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Parte I: Capítulo 2

Leonard Miller, padre del chiquillo con rastas que llevaba por nombre Matías, pertenecía a las Fuerzas Armadas de Rusia. Era conocido por su pasado militar y su siempre gesto duro que le hacían acreedor al temor de la mayoría de las personas, menos de sus bien conocidos. En sus primeros años de vida, siempre tuvo como prioridad el preservar el legado de generaciones anteriores: no importaba el precio, tenía que ser un excelente militar como lo habían sido su padre, su abuelo y su bisabuelo. La educación que llevó era altamente estricta en todos sentidos y sus valores eran inquebrantables... hasta que conoció a Ekaterina Petrov.

Ekaterina era una mujer hermosa: de cabello rubio cenizo y piel pálida, ojos grises y labios tan rojos como el carmín; completamente diferente a Leonard. Conservaba esa inocencia que la mayoría de las personas pierden al crecer y mantenía la frescura magnética que envolvía a todo el que se le acercara. Esos y otros aspectos increíbles lograron cautivar al joven militar, quien de pronto se vio pidiéndole matrimonio frente a la catedral donde la conoció. De la vida absurdamente estricta que llevaba, pasó a adoptar el pensamiento liberal y relajado de su joven amante, cosa que resultó en la crianza de un hijo tan hermoso como la madre bajo los ideales de ésta.

Matías no sólo se parecía físicamente a su madre, sino que tenía el mismo pensamiento y la misma pureza e  ingenuidad que ella, cosa que su padre se encargaba de celebrarle cada que tenía oportunidad.

Leonard no era malo o duro... o rudo, a comparación de la imagen que le daba el uniforme y el hecho de pertenecer a las desalmadas líneas de la milicia rusa. Era, con su hijo y su hermana, blando, paciente y tolerante. Incluso se podría decir que era sensible, aunque no lo demostrara. Muchas veces se movía por el país junto con su familia, pero desde la pérdida de su esposa, había decidido quedarse de manera permanente, por fin, en la ciudad de Pudozh, situada en Karelia, donde su hermana menor podría ayudarle a cuidar de Matías ya que acababan de transferirla en su trabajo.

Leonard siempre se mantenía encerrado en su estudio, revisando cuantos pendientes tuviera, y no por eso descuidaba totalmente a su hijo. A cada tanto elevaba la vista al reloj que colgaba en el muro delante de él y al percatarse de que ya era tarde, se colocaba la pistola en el cinto y salía en su búsqueda. Esa era su rutina de casi diario desde que Matías le había convencido el hacerse rastas, poco más de un año atrás, cuando sus paseos se alargaron a más de tres horas. Aquella noche no fue diferente. Ya se encontraba a la puerta de entrada, cuando vio a lo lejos a su hijo, caminando de la mano con una pequeña persona casi de su edad que confundió con una niña, juzgando por su complexión delgada y frágil y su cabello largo, negro como la noche misma y sus labios sonrosados.

— Ya verás: papá es un tipo genial... aunque siempre tiene cara dura y anda con su pistola, es genial. —le escuchó decir a su hijo, cosa que lo hizo sonreír levemente, orgulloso de saber que lo tenía en un puesto muy alto.

— Estaba a punto de ir por ti, Matías. —mencionó apenas estuvieron a unos pasos de él, atrayéndose los ojos grises de su hijo al rostro y que su acompañante se medio ocultara a sus espaldas.

— Lo siento, señor. Es que... bueno... lo que pasa es que...

— ¿A quién traes ahí? ¿Una amiga? —trató de verle bien, pero se mantenía escondido, como si temiera que le dañara.

— Algo así —volteó a verlo de reojo, tirando levemente de su mano para que dejara de ocultarse—. Se llama Vlad.

Los ojos almendrados del pequeño se elevaron lentamente al rostro sorprendido del adulto, dejándole ver el miedo que sentía de encontrarse frente a un desconocido.

Leonard, tomado por sorpresa ante la noticia que no se trataba de una niña sino de un chico, le examinó detenidamente de pies a cabeza, dándose cuenta de que la sudadera de su hijo era todo lo que llevaba puesto.

— ¿Por qué trae solamente tu sudadera? —arrugó la frente, sin perder de vista al extraño chiquillo.

Los labios de su hijo se torcieron, tratando de encontrar rápidamente las palabras para explicarle, pero prefirió decirle a solas. Primero necesitaba darle asilo a Vlad y que se vistiera con algo un poco más apropiado.

— Papá, ¿podemos hablar después? Ahora necesita ropa, y un lugar dónde quedarse. —Leonard se quedó callado un momento, observándolos a ambos, hasta que les dejó pasar.

— Date prisa o se congelará.

