Narra Lorena.Dicen que el sur se mueve como una serpiente: lento, silencioso, letal. Que allá las cosas se resuelven en cuartos cerrados, con whisky barato y órdenes susurradas al oído. Que el hermano de Carlo, ese nombre que por fin salió de las sombras como una maldición vieja,.es peor que él. No por cruel, sino por paciente. Un hombre que no grita, que no golpea, que no amenaza. Solo espera. Y cuando se mueve, alguien termina muerto. Lo escuché de boca de uno de los matones nuevos. Un tipo nervioso, con ojos de perro pateado, que soltó más de lo que debía con una sola copa de vodka y una mirada mía.Pero eso no fue lo peor del día.La encontraron esta mañana, en uno de los camarines. Tina. La pelirroja que bailaba como si el escenario le ardiera bajo los pies. Siempre con esa risa burlona, el cigarro colgando de los labios, los tacos de aguja y la cara empolvada de glitter. Ahora tenía la boca abierta en una mueca vacía y los ojos fijos en el techo, como si hubiera visto algo que
Narra Ruiz.La ciudad huele a humo, a metal oxidado, a traición.Siempre olí la podredumbre antes de que se hiciera carne, antes de que los cadáveres aparecieran flotando o los ojos se clavaran en mí con más hambre que respeto. Esta vez no es distinto. Hay un rumor, uno que no corre, se arrastra. Como serpiente, como maldición. El imperio se resquebraja. Y no hace falta ser un genio para entenderlo: uno de los míos me está vendiendo. Alguien que me debe la vida, o al menos las piernas, está negociando mi cabeza.Pero no tengo pruebas. Solo la certeza sorda que me golpea el pecho desde que encontraron a Tina con la garganta abierta. No fue solo un crimen. Fue un aviso.—Estás muy callado, Ru —dice Lorena desde el sofá, con una copa de vino entre los dedos y las piernas desnudas cruzadas como si el infierno pudiera sentarse con las piernas abiertas y pedirte que le llenes otra copa.La miro. Es hermosa. Pero no de esa belleza de portada. La suya es peligrosa, salvaje, como una navaja co
Narra Ruiz.Volví al despacho, al fondo de todo. Saqué una caja vieja, sellada con cinta negra. Dentro estaba la última cosa que Carlo dejó sin tocar: su libro de códigos. No era sólo para cifrar negocios. Era para algo más. Palabras claves. Tratos sellados con sangre. Y ahí estaba otro nombre, repetido más de una vez: Rafael Sousa. El hermano.Me están cercando, me están arrancando los dientes uno a uno, y sin embargo, todavía sonrío.Porque aunque el imperio se tambalee, yo sigo respirando, y el infierno aún me debe una última noche.La sangre todavía estaba caliente cuando cerré la puerta del despacho.No dejé que nadie me limpiara las manos. Quería que quedara el olor. Que se impregnara en mí como un recordatorio. Que cada vez que me tocara la cara, me llevara un poco del infierno a la lengua.—Rafael Sousa —murmuré.El nombre sabía a plomo y traición. A familia de mierda.Me serví un trago. Algo caro. Lo último que Carlo compró antes de que le reventaran el cráneo. Lo probé con l
Narra Lorena.El humo llegó antes que la noticia.Desde mi balcón podía ver las columnas negras bailando en el cielo, como serpientes furiosas saliendo del suelo para recordarnos que este lugar no conoce la paz. Las chicas murmuraban entre sí, algunas lloraban, otras simplemente se sentaban a fumar con los ojos vidriosos, como si ya estuvieran muertas por dentro.Yo me puse un vestido rojo.Porque el rojo es para las que sobreviven.—¿Qué pasó? —le pregunté a Sully, cuando entró con la cara más pálida que la sábana de una virgen.—Ruiz. Los hizo mierda. Todo el sur está ardiendo. Dicen que colgó a uno de los líderes en una iglesia, y que lo dejó con una nota clavada en el pecho que decía "Esto es sólo el prólogo."—¿Y las chicas?—Algunas no volvieron. Nadie sabe si están vivas. Una de las nuestras… Clara. La encontraron en un galpón. La habían usado hasta que se rompió por dentro.Mi estómago dio un vuelco. Tragué saliva. No lloré.Yo nunca lloro delante de los demás.Entré a mi habi
