|Narrador omnisciente| El estruendo de las llantas al hundirse en la arena, el rugido de los motores y el traqueteo del vehículo al sortear los baches sacuden el interior.Aisling frunce el ceño, soltando un leve quejido de dolor que la cinta en su boca ahoga al instante. Abre los ojos de golpe, desorientada, y el terror se despliega ante ella como una niebla espesa.Sus pupilas recorren frenéticas el vagón del auto, que se balancea violentamente. El latido de su corazón resuena en sus oídos, su pecho sube y baja acelerado, y el miedo se enrosca como espinas afiladas bajo su piel.Intenta moverse, pero sus extremidades no responden; las manos y los pies están firmemente atados. El ardor en su rostro la quema. Sangre seca. Puede saborear el hierro en su boca, mezclado con el dolor que late en cada rincón de su cara, cuello y nuca. Es como si un bate hubiese caído sobre su cabeza una y otra vez.De pronto, el pánico la inmoviliza. Frente a ella, su amiga yace inerte, la cabeza inclinad
Sonidos de balas, gritos, golpes. Todo se desvanece en un eco lejano. Las heridas arden, la arena incrustada en la carne viva quema, pero por un instante el dolor se extingue. Los ojos se cierran, y la oscuridad lo envuelve todo.El aire está cargado de látex, alcohol y desinfectante. Frío, cortante. Los pitidos de las máquinas se clavan como agujas en los oídos. Pasos. Voces. Una presencia cercana.Aisling abre los ojos con esfuerzo. Sus extremidades están entumecidas, pesadas como si fueran ramas secas. Sus párpados tiemblan en un aleteo débil antes de enfocar la pálida pared frente a ella. Intenta mover los labios, pero la mascarilla de oxígeno se lo impide. Su garganta arde, cada respiración es un esfuerzo doloroso. Cierra los ojos con fuerza, intentando calmar el torbellino en su cabeza, y los abre de nuevo. Inhala. Exhala.—¿Aisling? —Una voz familiar la llama, temblorosa—. ¿Estás despierta?Gira el rostro lentamente, como si el mundo pesara toneladas. A su lado, Alaric, con el
—Lo siento, ha perdido al bebé.Las palabras del doctor golpean a Alaric como un mazazo. Pasa una mano por su rostro, sintiendo cómo el hastío le cala los huesos. No era su hijo, lo sabe, pero jamás habría deseado este desenlace.—¿Sabe la causa?.El doctor revisa su tabla antes de responder.—No encontramos sustancias extrañas en su sangre. Podría ser estrés extremo, deficiencia de hierro o ácido fólico… —hace una pausa, observándolo con gravedad—. Pero lo más preocupante es la autolesión.Alaric alza la vista, su expresión se endurece.—¿Autolesión?.—Sí. La paciente parece haberse golpeado a sí misma en el abdomen bajo. Eso, probablemente, causó el aborto.El aire se vuelve denso. Alaric se queda inmóvil, su ceño se frunce. —Entendido. Gracias, doctor.El médico asiente y se retira, dejándolo solo frente a la puerta de la habitación donde Margaret está internada. Su mirada se clava en la madera como si pudiera atravesarla. La rabia le bulle bajo la piel, cada pensamiento una chisp
|Dorothea Weber| —¿Qué está pasando aquí?.La voz de mi madre me arranca del sueño como un balde de agua helada. Mi corazón trepa hasta la garganta cuando veo a Artem todavía acostado a mi lado. ¿Este imbécil nunca se fue? Los ojos de mis padres me atraviesan como dagas envenenadas. Trago saliva con dificultad.—Mamá, papá... —mi voz suena tan débil que parece pedir permiso para existir—, puedo explicarlo...—Sí, eso es exactamente lo que van a hacer ahora mismo —responde mi padre con tono glacial.Intento despertar a Artem, sacudiéndolo del hombro. Él abre los ojos, somnoliento, y, para colmo de males, me regaña:—¿Qué haces despierta? Vuelve a dormir.La tensión en la sala es tan densa que podría cortarse con un cuchillo, pero Artem ni siquiera lo nota.—Señor Artem —la voz de mi padre suena contenida, pero peligrosa—, ¿puede explicar qué hace acostado junto a mi hija?.—Una pareja enamorada, ¿no lo ve? —suelta Artem, sin molestarse en mirarlo, mientras sigue acomodado contra mis p
