas palabras. Alberto entrecerró los ojos, escrutándola con su penetrante mirada zafiro.

Andrea quería que la tierra la tragase allí mismo. Tenía la mala costumbre de hablar sin filtro cada vez que estaba alterada.

Para su sorpresa, Alberto estalló en carcajadas antes de tomar su mano y besarla con suavidad.

—No. Te aseguro que me encantan las chicas —ronroneó—. Y más si son osadas como tú.

El aire se le hizo escaso al sentir la tibieza de sus labios en su piel. Andrea habría jurado escuchar un coro celestial cantando cerca de su oreja.

Se veía tan atractivo con su corbata medio suelta y el peinado prolijo con el que llevaba su liso cabello oscuro, que casi babeó sobre él. Esa altanería en su mirada parecía haberse endurecido un poco más de lo que recordaba y tuvo que apretar las piernas para contener los pensamientos indecentes que la asaltaban.

Después de unos minutos hablando de la música favorita de cada uno llegaron a casa de los Villanegra. Una casona antigua que había pasado entre generaciones y que los posicionaba como una de las familias de abolengo de la ciudad.

Como todo un caballero, ayudó a su hermana a bajar del auto. Andrea notó la cara de sorpresa de Lucía y disimuló una sonrisa, satisfecha porque él quisiera darle una buena impresión.

Cuando llegó el turno de Andrea, la acorraló contra la puerta, acunando su cintura con sus grandes y cálidas manos. La miró fijamente, provocando que Andrea comenzara a hiperventilar.

—Dame tu número, ¿sí? —susurró con voz ronca y le acercó su móvil.

—¿Pa… pa… para qué? —balbuceó como una tonta.

Andrea dudó por un instante, abrumada por su cercanía. Deseaba a Alberto como nunca antes había deseado a nadie, pero también sentía miedo de no estar a su altura. Era evidente que él tenía mucha más experiencia.

Alberto se acercó aún más, su aliento acariciando su mejilla.

—Eres la mejor amiga de mi hermana, ¿no es así? —susurró sobre su rostro—. Necesito tu número por si algo pasa. Ya sabes, cosas de hermanos mayores.

—¡Ah, claro! —susurró decepcionada.

Tomó el aparato, aunque las manos le temblaron mientras presionaba la pantalla y le dejaba sus datos.

—¡Andrea! —gritó Lucía desde la puerta.

Ella se sobresaltó y Alberto se alejó de inmediato, por lo que estuvo a punto de dejar caer el móvil. 

Andrea se percató de que estuvo reteniendo el aliento cuando notó el gran espacio entre ambos y la confusión la atropelló de inmediato, preguntándose qué hacer a continuación.

Le devolvió el teléfono, incapaz de mirarlo a los ojos. Reconoció para sí misma que su plan original se limitaba a presentarse y parecer provocativa. Había fallado.

Su mente era un torbellino de emociones y se sentía completamente fuera de control.

De pronto, su móvil sonó con un número desconocido. Andrea lo miró sin comprender.

—No tienes que responder —dijo Alberto, con una sonrisa avasalladora a sus espaldas—. Es para que tengas el mío. Cualquier cosa que necesites, puedes llamarme. A la hora que sea.

No se atrevió a voltear, porque estaba segura de que él se burlaría de ella al notar la euforia que la embargó y que le sería imposible de ocultar. Quiso gritar y bailar a la vez, pero logró contenerse.

Apenas logró asentir antes de que Alberto se fuera de regreso a la oficina con una sonrisa arrebatadora.

—Tu hermano es un sol —le dijo a Lucía una vez a solas, apoyándose contra la pared para calmar su acelerado corazón.

Lucía negó con la cabeza y saludó a la mujer que salía de la cocina con un beso en la mejilla. Andrea imaginó a su madre desmayada después de ver una muestra de afecto de ese tipo hacia el personal. 

—Mi niña, ¿quieres que les caliente la comida? —preguntó la mujer con un acento caribeño que la hizo mirarla con curiosidad.

—No te preocupes, nana. Ya lo hago yo —respondió Lucía—. Ella es Andrea, una…

—Amiga. Soy su amiga —respondió Andrea haciendo que Lucía resoplara, pero no la contradijo.

—Mucho gusto señorita, soy Rosa.

—Mi hermano no es bueno, Andrea. —le advirtió Lucía con dureza mientras sacaba varios recipientes del refrigerador y los introdujo en el horno.

Eso pareció ser suficiente para la mujer, porque salió de la cocina de inmediato y Lucía miró a Andrea al agregar:

—Aléjate de él o te vas a arrepentir.

Andrea decidió ignorar la advertencia de su compañera. ¿Qué podía saber alguien como Lucía sobre los hombres? No es que Andrea se considerara experta, pero incluso su propio padre, casi un santo, había cometido errores en el pasado que su madre aún no lo dejaba olvidar.

Además, estaban a punto de terminar el semestre. En unos meses más, la diferencia de edad con Alberto no se notaría tanto. Y si lograba convencer a su padre, incluso podrían trabajar juntos algún día.

El timbre de la puerta la sacó de sus fantasías. Andrea y Lucía se asomaron curiosas al recibidor, donde una de las empleadas abría la puerta, revelando a un Javier Herrera furioso.

—Avísele a la señorita García que han venido por ella, por favor —dijo mirando su reloj de pulsera con impaciencia.

¿La había seguido hasta allí? ¿Fue testigo de su bochornoso encuentro con Alberto Villanegra?

—¿Qué haces aquí? —espetó, Andrea y se detuvo en el centro del pasillo. Aunque de alguna forma sabía que su altanería tendría un precio.

—Cumpliendo con llevarlas a casa, como se lo prometí a tu padre. Te espero en el auto. Buenas tardes, señoras, señorita…  —dijo mirando al lado derecho de Andrea.

Andrea miró a Lucía con súplica, pero se dio cuenta de que no la ayudaría a mentir. Además, con la mención de su padre, su suerte estaba echada. Si Javier la dejaba en evidencia, estaría castigada hasta la graduación dentro de unos años.

Tomó sus cuadernos y lo siguió, sin atreverse a responder el grito burlón de su nueva amiga:

—¡Llámame!

—¡Javier! ¡Espera! —No tenía idea de cómo convencerlo de cubrirla y al ver el Jeep de Efraín tragó con fuerza. Seguro, la traidora de Sara, le dio la dirección. Pero cuando entró, no había nadie más.

Javier esperó a que se acomodara y cerró la puerta de un portazo, hizo lo mismo con la suya.

—¿Qué demonios haces aquí, Andrea? Se suponía que debías esperarme en la universidad junto a Sara.

—Fue un trabajo de último…

—No es necesario que mientas —la interrumpió Javier con brusquedad.

Andrea se mordió el labio, pensando a toda velocidad. Solo se le ocurrió una salida.

—Ese chico me gusta.

—¿No me digas? —respondió Javier con sarcasmo—. Estuvo a nada de quitarte la ropa y parecías un cervatillo asustado. ¿Qué haces con un sujeto así?

—Es que ese es el problema.

—¿De qué hablas?

—Me lleva ventaja. Es mayor y yo…

Javier la miró, con una mezcla de incredulidad y preocupación en sus ojos, al detenerse en el semáforo.

—¿Me enseñas a besar?

El fuerte golpe la sacó de su aturdimiento. Habían chocado contra el vehículo de enfrente.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo