EMILIA
— ¿¡Así que esto hacías mientras fingías ser mi esposa!? —Brandon gritó, aventando su tableta electrónica a mi cama. En la pantalla se desplegaba una noticia con mi foto en primera plana: vestida con un Prada rojo escarlata, cenando sonriente en La Couronne Écarlate al lado de Leo. La imagen irradiaba libertad. Y eso, para él, era peor que una traición.
Era un reverendo capullo.
— Te equivocas, Brandon. Solo aprendí a vivir sin la tuya —. Me crucé de brazos. Dejé a un lado el manuscrito en el que estaba trabajando, junto a los tomos de libros que hablaban sobre técnicas de cine que solía leer.
— ¿¡Vivir sin mí!? —. Soltó con una risa amarga— ¿De eso se trata? ¿De hacer apariciones públicas con cualquier imbécil con corbata solo para demostrarme que puedes estar sin mí?
Cabro**nazo. ¿Con qué cara me estaba reclamando si él había sido fotografiado con Olivia hace apenas un par de meses, babeando por ella como un maldito adolescente en celo? Aunque al día siguiente mandó a llenar la casa con rosas rojas. El personal del servicio decía que las flores eran para mí.
— Qué gracioso que me lo digas tú —. Le dije, con todo, el sarcasmo venenoso— ¿O ya se te olvidó la cena con Olivia en el Waldorf? Porque yo no.
Sus ojos chispearon. Bingo.
— Eso no tiene nada que ver —. Escupió.
— Claro que no —. Asentí con sarcasmo—. Porque tú sí puedes hacer tu vida. Pero yo debía quedarme sentada en casa, callada, invisible, esperando a que el rey decidiera si me merecía un poco de atención.
Me giré, con el corazón a mil, pero sin dejar que se notara. El silencio que se hizo fue tan tenso que se podía cortar con un cuchillo. Leo era solo un buen amigo y mi intermediario como Bishop Moon.
— Por Dios, Emilia, vives entre lujos ¿De qué te quejas? —. Susurró él, acercándose a mí—. Yo soy tu esposo, y más te vale que no vuelves a verte con imbéciles y me hagas quedar como un maldito corneado, frente a todos.
— ¿Y si no qué? —Lo miré retándolo con la mirada.
— Si no te vas a arrepentir como la maldita cazafortunas que eres —. Me vio con desprecio, se dio la media vuelta, tomó su tableta y se fue de mi habitación, dejándome con los sentimientos a flor de piel.
Han pasado cinco años. Lo puedo desglosar en sesenta meses, o dos mil ciento noventa y dos días.
Ni una sola caricia.
Aprendí que el tiempo no cura, solo enseña a respirar con el corazón roto, y a menudo me preguntaba cómo había sido posible que hubiera estado enamorada de ese hombre.
Mi matrimonio con Brandon Moretti no fue una guerra, que hubiera estado mejor al desierto que era. Sin gritos, sin pasión, sin siquiera palabras de desprecio. Solo un silencio que dolía más que cualquier insulto.
Las primeras semanas me dolía no verlo, no gritarme, o decirme si me veía bien o mal, si había decidido poner flores frescas en los jarrones, o decorar un poco la casa para darle más vida. Después, comencé a agradecer su ausencia. Y al cabo de un año, su presencia se volvió una amenaza latente que podía aparecer al fondo del pasillo como una sombra cargada de desprecio.
Me volví invisible. Desayunaba sola, comía sola, cenaba en silencio frente a una mesa con candelabros que no alumbraban nada. Los empleados de la casa no sabían cómo dirigirse a mí. Algunos me miraban con pena, otros con incomodidad. Para ellos, solo era la mujer a la que Brandon Moretti nunca amó. La esposa, que parecía de utilería.
Una vez, cumplí años. Ese día llegó un ramo de flores, para él. Un publicista las había enviado como agradecimiento por una premier exitosa. Ni una tarjeta con mi nombre, ni un mensaje, ni una mención. Pasé la noche con un pedazo de pastel que yo misma compré, brindando con vino barato y una risa forzada que solo sirvió para no llorar. Solo quería olvidar.
Aprendí a fingir que me dolía menos, a reír de manera adecuada, a posar en las galas con la espalda recta, los labios pintados y la mirada vacía. Brandon me hablaba solo cuando era estrictamente necesario. Y cuando lo hacía, era con ese tono frío que se usa para los asistentes apestados de una oficina no funcional.
Yo era una empleada del hogar sin contrato. Una decoración con tacones, pero en todo ese silencio, algo dentro de mí se fue encendiendo una chispa de algo. No supe de qué, pero hacía pensar en que estaba empezando a estar harta de ser un mueble más de la casa.