Narra Ruiz.Hay miradas que cortan más que una Gillette oxidada.Y la suya… la suya esta noche fue un bisturí en el alma.La noto apenas entra al salón. Se viste como siempre, con ese andar de loba y ese fuego que todos quieren tocar aunque les queme. Pero algo cambió.No en su cuerpo. No en su voz.En su forma de verme.Ya no hay deseo puro, ahora hay cálculo, como si estuviera midiéndome, pesándome. Viendo si valgo lo que le hice perder.—¿Todo bien, Lore? —le pregunto, cuando se acerca a servirse un whisky.Asiente. Sonríe.Pero su sonrisa es falsa. Una copia barata. Una réplica sin alma.Algo está mal. Muy mal.Y yo lo sé. Porque soy un experto en detectar traiciones. Las he cometido todas.—¿Estás enojada por lo del cabaret? —insisto, apoyándome contra la barra.Me mira. Esa mirada de mujer que ya no cree en vos.—No. ¿Por qué lo estaría? Solo mataron a mis amigas mientras vos estabas “muy ocupado”.Silencio.Le acerco la copa. Ella no la toma.—¿Y qué querés que te diga? —suelto
30 El banquete de los traidores.Narra Ruiz.La mesa es larga, las copas están llenas, los cuchillos, afilados, y yo… sonriendo como si no estuviera a punto de matar a uno.Los invitados llegaron temprano. Ropa elegante, relojes caros, cadenas que pesan como condenas.Caras sudadas, rostros plásticos, sonrisas falsas.La nueva cúpula del infierno.Cortés, Di Sarli, los guantes negros, la pandilla de Las Torres, los hermanos Vieira del mercado negro…Hasta una ex diputada caída en desgracia.Todos sentados, brindando con vino importado que probablemente pagamos con órganos traficados o cuerpos fríos.Yo los observo desde el cabecero de la mesa, y no digo nada, nada más los dejo hablar. Jactarse.Mostrar las plumas como gallos de corral.—Brindemos por el futuro —dice uno, levantando la copa.—Por el caos —responde otro, riendo con los dientes de oro a la vista.—Por tu puta, Ruiz —agrega Cortés con una sonrisa torcida—. La sirena del cabaret. Decime, ¿te canta antes de dormir?La risa
Narra Lorena.Hoy el cabaret huele distinto, ya no es el perfume de las chicas o el humo dulzón de los habanos.Hay una mezcla entre miedo y obediencia. Como si cada paso que damos dejara huellas que alguien está anotando, como si reír fuerte fuera pecado, como si bailar fuera una ofensa. Desde que Ruiz organizó esa cena con sus nuevos “aliados”, todo cambió. Los rostros se endurecieron.Las sonrisas se volvieron máscaras, y el silencio, rutina.Me siento en el tocador. Me delineo los ojos, los labios, rojo sangre, la espalda, al descubierto.El escote, provocador. Afuera, los hombres se apiñan por verme.Adentro, en lo único que pienso es en huir.—¿Ya no te gusta la acción, reina? —me pregunta Dalia, al entrar con una botella de vino.La miro por el espejo. Me encojo de hombros.—Siento que estamos jugando en una partida que no es nuestra. Y que alguien ya decidió quién pierde.Dalia se ríe.Pero hay algo tenso en su risa.—Nadie pierde, Lore. Solo se reacomodan las fichas.—¿Y si y
Narra LorenaNo fue fácil dar con él.Tuve que mover piezas que había enterrado con cuidado, fingir nombres, revivir códigos viejos, disfrazarme de mí misma veinte veces.Pero lo logré.Está sentado frente a mí, en un bar que huele a sudor seco y a sopa vieja, con el mismo sombrero sucio y los dedos amarillentos por la nicotina.El tiempo no lo perdonó.Y, sin embargo, sigue oliendo a pólvora y peligro.—Nunca pensé que volverías a buscarme, muñeca —dice sin sonreír.—Tampoco pensé que volvería a querer largarme de este infierno.—¿Ruiz?Asiento.—Estás durmiendo con un caimán con hambre —suelta, tomando un trago de ron barato—. Pensé que ya habías aprendido.—Pensé que él era distinto.Silencio.En esta ciudad, eso es lo más estúpido que puede decirse.—¿Tenés pasaportes?—Siempre.—¿Rutas seguras?—Hay una. Pero es cara. Y peligrosa.—Todo lo que vale la pena lo es.Me observa.Sus ojos son más claros de lo que recordaba.—¿Y el chico?El corazón me da un vuelco.No habíamos dicho n