Mat le sonrió al tiempo que asentía. Aferró de nuevo la mano de su invitado para dirigirlo por el pasillo que conectaba las diferentes áreas de la casa que, a ojos de Vlad, parecía perfecta: las paredes pintadas en tonos claros le daba esa sensación de tranquilidad que hacía mucho tiempo no experimentaba y los cuadros que colgaban de los muros hacían de la vivienda un lugar seguro y armonioso. Todo era hermoso... pero más hermosa le pareció la habitación de Mat que, aunque un desastre cotidiano, le era el rincón más acogedor de todos: juguetes tirados por las esquinas; una litera con las sábanas desparramándose por el suelo y un escritorio con libros y apuntes desordenados; un viejo librero que era adornado con un par de soldados de juguete y una pequeña planta que colgaba de la ventana.

— Puedes ponerte algo de mi ropa. Yo regresaré en un rato, ¿sí? —soltó su mano apenas le vio poner un pie dentro de la habitación y sonrió, observando la manera en que lanzaba la vista a todos lados, como si se tratara de un lugar mágico.

— ¿A dónde vas? —se giró despacio, costándole el quitarle la mirada de encima a los detalles.

— Tengo que hablar con papá. No tardo, ¿está bien?—le sonrió y entrecerró la puerta, dejándolo solo.

Iba pensando en cómo explicarle las cosas a su padre, cuando le dio alcance en el pasillo.

— ¿Ya me dirás por qué trae solamente tu sudadera?

— Los chicos y yo lo encontramos en la calle.

— ¿Desde cuándo cambiaste las lecciones de guitarra por ayudar a chicos mendigos?

— Él no es un mendigo, papá. Estaba huyendo de dos tipos. Lo encontramos asustado y sin nada en un rincón... y lo escondimos de ellos cuando preguntaron por él.

— Y lo trajiste a casa.

— Bueno... fui yo quien lo encontró y además creo que le agrado y le doy confianza. No podía dejarlo solo. —llevó la mano a su nuca, ladeando ligeramente la cabeza hacia la derecha.

— Te pareces tanto a tu madre —sonrió, y el chico le correspondió el gesto—. ¿Cuál es su nombre completo? ¿De dónde viene?

— No sé. No me ha dicho nada.

— Bueno, dejémosle quedar hasta que aparezca algún familiar, ¿de acuerdo?

— ¿Y si no aparece nadie?

— Entonces tú tendrás que hacerte cargo de él. —bromeó, dibujando una media sonrisa.

— ¿Yo?

Asintió.

— Sabes que casi no estoy en casa y Sophie no puede hacerse cargo también de él. Contigo tiene suficiente. —ensanchó la sonrisa al ver que su hijo había creído que de verdad tendría que hacerse cargo de él, como si fuera cualquier mascota o una planta más a los que hay que poner cuidados y atención... y con los que hay que ser dueños responsables.

— Pero... ¿yo?

— ¡MAAAAAAAAAAAT! —la voz de tía Sophie le llamó desde la cocina.

— Anda, ve. Después hablamos. —le despidió con una sonrisa.

— ¡MAAAAAAAAAAT!

— ¡YA VOY!

Tía Sophie se la pasaba gritando desde el otro lado de la casa; no era porque fuera dura o amargada, simplemente se ahorraba el trabajo de ir a buscarlos. Además, era mucho más efectivo. Siempre es más efectivo gritar que quemar energías yendo a buscar a las personas que de todos modos terminan por quedarse sumidos en sus lugares.

— La cena está lista.

— Gracias, Sophie.

No le gustaba el término "tía." Decía que la hacía sentirse mayor... y no la culpaban. Era mucho más joven que su hermano Leonard.

Sophie parecía una muñeca de carne y hueso: cabellos castaños ondulados, brillantes y sedosos hasta la mitad de la espalda; piel tersa, un poco bronceada y ojos azules; delgada y amable. Era de carácter fuerte cuando lo requería y paciente tanto con su sobrino como con su hermano mayor. Se hacía cargo de la casa y trabajaba en un edificio gris en el centro, donde se atendían aspectos sociales y familiares. Ella se encargaba del área de las casa hogar y las adopciones, con lo que tenía cierto sentido de maternidad desarrollado.

En cuanto Mat trató de tomar un poco de comida, ella golpeó ligeramente su mano, sonriendo.

— Vete a lavar las manos primero.

— Ya voy —dio media vuelta, respondiendo un poco frustrado y, antes de abandonar la cocina, se volvió a verla—. ¿Puedes poner un plato más a la mesa?

— ¿Tienes visita? —asintió— ¿Alguno de tus amigos? ¿Una niña, quizá?

