Narra Ruiz.El cigarro me sabe a tierra húmeda. A cementerio recién abierto. A pasado podrido.Estoy en la terraza del cabaret, con la camisa abierta y la pistola sobre la mesa.El amanecer pinta la ciudad con esa luz sucia que tienen los lugares que nunca duermen.Lorena duerme adentro, como si no tuviera secretos en la sangre.Como si sus labios no hubieran temblado más de lo normal anoche.Como si su cuerpo no se hubiera aferrado al mío con una mezcla extraña de deseo y miedo.Algo no está bien.Y no hablo de lo de siempre: policías corruptos, bandas rivales, negocios sucios.No.Hablo de ella.—Don Ruiz —aparece Sully, con su voz de siempre, áspera y grave—. Tenemos un problema.No hay días sin problemas.Pero mi silencio le da permiso para hablar.—Los de la vieja guardia, los que venían del norte… no están cómodos con la nueva sociedad. Dicen que usted les oculta cosas. Que no les está mostrando todas las cartas.Lo miro.No respondo.Sully traga saliva.—Y eso no es lo peor. Al
Narra Ruiz.La muerte de Amanda fue rápida. Pero no silenciosa.En este mundo, los cuerpos desaparecen fácil.Pero el eco de sus gritos, aunque sólo hayan sonado en su garganta cerrada, llega igual a donde tiene que llegar.Esa misma noche, me llaman desde un número que no tengo agendado.—Sabía que no tardarías en mover ficha, Ruiz —dice una voz femenina, seca, con una pizca de burla elegante.—¿Quién sos?—Alguien que respeta tu estilo. Y que podría ayudarte. O destruirte.Silencio.—Estoy en la ciudad. En el Hotel Ébano. Habitación 1206. Vení si tenés huevos.Corta antes de que responda.Sully no quiere que vaya. Me mira como si me estuviera metiendo en la boca de un lobo que ya conoce el sabor de mi sangre.—Esta ciudad se está llenando de hienas, jefe.—Por eso hay que mirarlas a los ojos.La habitación 1206 huele a humo caro y vino derramado.La encuentro sentada en el borde de la cama, piernas cruzadas, vestido rojo que no deja lugar a la imaginación y una pistola en la mesita
Narra Lorena.El cabello de Bárbara huele a tabaco, lluvia y sándalo.Y su sombra es más larga que su cuerpo.Hace dos noches que me acompaña en silencio.Desde que escapamos del atentado en casa de Vane, no la he oído decir más de lo necesario.Pero me cuida. Me cubre. Y lo más peligroso de todo: me comprende.—Sabés que no podés quedarte en el cabaret —me dice mientras camina a mi lado, en los túneles que cruzan debajo del viejo puerto.—Lo sé.—Ruiz ya no confía. Ni vos en él.—Nunca fue cuestión de confianza —respondo—. Fue cuestión de quién dispara primero.La sede del grupo se esconde bajo una discoteca abandonada.Ahí, entre paredes llenas de grafitis, latas de cerveza y humedad, opera una célula que sabe más de Ruiz de lo que debería.Ismael aún no ha mostrado su cara.Pero las hijas del humo, así se hacen llamar, me han abierto sus puertas.Me ofrecen lo que Ruiz jamás me dio: Una salida. Una posibilidad de recuperar a mi hijo.De desaparecer.—Él ya no es el hombre que conoc
Narra. Lorena.Regresar es un arte que se aprende con cicatrices.Me pinté los labios como si fuera a matar con ellos.Los ojos delineados, afilados como cuchillas.Una falda ajustada, negra, de esas que hablan sin decir una palabra.El perfume justo. Ese que a Ruiz siempre le hacía cerrar los ojos como si respirarme fuera un ritual.La ironía es eso: tener que seducir al hombre que tal vez me robó la vida.O peor… al que la convirtió en esta versión de mí que no reconozco.El cabaret está en ruinas parciales.No por fuera —las luces siguen titilando, el cartel se mantiene firme—, pero adentro se respira otro aire.Los rostros son nuevos, y los viejos… están ausentes, o muertos.Me muevo entre pasillos con paso seguro.Cierro heridas con maquillaje, sonrisas falsas, abrazos que huelen a pólvora.Bárbara me advirtió: no le digas nada, no lo acuses todavía.Averiguá primero.Y después… después hacelo arder.—Señorita Lorena —me dice El Caimán, uno de los nuevos socios, apenas cruzo el v