Durante las madrugadas, cuando el insomnio me abrazaba, escribía guiones, garabateaba ideas, o fragmentos de historias que no hablaban de amor, sino de libertad. De mujeres que se negaban a ser calladas, de finales que no necesitaban príncipes.
Después de la discusión con Brandon, tomé mi laptop para trabajar en mi nuevo proyecto. Como Bishop Moon me bajé a mi espacio favorito de toda la casa.
Minutos más tarde, estaba bebiendo té en el jardín, que tanto había adornado y lo había convertido en mi espacio favorito, ese rincón que yo misma convertí en un santuario de paz, cuando el celular vibró. Era un número desconocido.
— ¿Señora Moretti? —Preguntó una voz masculina, firme pero amable.
Mi estómago dio un vuelco. Nadie me llamaba así. Ni siquiera Brandon. Siempre había preferido que me llamaran por mi nombre.
— Sí, soy yo —. Respondí, tensa.
— Mi nombre es Samuel Vega. Soy productor ejecutivo de Starlight Films. Hemos trabajado con Bishop Moon en tres de nuestros guiones más exitosos y quisiéramos reunirnos con usted. En persona.
Mi corazón se detuvo un segundo.
— ¿En persona?
— Sí. Queremos que encabece el nuevo proyecto. Una superproducción internacional. Sabemos que mantiene su anonimato, pero. . . Sería un honor conocerla.
Me quedé en silencio. Con el teléfono pegado a la oreja y las manos temblando.
Por primera vez en años, alguien quería conocerme, a mí, a Emilia. No al nombre de mi familia, o al apellido de mi esposo, no a la esposa decorativa de un magnate del cine.
A mí.
— Acepto la reunión con la condición de que mi identidad siga en el anonimato —. Dije con una voz firme que no reconocí como mía.
— Señora, será un placer. Cuente con ello. También me gustaría invitarla a la premier de hoy, claro que no vamos a anunciar quién es usted, pero sería un honor que nos honre con su presencia.
— Envíeme los detalles.
Corté la llamada. Me quedé en el jardín con mi corazón palpitando por la emoción y sintiendo el sol sobre la piel, como si fuera la primera vez. Sería la primera vez en cinco años, que me atrevería a ir a un evento público sin Brandon.
***
BRANDON
Algo estaba pasando con Emilia.
Lo noté por primera vez cuando salí a correr esta mañana y la vi subir a un auto negro frente a la casa, vestida de un modo que jamás había visto antes. Me atrevo a decir que con mucha elegancia.
El cabello suelto, peinado con ondas suaves que parecían sacadas de una maldita portada de revista. Llevaba gafas oscuras, labios pintados de rojo y un vestido ajustado color vino que dejaba a la vista una silueta que no recordaba haber notado en cinco años de convivencia. Parecía una diosa.
Ni siquiera se despidió de mí. Solo subió al auto y desapareció.
No tenía derecho a cuestionar nada, lo sabía. Pero el fastidio me golpeó como si alguien me hubiera lanzado una piedra en la cabeza, y ese fastidio… me duró todo el maldito día.
*
— Firma aquí —. Me dijo Adam, empujando un folder frente a mí. Había llegado media hora tarde a la oficina por estar averiguando con el personal que a dónde había ido Emilia.
Estábamos en mi oficina. Yo tenía una taza de café en la mano, sin haberle dado un solo sorbo. Mi mente estaba en otra parte. Exactamente en ese vestido vino. Y en la maldita sonrisa que Emilia tenía al subir al auto.
— ¿Brandon? —. Insistió Adam, golpeando la carpeta con los dedos—. ¿En qué estás?
— Nada. Trabajo.
Mentí. Como si fuera tan fácil engañarlo.
— ¿Trabajo? —Adam enarcó una ceja con una sonrisa burlona—. Si eso fuera cierto, no habrías leído la misma hoja tres veces. ¿Está todo bien con tu esposa?
No respondí.
— Ah, ya veo —. Añadió con tono ligero— ¿Emilia volvió a respirar en tu presencia y eso te alteró?
Rodé los ojos. Iba a contestar algo estúpido cuando mi celular vibró sobre el escritorio.
Olivia. Otra vez.
— ¿No la bloqueaste aún? —Preguntó Adam mientras le daba un trago a su café con la mirada sobre mi celular—. Tienes el peor sentido del cierre emocional, amigo.
Respondí solo para que dejara de sonar.