|Artem Zaitsev| Un golpe tras otro con el puño de hierro. La sangre salpica como una obra de arte macabra, y el rostro del tipo queda reducido a una masa amorfa. Apenas un calentamiento, un preludio de lo que quiero hacerle. Pero entonces miro a Alaric. Su expresión: fría, contenida. ¿De verdad siente algo por este pedazo de carne magullada? Qué conmovedor.—¿Y bien? ¿Piensas confesar tus pecados antes de que Dios se canse de ti? —le suelto, dejando caer otro golpe que le arranca un diente. Bonito souvenir.—Artem, basta —ordena Alaric desde su trono improvisado, imperturbable, como si estuviera en una reunión de negocios y no en medio de un baño de sangre—. Déjalo hablar.—Creí que no querías explicaciones.—Siempre hay que dar margen a la duda.Resoplo con desdén y lanzo el puño de hierro a Roco, que sigue aquí a pesar de la herida de bala en la pierna. Ahí está, como yo, rechazando la idea de pudrirse en una camilla esperando una milagrosa recuperación. Qué horror. Me aparto, pre
|Alaric Kaiser|Llego a la mansión y encuentro a mi abuela en la sala de estar, esperando. Elena ya no está con ella.Algo debe haber descubierto para querer hablar conmigo. Seguro es sobre Margaret. Su desaparición le resulta extraña, y la incertidumbre ya le pesa demasiado.—Abuela —le doy un beso en la frente al acercarme—. ¿Qué haces aquí y no en tu habitación?.—Ya no es necesario que esté confinada —responde con seriedad—. Alaric, dime lo que me estás ocultando.Suspiro y me siento a su lado. Lo sabía. Sabe algo, pero quiere que se lo confirme yo mismo. Ya es hora de enfrentar esto.—¿Por dónde quieres que empiece? —pregunto, evitando mirarla—. ¿Por Margaret y todo lo que hizo? ¿Por Aisling y su amiga? ¿Por cuál?.—Por todo —exige, con voz firme—. No lo soporto más. Desde que llegué siento que me ocultas algo. Es hora de que me lo digas.—Si no lo he hecho, es por tu salud —la miro fijamente—. Los doctores advirtieron: nada de emociones fuertes.—Estoy preparada —afirma, con det
—¿Nana? —parpadeo varias veces, luchando por distinguir la realidad de un sueño—. ¿Eres tú?.Ella asiente, y aunque quiero quitarme la mascarilla de oxígeno e incorporarme, un dolor desgarrador me atraviesa el costado, arrancándome un jadeo. Nana, con la ternura que recuerdo, me obliga a recostarme de nuevo.—Shh, tranquila —susurra mientras acaricia mi cabello—. No tienes que levantarte. Estoy aquí, mi niña.Respiro hondo, intentando contener las lágrimas. Me dijeron que tengo una costilla rota, pero eso no importa ahora. Lo único que importa es que Nana está aquí.Mis ojos recorren su figura con avidez. Han pasado cuatro largos años desde que me dejó al cuidado de Alaric. Está más envejecida, más cansada, pero su mirada sigue siendo la misma: cálida, protectora. Mi garganta se anuda, y una sonrisa temblorosa se dibuja en mis labios. Ella está aquí, de verdad está aquí.—Mi niña... —murmura, acariciando mi cabello con esa suavidad que tanto añoraba—. ¿Qué han hecho de ti? ¿Fue un err
Alaric Kaiser bajó del avión con la elegancia de un hombre que estaba acostumbrado a dominar el mundo. Sus zapatos de cuero negro brillaban bajo la luz artificial de la pista mientras avanzaba hacia las dos hileras de hombres trajeados que lo esperaban con deferencia.Su cabello azabache, tan oscuro como la noche, estaba perfectamente peinado hacia atrás, sin un solo mechón fuera de lugar. Sus ojos, del mismo tono oscuro y penetrante, reflejaban una frialdad aterradora. Llevaba un traje hecho a medida color negro, que se ajustaba perfectamente a su figura atlética. La camisa del mismo color que asomaba impecable bajo el saco contrastaba con el brillo de los gemelos de oro que adornaban sus puños.Su porte era altivo, seguro, como el de un rey que acababa de regresar a su reino. No era solo un magnate; era un hombre que había conquistado su destino, y cada detalle de su presencia lo gritaba. Desde la firmeza de sus pasos hasta la mirada que lanzaba a los autos lujosos que lo esperaban,