— Es alguien nuevo. —sonrió.

— ¿Eso significa que te estás acoplando aquí?

— No creo —sonrió y cruzó el pasillo a toda velocidad hasta llegar a su pieza, donde Vlad estaba de pie, ya un poco limpio después de haber entrado al baño y humedecido la esquina de una de las toallas para pasarla por las manchas de mugre que llevaba sobre la piel, y vestido con la sudadera y una playera gris debajo, bastante más grande que él, además de unos jeans negros y el cabello recogido en una coleta baja con una de las bandas con las que Mat acostumbraba sujetar sus rastas. Veía una de las fotografías que había tomado del escritorio—. Bonita, ¿no? Es una de las últimas que nos tomamos.

— Lo siento. —se disculpó, dejándola en su lugar.

— No te preocupes —se acercó, tomándola de nuevo—. Él es mi padre. Es militar y casi no está en casa... ya lo conociste.

— Ella es linda. —dijo bajo, señalando a Ekaterina.

— Sí, era hermosa. Era mi mamá.

— ¿Era?

— Me la quitaron hace dos años —su invitado le vio confundido—. La mataron.... pero no importa. Cuando sea mayor, seré fuerte como mi padre. Buscaré a quienes le hicieron daño y los haré pagar. —aunque siempre decía lo mismo más por compromiso con el juramento que le imitó a su padre el día del funeral que por verdadero rencor, su mirada siempre centelleaba cierta luz extraño, mezcla de tristeza y enfado.

— ¡MAAAAAAT! ¡LA CENA! —la voz de tía Sophie llamó su atención. Dejó la fotografía sobre el escritorio y se giró a su invitado.

— Debes tener hambre. Ven —abrió la puerta y salió con él detrás—. Tía Sophie cocina delicioso, ya lo verás. Es linda... no tanto como lo era mamá, pero es igual de amable y paciente que ella.

Al llegar al comedor, ella concentró la mirada en su acompañante; le sonrió dulcemente y le saludó, pero él ni siquiera sonrió un poco.

Ambos chicos se sentaron juntos, con ella en frente, quien en seguida observó con cierta curiosidad al pequeño peli negro.

— ¿Cómo te llamas?

No respondió, así que el pequeño rastudo lo hizo por él.

— Se llama Vlad, Sophie.

— ¿Cuántos años tienes? —nada. Ni siquiera probaba la comida— Debes tener la misma edad que mi querido sobrino, ¿no? Tal vez uno o dos años menos —nada—. ¿Eres de por aquí? No te había visto antes...

— No creo que te responda. Ha tenido un día difícil y...

— Si. —su repentino susurro hizo que voltearon a verlo.

— ¿Qué?

— Si soy de aquí... pero no salgo... salía mucho.

— Oh... bueno, Mat puede mostrarte los alrededores —sonrió de manera tierna—. Ahora come, anda. —le animó al ver que mantenía la vista baja, clavada en la comida pero sin atreverse si quiera a tocarla.

Vlad levantó lentamente los ojos y al ver la sonrisa de ella, tomó los cubiertos y empezó a comer en silencio, haciéndoles sonreír al ver cómo poco a poco empezaba a devorar los alimentos, como si no hubiese comido en días.

— Tranquilo, no te vayas a ahogar. —murmuró el de rastas, riendo leve. Él en seguida volteó a verlo, sonriendo de lado un instante para regresar al plato en seguida.

Volteó a ver a tía Sophie: sonreía, igual que su sobrino.

Pronto terminaron lo servido.

A la hora de ir a dormir, Matías dio las buenas noches a tía Sophie, quien le despidió con un beso en la mejilla. Se acercó a Vlad y le besó de igual manera, al tiempo que acariciaba sus cabellos.

— Dulces sueños, pequeño. Verás que aquí estarás bien. —no respondió. Simplemente asintió despacio.

Esa era una de las cualidades que a su sobrino le encantaba: ella podía resumir los peores casos con sólo una mirada en los ojos del otro, así que se ahorraban muchas explicaciones incómodas.

Regresaron a la pieza del pequeño de rastas rubias. Como tenía litera, le cedió el lugar de abajo.

— Espero que estés cómodo. Cualquier cosa estoy arriba, ¿de acuerdo?

— Gracias.

— De nada —subió y, antes de acostarse, asomó la mirada para verle—. Mañana saldré con mis amigos, ¿nos acompañarás? —se encogió de hombros, sin responder— Bueno... mañana veremos —bostezó—. Que descanses.

— Que descanses. —repitió en un murmullo que apenas se escuchó.

Mat se deshizo de la ropa, quedando en bóxer. Antes de acostarse, le vio por última vez: estaba ahí parado frente a la puerta, con la vista baja.

