Capítulo 3
Los siguientes días, una sirvienta reemplazó a la persona que solía llevarme la comida y Héctor no volvió a aparecer.

Pero, entonces, llegó Jenny Suárez.

La había visto algunas veces antes, y sabía que era la hija adoptiva de los Gómez y el amor platónico de Héctor. Sus facciones eran delicadas, y sus grandes y brillantes ojos me conmovían con solo mirarlos.

Se presentó ante mí con aires de señora de la casa, caminando sobre unos elegantes zapatos de tacón, ataviada con un vestido negro que resaltaba sus curvas.

—Escuché que estuviste vagando por ahí durante tres años y que te has vuelto tonta y muda —dijo con un tono burlón—. Héctor te odia tanto... Si te quedas aquí, no la pasarás bien. Pero, si quieres irte, yo misma puedo ayudarte.

Al oír esto, alcé la mirada temblorosa y capté un destello de burla en sus ojos, aunque su expresión se suavizó rápidamente.

Yo anhelaba tanto irme que, temiendo perder aquella oportunidad, acepté desesperadamente su oferta.

Rápidamente, me hizo intercambiar ropa con ella y me puso unas gafas de sol.

—Es la única forma de evitar a los guardias en la entrada —me advirtió—. Una vez fuera, mi chofer te llevará a donde quieras ir.

Asentí nerviosamente, tragando saliva.

Estaba tan emocionada con la idea de escapar que no me di cuenta de que, en realidad, me habían llevado a una fiesta, y, pronto, alguien me reconoció.

—Vaya, vaya, si es la señorita de los Linares. ¿Qué hace honrándonos con su presencia?

—¿La señorita Linares? ¿Acaso no has visto las noticias? Ahora no es más que una pordiosera.

—Con razón. Me parecía raro que la altanera Sofía viniera a nuestra pequeña reunión. Resulta que ha venido a recoger la basura.

Las carcajadas resonaron por todo el lugar.

Yo siempre había sido arrogante, protegida por mi padre, y nunca había aprendido a manejarme en sociedad, lo que había hecho que me ganara un buen puñado de enemigos. Por lo que ahora, mi desgracia se había convertido en su diversión.

Entre las risas, nerviosa, me aferré al borde de mi vestido, mirando constantemente hacia la salida, hasta que divisé una figura vestida de blanco. Era Jenny, con un golpe rojo en la frente y aspecto totalmente desaliñado.

Sin pensarlo, corrí hacia ella y le supliqué que me sacara de allí. Sin embargo, su mirada se fijó detrás de mí, y, de pronto, comenzó a llorar y a gritar:

—¡Sofía! Sé que me odias, y no me importa que me hayas golpeado para robarme la ropa. Pero, por favor, ¿podrías irte? No avergüences más a Héctor.

Acto seguido, una voz familiar gritó:

—¡Sofía!

Y, antes de que pudiera reaccionar, alguien me jaló con fuerza, haciéndome tropezar y golpearme contra una mesa, mientras el sonido de copas rompiéndose acompañaban mi caída.

Varios fragmentos de vidrio se clavaron en mis palmas, pero, procuré ignorar el dolor, mientras levantaba la mirada, encontrándome con un par de ojos llenos de furia.

Negué con la cabeza, desesperada. Quería decir que no era lo que parecía, pero las miradas de desprecio a mi alrededor me dejaron muy en claro que nadie me creería.

Ni siquiera Héctor, quien abrazó a Jenny, mientras me decía:

—No vuelvas a desafiar mis límites.

«Claro», pensé, «su límite siempre había sido Jenny».

Tras esto, me llevaron de vuelta a la mansión, donde, aterrada, esperé el castigo que vendría.

Horas después, Héctor regresó. Miró la comida intacta y su respiración se tornó pesada, como si estuviera conteniendo su ira hacia mí.

Quería llorar, pero no me atrevía. La antigua señorita de los Linares era caprichosa y una llorona, algo que a Héctor siempre le había molestado.

—Sofía, tus lágrimas me repelen —solía decirme, apartándome con fastidio.

Así que, para no asquearlo, había aprendido a contener mi llanto.

Mientras pensaba en esto, Héctor se agachó frente a mí y el leve aroma a tabaco me envolvió mientras me sujetaba de la barbilla, obligándome a mirarlo.

Sus hermosas facciones, frías y duras, estaban en total tensión.
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