Narra Lorena.Hoy el cabaret huele distinto, ya no es el perfume de las chicas o el humo dulzón de los habanos.Hay una mezcla entre miedo y obediencia. Como si cada paso que damos dejara huellas que alguien está anotando, como si reír fuerte fuera pecado, como si bailar fuera una ofensa. Desde que Ruiz organizó esa cena con sus nuevos “aliados”, todo cambió. Los rostros se endurecieron.Las sonrisas se volvieron máscaras, y el silencio, rutina.Me siento en el tocador. Me delineo los ojos, los labios, rojo sangre, la espalda, al descubierto.El escote, provocador. Afuera, los hombres se apiñan por verme.Adentro, en lo único que pienso es en huir.—¿Ya no te gusta la acción, reina? —me pregunta Dalia, al entrar con una botella de vino.La miro por el espejo. Me encojo de hombros.—Siento que estamos jugando en una partida que no es nuestra. Y que alguien ya decidió quién pierde.Dalia se ríe.Pero hay algo tenso en su risa.—Nadie pierde, Lore. Solo se reacomodan las fichas.—¿Y si y
Narra LorenaNo fue fácil dar con él.Tuve que mover piezas que había enterrado con cuidado, fingir nombres, revivir códigos viejos, disfrazarme de mí misma veinte veces.Pero lo logré.Está sentado frente a mí, en un bar que huele a sudor seco y a sopa vieja, con el mismo sombrero sucio y los dedos amarillentos por la nicotina.El tiempo no lo perdonó.Y, sin embargo, sigue oliendo a pólvora y peligro.—Nunca pensé que volverías a buscarme, muñeca —dice sin sonreír.—Tampoco pensé que volvería a querer largarme de este infierno.—¿Ruiz?Asiento.—Estás durmiendo con un caimán con hambre —suelta, tomando un trago de ron barato—. Pensé que ya habías aprendido.—Pensé que él era distinto.Silencio.En esta ciudad, eso es lo más estúpido que puede decirse.—¿Tenés pasaportes?—Siempre.—¿Rutas seguras?—Hay una. Pero es cara. Y peligrosa.—Todo lo que vale la pena lo es.Me observa.Sus ojos son más claros de lo que recordaba.—¿Y el chico?El corazón me da un vuelco.No habíamos dicho n
Narra Ruiz.La noche cae como una trampa lenta sobre la ciudad que ahora, más que nunca, me pertenece… o eso me gusta pensar. Hay algo podrido entre las paredes de este nuevo imperio, lo siento en los huesos, como si el concreto mismo susurrara traiciones en cada rincón. Pero lo que no esperaba era encontrarla en mis propias narices. En mi escritorio. Dentro de esa carpeta.Una carpeta simple, sin marca, deslizada entre papeles comunes. La abro por costumbre, y al principio no me parece nada. Pero entonces, ahí está: la foto. El nene de mirada intensa, ojos oscuros, la piel pálida como la de ella. No necesito ver el certificado para saberlo, pero lo leo igual. El nombre. La fecha. El sello de adopción. Unas iniciales que me sacuden las tripas.—Hijo de puta… —murmuro, pero no sé si hablo del crío, del que se lo llevó, o de mí por no haberlo visto antes.El escritorio tiembla bajo el puñetazo que le meto. No me importa. Ni los papeles volando. Ni el tipo que asoma por la puerta como si
Narra Lorena.No hace frío, y sin embargo, tiemblo.Las sábanas todavía huelen a su piel, al sudor mezclado con deseo, a la tensión que me arrastró hasta ese escritorio, hasta sus manos, hasta esa confesión maldita.Pero no es por eso que tiemblo.Es porque algo, en algún rincón que no logro ubicar del todo, empieza a resquebrajarse. Como si hubiera un leve crujido en los cimientos, uno que solo yo puedo oír. Y me está volviendo loca.Ruiz no me dijo nada más. Se vistió en silencio, me dejó con las piernas débiles y la cabeza llena de mierda. Y se fue. Como si acabara de darme un regalo que no supe valorar. Como si el descubrimiento de mi hijo fuera un arma de doble filo. Y lo es. Porque ahora él tiene esa información. Y yo ya no puedo respirar sin sentir que me observa desde adentro.Me ducho sin ganas. El agua no alcanza para quitarme la sensación de estar sucia por dentro. Me visto, me maquillo. Me miro al espejo como tantas otras veces, pero esta vez no veo a la reina del cabaret.