Cerró los ojos, suspirando, y durmió un poco... cerca de una o dos horas antes que la sed le despertara y le hiciera levantarse por un vaso de agua.

Abrió los ojos muy su pesar: la luz seguía encendida. Asomó la mirada y ahí estaba Vlad sentado contra la puerta, rodeando su cuerpo con los brazos.

— ¿Qué haces ahí? ¿No puedes dormir? —preguntó al tiempo que bajaba. Él negó con la cabeza— ¿Pesadillas? ¿Sed? ¿O es por el calor? —clavó los ojos en los suyos. Su mirada era como la de un cachorro asustado— ¿Tienes miedo? —se le ocurrió preguntar. Él asintió viendo cómo se sentaba a su lado— No tienes por qué. Aquí no te va a pasar nada —le miró fijamente: estaba totalmente tenso, con los labios apretados al punto de ponerse blancos—. ¿Esos tipos te hacían mucho daño?

— Me pegaban y... —tembló, sin completar su respuesta.

— Tranquilo. No pasa nada.

— ¿Me regresarás con ellos?

— ¡Claro que no! Yo no soy de los que dan la espalda. Menos a chicos como tú.

— ¿Por qué?

— Bueno, tú tienes algo que... no sé. Pareces buen chico y no mereces que te traten de esa manera. Nadie tiene derecho a abusar de nadie —dejó de temblar un poco—. Tengo que ir por agua a la cocina. ¿Me acompañas? —asintió. Se puso de pie y salió detrás. Le ofreció un poco al tiempo que se servía, pero la rechazó, clavando los ojos en el frasco donde Sophie acostumbraba guardar las galletas— ¿Quieres? —no respondió. Mat terminó el agua, acercó una silla para poder alcanzarlo y lo bajó sin problemas. Abrió el frasco y le dio algunas— A Sophie no le gusta que coma dulces si ella misma no me los da. Dice que me haré adicto al azúcar y tendré caries después o se me caerán los dientes —dejó escapar una risilla—. Pero como yo no las voy a comer ahora, no creo que haya problema —volvió a dejar el frasco en su lugar. Le vio comer una y sonreír—. Ricas, ¿no? —tomó una y la llevó a su boca para devorar la mitad de una sola vez, sonriendo igual que él— Hay que regresar al cuarto, ven —antes de volver, ya las había terminado—. Creo que te gustaron. Genial. Bueno, ahora hay que dormir un poco.

— Mat... —le llamó tan bajo que apenas lo escuchó. Si no hubiese tocado su espalda, ni cuenta se habría dado.

— ¿Qué pasa?

— No quiero dormir.

— ¿Por?

— Tengo miedo de cerrar los ojos.

Quiso preguntarle la razón, pero se abstuvo. Lo pensó un poco, y después se le acercó.

— Si quieres, podemos dormir juntos —un nerviosismo enorme recorrió su cuerpo al ver cómo los ojos almendrados de Vladimir se clavaban en él, lo que provocó que el calor subiera a su rostro—. Si quieres —por lo que de pronto lo dudó, llevándose la mano a la nuca y desviando la mirada—. Así no creo que tengas miedo.

— Pero... tengo miedo de soñar. —bajó la mirada.

— Yo te cuido —Respondió seguro, firme. Y es que había algo en él... que le hacía ver tan débil, tan delicado y desprotegido. Vlad le vio de nuevo, dejando caer un par de lágrimas, haciéndolo creer por un momento que había dicho algo malo—. Vlad —no le dejó terminar. Se abalanzó sobre él, dándole las gracias. Matías dio unas palmaditas sobre su espalda y le separó despacio—... No llores, tonto —sonrió al tiempo que limpiaba sus lágrimas con el pulgar—. Anda, a dormir —en seguida se acostó pegado al muro—. ¿No te quitarás eso? —le señaló el pantalón y la playera que traía— Te morirás de calor —se enderezó un poco y se despojó despacio de la playera, dejando ver algunas cicatrices que ahora con la luz, eran demasiado notorias sobre su pálida piel. Le miró con tristeza— ¿Te duelen?

— Un poco. Duelen menos que antes.

— Mañana le diré a Sophie y...

— No. —su nerviosismo regresó.

— Tranquilo. Ella curará tus heridas, nada más —medio sonrió. Vlad ya no dijo nada y se relajó, dejando que Mat se acostara a su lado—. Espero no molestarte... o lastimarte.

Apagó la luz y cerró los ojos, sintiendo cómo se apegaba a su cuerpo, como buscando protegerse de algo... o de alguien, mientras el suave perfume, que aún no reconocía, volvía a flotar en el aire envolviéndolos a ambos.

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