Narra Ruiz.Hay un momento en el que el poder deja de sentirse como un privilegio y empieza a parecerse a una carga con dinamita adentro.Y yo, el gran Ruiz, el hijo de puta que fundó imperios con sangre y sudor ajeno, me estoy dando cuenta de que se me están escapando las ratas por las rendijas.Y la más peligrosa de todas… duerme en mi cama.O mejor dicho: juega a dormirse mientras me clava cuchillos con los ojos.Lorena.Mi bendita perdición.Hay algo en su forma de moverse que me pone en guardia.Una calma falsa. Una sonrisa de esas que dan frío.No es que haya dejado de tocarme —de hecho, anoche me dejó marcas que todavía me arden—, pero hay un espacio invisible entre nosotros, una pared de silencio que antes no estaba.Y eso no me gusta.No me gusta nada.La paranoia me muerde los talones desde que abrí esa puta carpeta con la dirección.Una que no tendría que estar ahí.Una que alguien puso donde no debía, o donde yo no debía mirar.¿Y qué casualidad que fue justo después de qu
Narra Lorena.A veces, el silencio pesa más que la verdad.Esa mañana, cuando desperté en la cama de Ruiz, envuelta en sus brazos como si fueran una soga tibia y perfumada de humo, algo me arañó el pecho desde adentro.No era dolor. Era una advertencia.Sus dedos dormidos rozaban mi cintura, pero su alma ya no estaba allí.No conmigo. No en ese cuarto.La sentí vagar, inquieta, más allá de esas paredes, tramando algo.Lo observé dormir. O fingir dormir, porque nadie como él domina mejor el arte del engaño. Su respiración era pareja, su cuerpo relajado… pero sus párpados se contraían, como si debajo de ellos las pesadillas lo estuvieran entrenando para una guerra que no me había invitado a pelear.Me levanté sin hacer ruido, fui al baño, me mojé la cara. El agua estaba helada, como mi intuición.Algo iba a pasar.Algo grande.Y lo peor: yo era parte del decorado, pero no del guión.Cuando salí, él ya no estaba en la cama. Ni en la habitación.Solo su olor.Tabaco, perfume caro… y traic
Narra Ruiz.No hay gloria sin sangre y yo soy el cabrón que lo demuestra.La noche huele a concreto quemado, a perfume caro mezclado con pólvora, a traición recién abierta.Camino entre los escombros del cabaret como si fuera un templo antiguo que acabo de destruir con mis propias manos.Porque sí.Porque podía.Porque debía.Ismael murió sin darse cuenta.Una parte de mí quería verlo arder lento, con los ojos abiertos y el alma colgando, pero el destino fue más rápido.La segunda explosión se lo tragó entero, y con él, la mitad de esa sociedad podrida que intentó ponerme una correa.Yo no soy perro de nadie. Yo fabrico collares.Mis hombres limpian los restos.Algunos con mangueras, otros con fuego.Y los cuerpos…Bueno, los cuerpos tienen la cortesía de no quejarse cuando los dejamos irreconocibles.Hay música sonando en mi despacho.Jazz de fondo.Whisky en mi vaso, hielo flotando como si no supiera que va a morir derretido.Y yo, en bata.Rodeado de mujeres.Tres.No porque las qu
Narra Ruiz.La noche me huele a traición.Hay un silencio extraño en el aire, como si la ciudad estuviera conteniendo el aliento, sabiendo lo que se viene.No es un silencio piadoso.Es el que precede al estallido, ese instante exacto en que el corazón se acelera antes de que el cuchillo atraviese la carne.Y esta vez, yo no voy a dar advertencias.No va a haber amenazas.Solo cadáveres.El auto se detiene frente a una de las guaridas que me pertenecía, una de las más discretas, uno de los puntos que nunca compartí con Lorena.Pero ahora, los sensores están muertos.Las cámaras, cortadas.Y un perfume suave en el aire me confirma lo que ya intuía.Ella estuvo acá.Y no estuvo sola.—Abran la puerta —le digo a uno de mis hombres.No necesito repetirlo.Una patada.Dos.La chapa cede.Adentro, todo está revuelto.Papeles regados, sangre seca en el piso, un brasero aún humeante.Pero lo que me llama la atención está colgado del marco de la puerta: una cinta roja atada con precisión quirú