— ¿Qué quieres? —Respondí de mala gana.
— Buenos días para ti también, amor —dijo Olivia con su tono meloso y falso—. Solo quería saber si me vas a acompañar a la alfombra de la gala de cine el sábado. Ya sabes que un Moretti a mi lado hace que todos volteen a verme
— No puedo. Estoy ocupado.
Corté la llamada sin responder. No estaba de humor para lidiar con Olivia, ni con sus inseguridades envueltas en perfume caro y cirugías plásticas, que era lo que últimamente estaba haciendo.
Me recosté en la silla, ignorando todo a mi alrededor y exhalando con fuerza, porque lo único que tenía en mi cabeza era una sola pregunta.
¿Qué demonios estaba haciendo Emilia últimamente?
BRANDONHabían pasado dos días desde la última vez que había visto a Emilia subir al auto ne**gro aquella mañana. Era casi de noche y estaba en el despacho de la casa. Mientras revisaba unos documentos de logística, encontré una hoja impresa que no recordaba haber pedido. Estaba entre los papeles del informe semanal del departamento de guiones.Un correo impreso. Asunto: Felicitaciones a Bishop Moon, guionista del año en la gala internacional de Starlight Films.Mi ceño se frunció. ¿Quién car**ajos era Bishop Moon? Nunca había escuchado ese nombre en nuestras filas internas. Y si era tan exitoso como el correo decía, ¿por qué no había escuchado de él antes? Levanté el teléfono y llamé a Asher, el jefe de producción.— ¿Quién es Bishop Moon? —Le solté la pregunta, tan pronto respondió.— Oh, es el guionista que está rompiendo todos los esquemas —. Dijo con entusiasmo—. Nadie lo conoce en persona. Solo trabaja con un intermediario. Algunos creen que ni siquiera es un solo autor, sino u
BRANDON Me quedé en mi habitación sin poder creer lo que la inútil de mi esposa acababa de hacer ¿Acaso me estaba retando? ¿Quería que fuera tras de ella? Esto era un berrinche y no iba a ceder a su capricho por rogarle. De la furia pasé a la confusión en menos de un minuto ¿Qué había pasado? Me quedé allí, inmóvil, con los dedos aún cerrados en el aire, como si pudiera atrapar su perfume antes de que desapareciera. Emilia había cruzado la puerta con el mismo vestido blanco que usan las que hacen una tregua de paz. Era irónico, porque yo lo veía como una provocación de guerra. Bajé la mirada lentamente.Los papeles estaban en el suelo, esparcidos como un recordatorio de una Emilia furiosa. Como si lo que acababa de pasar no fuera real, como si mi mente no pudiera asimilarlo. Tardé unos segundos en reaccionar, en entender por qué el aire se sentía distinto. Como si algo se hubiera roto de forma irreversible.Me agaché para comprobar lo que ella me había gritado. Mis dedos rozaron la
BRANDONNunca pensé que la mujer a la que llamé mantenida buena para nada, firmaría su libertad sin tocar un solo centavo. Había venido al banco para quitarle todo el dinero y ella me estaba quitando la paz.Mi mente quedó en esos cinco años. No eran dos, ni tres, eran cinco malditos años en los que ella no había usado un solo centavo de todas las cuentas bancarias, y la tarjeta negra que le había facilitado por obligación en el contrato matrimonial. Creí que era una buena para nada, una mantenida más, una cazafortunas que había engatusado a mi abuela con un encanto fingido por ser la mujer que era, con sus orígenes nefastos. Y ahora resulta que Emilia había estado viviendo bajo mi techo, sin deberme ni un maldito centavo.— ¿Desea proceder con la cancelación, señor Moretti? —No supe cuánto tiempo había estado sumergido en mis pensamientos, hasta que la pregunta me golpeó como un puñ**etazo duro y frío, directo a la cara.No respondí. Solo me quedé mirando la pantalla, con el orgullo
BRANDONLas manecillas del reloj se arrastraban con una lentitud insoportable. Eran las siete con cincuenta y tres minutos de la tarde y yo seguía dando vueltas por la oficina como un maldito basilisco echando fuego por todos lados. — ¡Quiero los guiones de las tres siguientes películas en este momento! —Le grité a mi asistente. — ¡En seguida voy, señor Moretti! —Dijo la pobre mujer con la voz temblorosa por el humor de perros que me estaba cargando.Adam entró cinco minutos más tarde, después de haberle dado una reprimenda a mi asistente por el retraso de los manuscritos. Sí, estaba exagerando. — Pero, ¿qué es todo este alboroto? —Me preguntó mi amigo, que tan pronto se paró frente a mi escritorio—. Creí que íbamos a celebrar la victoria de Renacer. Ha sido la mejor película jamás hecha. El guion fue impecable. Había sido un día productivo cerrando tratos en Asia y otro en Nueva York. También habían galardonado la última película que mi casa productora había producido. El reparto
