26. Los santos también sangran.

Narra Ruiz.

La ciudad huele a humo, a metal oxidado, a traición.

Siempre olí la podredumbre antes de que se hiciera carne, antes de que los cadáveres aparecieran flotando o los ojos se clavaran en mí con más hambre que respeto. Esta vez no es distinto. Hay un rumor, uno que no corre, se arrastra. Como serpiente, como maldición. El imperio se resquebraja. Y no hace falta ser un genio para entenderlo: uno de los míos me está vendiendo. Alguien que me debe la vida, o al menos las piernas, está negociando mi cabeza.

Pero no tengo pruebas. Solo la certeza sorda que me golpea el pecho desde que encontraron a Tina con la garganta abierta. No fue solo un crimen. Fue un aviso.

—Estás muy callado, Ru —dice Lorena desde el sofá, con una copa de vino entre los dedos y las piernas desnudas cruzadas como si el infierno pudiera sentarse con las piernas abiertas y pedirte que le llenes otra copa.

La miro. Es hermosa. Pero no de esa belleza de portada. La suya es peligrosa, salvaje, como una navaja co
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