Eres mi mascota

BRANDON

Odiaba los lunes, pero odiaba más despertarme con el recuerdo de que tenía una esposa. Una que no había pedido y que ahora respiraba bajo mi mismo techo, caminaba por mis pasillos, ocupaba mis espacios.

Una esposa con un maldito apellido que odiaba más que cualquier otra cosa. Ricci. Ahora portaba mi nombre y eso lo odiaba aún más. Aunque debo admitir que cuando vi en el certificado de matrimonio su nuevo nombre, sentí cierto alivio. 

Emilia Ricci de Moretti era la mujer que estaba evitando ver a toda costa. Durante los últimos meses llegaba a tarde a casa con la finalidad de no verla después de trabajar, incluso me levantaba más temprano de lo usual para no encontrarla por las mañanas. Nunca desayunaba en casa, nunca comía, tampoco hacía el esfuerzo de llegar a cenar, y, sin embargo, su maldita presencia estaba en toda la casa. 

De ser una casa minimalista a más no poder, Emilia ponía flores frescas en los jarrones cada cuatro días, cambió los cuadros grises por unos llenos de color, colocó macetas y decoraciones que le dieron más luz a la casa. Se sentía esa calidez hogareña y yo lo odiaba. 

— ¿Dormiste mal? —Preguntó Adam, mientras se servía un café en mi oficina. Tenía esa sonrisa suya que parecía saber más de lo que decía. Odiaba que me conociera tan bien.

¿Cómo iba a dormir tan bien si mi hogar lucía tan bien en manos del enemigo? En el fondo, estar ahí me causaba terror porque temía que esa calidez hogareña en mi casa, terminara gustándome. 

— No dormí —. Solté. Me froté el cuello y me dejé caer en la silla de piel negra frente a mi escritorio—. Esa mujer me altera. Ni siquiera duermo en la misma habitación que ella. Lo peor de todo es que la tengo que llevar esta noche a la maldita reunión en casa de mi papá. 

Lo peor de llevar a mi esposa, no deseada a esa dichosa cena en casa de mi papá, era que actuaba como si le importara un car**ajo que yo la odiara o pensara de ella.  

— ¿Esa mujer? —Adam se sentó con su taza entre las manos, observándome con atención—. ¿La esposa a la que ignoraste en la boda y que te tiró esa mirada de “me las vas a pagar caro, imbécil"

— No es gracioso —. Le di un sorbo a mi café. En el fondo sabía que mi amigo tenía razón. Odiaba la maldita soberbia de Emilia hacia mí. 

— No lo estoy siendo. Es solo que no te había visto así desde la universidad, cuando perdiste una apuesta y tu ego colapsó durante semanas.

Puse los ojos en blanco. No estaba de humor para soportar comentarios de este tipo. En realidad, mi humor había empeorado desde que me había casado, desde que había flores frescas en la casa, desde que se abrían las ventanas, desde que ella le decía al personal que la llamaran por su nombre porque odiaba el mío. 

— No es ella, es su presencia. Invade, desordena. Me fastidia que parezca tan. . .  Tranquila, car**ajo.

Adam me observó en silencio un momento. Luego dijo algo que no esperaba.

— ¿Estás seguro de que te molesta porque es ella? ¿O porque qué no es lo que esperabas? 

Permanecí en silencio, no porque no tuviera una respuesta, sino porque tenía demasiadas. Estaba molesto porque hacía cosas que no parecían las de una mujer enamorada por el dinero.

El teléfono vibró. Miré la pantalla y un suspiro cargado de fastidio escapó de mi boca. 

— La vida no quiere darte descanso —. Murmuró Adam con una media sonrisa mientras se levantaba—. Te dejo con tu pasado. O con lo que sea que eso signifique. No quiero ser un entrometido mientras hablas con Olivia. 

Adam salió de la oficina. Yo me quedé viendo a la pantalla. Era Olivia, era la única mujer a la que le había propuesto matrimonio por voluntad propia. Había lucido guapísima durante mi boda.

— ¿Qué pasa, Olivia? —Respondí con mal humor. 

Hola, amor, ¿así recibes a una ex que todavía te recuerda cada noche?

No llames. Estoy ocupado.

Uy, qué frío. ¿Qué hizo esta vez tu esposa?

Fruncí el ceño. Esa mujer siempre sabía por dónde clavar la uña. Había terminado con ella porque había decidido ir a estudiar al extranjero. No habíamos quedado mal y no había insistido en una boda con ella porque no quería truncar sus sueños. 

No es asunto tuyo.

Lamento decirte que todo lo tuyo es asunto mío, Brandon. Lo sabes —. Hubo una pausa—. Te extraño —. Dijo, con esa voz chillona característica en ella. Me quedé en silencio unos segundos—. Vamos a vernos, Brandon. 

— No. No quiero verte —. Me fue difícil verla sentada de invitada mientras yo estaba en el altar.

¿Entonces, cuándo?

No sé. Pero no ahora.

Corté la llamada. 

Ni siquiera sabía por qué no le había colgado desde el primer segundo. Olivia era parte de un pasado que aún no decidía enterrar por completo. Quizá porque en el fondo no quería enfrentar lo que el presente me estaba haciendo sentir.