Narra Ruiz.La lealtad es una ilusión cara.Y yo la pago todos los días con sangre.Esta mañana encontré otra nota anónima en la bandeja de plata donde me sirven el desayuno.No es raro. Lo que es raro… es el nombre que aparece escrito en tinta negra, subrayado con saña:Ismael D’Amico.Ese hijo de puta está vivo. Y cerca.La última vez que oí ese nombre fue hace años, cuando Carlo juró que lo había hecho desaparecer por vender información al mejor postor. Un fantasma que se esfumó en medio del humo y las ruinas. Pero si está de vuelta, y si está cerca de ella, entonces todo lo que armé con estas manos puede desmoronarse.Lanzo la taza contra la pared. El café explota como sangre.—¡Sully! —rugido seco.En segundos, mi sombra personal aparece en la puerta, más tenso que de costumbre.—Quiero saber dónde está Ismael. Quiero saber qué come, a quién se tira, qué mierdas le prometió a mi mujer. Y si está tocando lo que no debe… lo quiero muerto.Sully no pregunta nada. Solo asiente.Pero
Narra Lorena.La ciudad huele a sudor y a pólvora.Pero hoy, lo que más me retumba en el pecho es el perfume de Ruiz en mi piel, aún después de la ducha.Esos labios malditos que me besan como si quisieran hacerme olvidar el infierno donde vivo.Estoy sentada frente al espejo, arreglándome el cabello como si fuera otra noche más.Pero no lo es.Esta noche me voy a encontrar con Ismael otra vez.Y sé que, si Ruiz lo descubre, me va a partir al medio.—Una copa más y hablamos de lo serio —me había dicho Ismael anoche, en ese bar clandestino del sur, donde nadie usa su nombre real.—No tengo tiempo para juegos.—Esto no es un juego, Lore. Es tu hijo.Esas palabras me siguieron hasta la cama, incluso mientras Ruiz me arrancaba la ropa como si necesitara borrarme los pecados a dentelladas.Me besó con furia. Me tomó como si pudiera borrarme la memoria con su cuerpo.Y por un segundo, casi lo logró.Casi olvido que estoy mintiéndole. Casi olvido que, mientras gimo su nombre, estoy tramando
Narra Ruiz.El cigarro me sabe a tierra húmeda. A cementerio recién abierto. A pasado podrido.Estoy en la terraza del cabaret, con la camisa abierta y la pistola sobre la mesa.El amanecer pinta la ciudad con esa luz sucia que tienen los lugares que nunca duermen.Lorena duerme adentro, como si no tuviera secretos en la sangre.Como si sus labios no hubieran temblado más de lo normal anoche.Como si su cuerpo no se hubiera aferrado al mío con una mezcla extraña de deseo y miedo.Algo no está bien.Y no hablo de lo de siempre: policías corruptos, bandas rivales, negocios sucios.No.Hablo de ella.—Don Ruiz —aparece Sully, con su voz de siempre, áspera y grave—. Tenemos un problema.No hay días sin problemas.Pero mi silencio le da permiso para hablar.—Los de la vieja guardia, los que venían del norte… no están cómodos con la nueva sociedad. Dicen que usted les oculta cosas. Que no les está mostrando todas las cartas.Lo miro.No respondo.Sully traga saliva.—Y eso no es lo peor. Al
Narra Ruiz.La muerte de Amanda fue rápida. Pero no silenciosa.En este mundo, los cuerpos desaparecen fácil.Pero el eco de sus gritos, aunque sólo hayan sonado en su garganta cerrada, llega igual a donde tiene que llegar.Esa misma noche, me llaman desde un número que no tengo agendado.—Sabía que no tardarías en mover ficha, Ruiz —dice una voz femenina, seca, con una pizca de burla elegante.—¿Quién sos?—Alguien que respeta tu estilo. Y que podría ayudarte. O destruirte.Silencio.—Estoy en la ciudad. En el Hotel Ébano. Habitación 1206. Vení si tenés huevos.Corta antes de que responda.Sully no quiere que vaya. Me mira como si me estuviera metiendo en la boca de un lobo que ya conoce el sabor de mi sangre.—Esta ciudad se está llenando de hienas, jefe.—Por eso hay que mirarlas a los ojos.La habitación 1206 huele a humo caro y vino derramado.La encuentro sentada en el borde de la cama, piernas cruzadas, vestido rojo que no deja lugar a la imaginación y una pistola en la mesita