Capítulo 5
Me quedé sin aliento, con la boca abierta como un pez fuera del agua. El terror se acumuló en mi garganta hasta que finalmente estalló:

—¡No! ¡No me toques!

Mi grito repentino sobresaltó a Héctor, quien aflojó su agarre. Me alejé arrastrándome hasta la esquina, aferrándome desesperadamente a los jirones de mi ropa.

—Por favor, de verdad te lo suplico. No volveré a molestar a Héctor, lo juro. Por favor, déjame ir... —le rogué sin parar.

Él se acercó paso a paso, sus labios se movían como si dijera algo, pero yo ya no podía oír. En mi mente, volví a aquella noche terrible. Así fue como ellos destruyeron mi última pizca de dignidad.

No podía soportar vivirlo de nuevo. Con mis últimas fuerzas, agarré el cuchillo de la mesa y lo clavé en dirección a mi corazón.

—¡Sofía! —gritó Héctor con los ojos desorbitados.

Sonreí. No dolía nada. Era una sensación de ligereza que nunca había experimentado.

Lástima que fallé. No logré morir.

Cuando desperté, estaba en el hospital. Unos hombres altos custodiaban la puerta. Afuera, se oían voces discutiendo:

—¡Sofía es mi esposa legítima! ¿Con qué derecho me impides pues de verla? —era la voz de Héctor.

—Entonces, señor Gómez, prepare los papeles del divorcio y aclare la división de bienes. En cuanto mudita se recupere, firmarán el divorcio —respondió otra voz.

—¡Mateo! ¡No te pases de la raya! —espetó Héctor.

¿Mateo? ¿Sería el Mateo que yo conocía?

La puerta se abrió y entró un hombre elegante, de traje. Sus ojos negros me miraron con ternura y algo de pena.

—Mudita, mira cómo te has puesto en mi ausencia —dijo con una sonrisa triste.

Sonreí débilmente. —Mateo...

Resultó que Mateo era el hombre de los Rojas dispuesto a enfrentarse a Héctor por mí. Sus ojos se iluminaron de sorpresa.

—¡Puedes hablar!

Ese día, no se apartó de mi lado. Me contó que era el hijo ilegítimo de los Rojas, una familia tan poderosa como los Gómez. La señora Rojas había muerto sin dejar herederos, así que la aparición de Mateo resolvió el problema de sucesión de su padre Jairo.

—Pensaba esperar a que me buscaran, pero cuando desapareciste me asusté tanto que tuve que presentarme yo mismo —confesó mientras me pelaba una manzana—. No te preocupes, ahora que estoy al frente de los Rojas, puedo protegerte. No dejaré que ese canalla vuelva a lastimarte.

Mordí la manzana. Su dulzura me llegó al corazón. Alcé la mirada y le pregunté:

—Mateo, ¿me crees?

Él se sorprendió por un momento, pero enseguida entendió a qué me refería. Sonrió y me acarició la cabeza.

—Yo te creo.

El día que salí del hospital, volví a ver a Héctor. Estaba desaliñado, con barba de varios días. Se veía muy deteriorado.

Intentó acercarse, pero Mateo lo detuvo. Con una mirada de rabia, Héctor me exigió que volviera a casa.

—Sofía, aún no estamos divorciados. ¿Cómo puedes ser tan zorra?

Sus insultos me hirieron. Retrocedí instintivamente, mis manos temblando sin que pudiera evitarlo. Mateo lo notó.

Me puso detrás de él y le dio un puñetazo a Héctor.

—¡Lárgate! —le gritó.

Aunque su espalda no era muy ancha, me hizo sentir inexplicablemente segura.

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