EMILIAHaber salido de casa durante seis meses, luego de haber recibido una oferta de trabajo para Bishop Moon, había sido una oportunidad que tomé sin pensarlo. Y era un alivio haber regresado a la ciudad, a mi departamento. — ¿De verdad era necesario que viniera a este evento? —. Le pregunté a mi amigo que caminaba a mi lado con su esmoquin a medida—. Nadie sabe que soy Bishop Moon.— Nadie, excepto yo y los directores con los que has trabajado en estos meses. Créeme cuando te digo que los halagas con tu presencia.Desde lo alto de la escalera de mármol, observé el salón. Brillaba con luces cálidas, vestidos de alta costura, copas de champán y sonrisas falsas. Una orquesta tocaba suavemente en el fondo, pero mi respiración era el único sonido que escuchaba.Tan pronto crucé la puerta, todos los rostros giraron hacia mí, con esas miradas llenas de escrutinio que tanto me habían dedicado por ser la esposa de Brandon Moretti, solo que esta vez no era más su esposa. Una razón más para
EMILIA (CINCO AÑOS DESPUÉS) Perdí cinco años de mi vida creyendo que el amor puede nacer del odio. Hoy vine a su habitación a devolverle su libertad, y yo reclamar la mía. Me paré frente a la puerta de su habitación con el folder abierto. Observé una última vez el papel que relucía en letras rojas: Acuerdo de divorcio. Tomé aire y pasé. — ¿Qué haces aquí? —Escuché su voz cruel retumbando en mis oídos. Avancé con paso firme, sin pestañear. Ya había tomado la decisión y no había marcha atrás. — Te traje un regalo —. Caminé con el corazón estrujado en la mano. Vi su cara de desprecio y eso fue suficiente para tomar valor y enfurecer. Le aventé la carpeta con los documentos a la cara, y el sonido del golpe seco, hizo eco en la habitación al caer los papeles de su regazo. — ¿Qué es esto? —Me miró confundido porque no estaba entendiendo nada. — Tu libertad —. Y la mía. Pensé en el fondo—. Como ves, tuve los malditos ovarios para firmar el acuerdo de divorcio. Fírmalo de una b
EMILIADesperté y lo primero que vi en el suelo fue el vestido blanco de novia que lucía como un cadáver de algún animal sobre el camino, que nadie quería levantar. Así era nuestro matrimonio. Con el estómago hecho nudos, como si algo me hubiera raspado por dentro toda la noche, y mis párpados pesados, pero no de sueño, sino de dignidad marchita, me levanté de la cama. La habitación olía a perfume rancio, alcohol y desilusión. Eso era lo que Brandon había traído hace unas horas, cuando llegó en plena madrugada a decirme que nuestro matrimonio solo era un maldito papel, sin sentimientos ni nada más de por medio. Y en el fondo, una certeza me ahogaba el pecho, pues no era una esposa. Era un adorno que envolvieron en un vestido blanco y que él ni siquiera quiso desempacar.Caminé descalza por el mármol helado, sintiendo cómo cada paso despertaba una punzada de rabia que me subía desde los pies hasta la garganta. Me quité el velo, recogí el vestido sin cuidado, y lo lancé al cesto de la
BRANDONOdiaba los lunes, pero odiaba más despertarme con el recuerdo de que tenía una esposa. Una que no había pedido y que ahora respiraba bajo mi mismo techo, caminaba por mis pasillos, ocupaba mis espacios.Una esposa con un maldito apellido que odiaba más que cualquier otra cosa. Ricci. Ahora portaba mi nombre y eso lo odiaba aún más. Aunque debo admitir que cuando vi en el certificado de matrimonio su nuevo nombre, sentí cierto alivio. Emilia Ricci de Moretti era la mujer que estaba evitando ver a toda costa. Durante los últimos meses llegaba a tarde a casa con la finalidad de no verla después de trabajar, incluso me levantaba más temprano de lo usual para no encontrarla por las mañanas. Nunca desayunaba en casa, nunca comía, tampoco hacía el esfuerzo de llegar a cenar, y, sin embargo, su maldita presencia estaba en toda la casa. De ser una casa minimalista a más no poder, Emilia ponía flores frescas en los jarrones cada cuatro días, cambió los cuadros grises por unos llenos de