Regresé a casa al final del día. Era temprano, pero sentía la cabeza pesada como si hubiera pasado por un huracán y hubiera dejado mil escombros. La casa estaba vacía, tal vez Emilia había entendido que no era bienvenida en los pasillos de la casa mientras yo estuviera. 

Me dirigí al jardín buscando un poco de aire. El corazón se saltó un latido al ver que el lugar había cambiado.

Un rincón del espacio, el que siempre había estado abandonado, lleno de hojas secas y pasto sin podar, ahora estaba transformado.

Faroles colgaban de los árboles, y flores blancas recién plantadas llenaban el espacio con aroma. Una pequeña fuente murmuraba en el centro. Una banca de hierro negro, restaurada y pulida, se posaba entre los arbustos, como si perteneciera a otro universo.

Parecía que era un espacio transformado y sacado de una especie de cuento de hadas, o de un parque antiguo, con cierto encanto fantasioso, y vintage. Me atrevo a decir ¿Desde cuándo había cambiado el espacio?

Apreté los puños con tanta fuerza que los huesos de mis dedos protestaron. Quizá porque Emilia no tenía derecho a hacerme sentir incómodo en mi propia casa. O porque no entendía cómo una mujer que había dicho que no quería casarse conmigo, hacía del infierno un pequeño jardín de paz.

Caminé con el ceño fruncido hacia el estudio. Sobre el escritorio, algo más me detuvo. Un libro que estaba fuera de las estanterías de mi biblioteca personal y que estaba seguro de que yo no había tomado.

Técnicas de guion avanzado.

El libro estaba subrayado, usado, y con una nota olvidada como un descuido voluntario:

“Un buen guion se construye desde el conflicto silencioso.”

Fruncí el ceño. ¿Qué demonios hacía Emilia leyendo eso? ¿Para entretenerse? ¿Tan patética era su vida como para perder su tiempo en algo que no le iba a servir? ¿O de alguna manera iba a intentar manipularme haciéndose la interesante? 

Consulté la hora y me di cuenta de que casi era hora de irnos a la cena. Agarré el libro y lo dejé en su lugar. Me estaba volviendo paranoico. 

*

Eran las ocho en punto cuando estaba esperando al pie de la escalera por Emilia. Me estaba haciendo esperar y eso me impacientaba. No fue sino cinco minutos después que ella al fin se había asomado.

Emilia bajaba lentamente, con un atuendo tan modesto que parecía una falta de respeto. Era lo que mi abuela se habría vestido para un día triste o yendo a uno de los restaurantes que no quería visitar. En pocas palabras, estaba mal vestida. 

Una blusa blanca simple, sin forma. Una falda que le llegaba a media pantorrilla. Sin maquillaje. Sin brillo.

Sin esfuerzo. Caminaba como si no le importara absolutamente nada. Y eso me enfureció más que si se hubiera vestido para provocarme.

— ¿Qué demonios llevas puesto?

Ella se detuvo en seco, apenas un escalón antes de llegar al suelo. Me miró sin expresión.

— Ropa cómoda —. Respondió con voz neutra—. Ropa que no va a llamar la atención. Me dijiste que querías que pasara desapercibida. 

— ¿Cómoda? —Solté una risita sin humor. Me acerqué a ella— ¿Eso es lo que vas a usar para la cena de gala en casa de mi papá, esta noche?

Ella parpadeó. No parecía sorprendida, pero tampoco impresionada.

— No sabía que me ibas a llevar. No me avisaste, y honestamente creí que llevarías a Olivia. 

— ¿Cómo por qué Olivia iría en tu lugar? —Me burlé de ella—. Claro que te voy a llevar. Eres la esposa decorativa, ¿no lo recuerdas? Eres la mascota que me sigue a todos lados. 

Ella no respondió. Solo bajó el último escalón, como si mis palabras no tuvieran peso.

Y eso hizo que explotara por dentro.

— Cámbiate de ropa y te quiero aquí en quince minutos. 

— No quiero. 

— ¿Acaso no es suficiente el dinero que te doy cada mes para vestirte decentemente?

Emilia alzó una ceja.

— No sabía que tenía que rendirte cuentas por mi clóset también —. Alzó una ceja— ¿Qué si me quiero vestir así? 

Ese tono, esa maldita calma, fue lo que me sacó de mis casillas. Saqué la tarjeta negra de mi cartera y se la lancé. No con fuerza, pero sí con desprecio. La tarjeta rebotó en su hombro y cayó al suelo. Emilia la observó. No se agachó a recogerla.

— Toma eso y cómprate algo que no me avergüence —. Escupí—. Eres la mascota de un Moretti, eres un accesorio a mi lado, así que hazme el pu**to favor y ponte algo decente. 

Ella no me dijo nada. Solo me lanzó una mirada que me dejó sin aliento. Una mezcla de fuego, dignidad y algo más que no lograba descifrar. 

Se giró y subió las escaleras.

Media hora más tarde, Emilia me hizo tragar mis palabras, pues me había arrepentido de haberle pedido que se cambiara. Se veía espectacular y yo lo odié. Se veía altanera, guapa como Diosa, una esposa cara digna de un Moretti. Tragué saliva cuando se puso a mi lado. 

Esa misma noche llegué a la conclusión de que no permitiría que me acompañara a los eventos públicos, al menos que fuera realmente necesario. No quería que nadie más viera lo guapa que era. 

Cosa que evitaría que pasara. 

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