Capítulo 4
Instintivamente quise arrodillarme para suplicar perdón, pero él me sujetó con fuerza.

—¿Acaso tanto me temes? —preguntó—. Sofía, ¿cómo te has vuelto tan cobarde? Debes estar fingiendo. La señorita de los Linares que no podía soportar ni una pizca de sufrimiento, ¿ahora apesta a basura, mierda y llega hasta el punto de mearse encima? ¿Crees que aparentando ser tan miserable te voy a perdonar? ¡La muerte de mi padre y los diez años que perdí con Ismael son por tu culpa! ¿Cómo te atreves?

Sus ojos se enrojecieron y su agarre se hizo más fuerte. Reprimiendo las lágrimas, junté mis manos en súplica, rogando que me perdonara. Era algo que había aprendido en las calles - cuando me golpeaban, si les suplicaba así, se aburrían y me dejaban en paz.

Pero olvidé que quien estaba frente a mí era Héctor, la persona que más me odiaba en el mundo.

—¿Qué le pasó a tu mano? —preguntó de repente, agarrándome la muñeca.

Esta mano que alguna vez fue delicada y elegante, ahora estaba llena de cicatrices por los sabañones. La herida en la palma seguía sangrando. Intenté retirarla, pero él era demasiado fuerte.

Su furia iba en aumento. Sentía que me iba a romper los huesos.

—¿Por qué no me dijiste que estabas herida?

No me atrevía a hablar. Mantuve la cabeza baja, como una criminal. A Héctor le molestaba cuando le mostraba mis heridas. Antes, cuando me lastimaba y buscaba su atención, él me regañaba por exagerada. Con el tiempo, aprendí a curarme sola y a ir al hospital por mi cuenta. Nunca más lo molesté con eso.

Pero incluso así, se enojó.

Me llevó a la sala y trajo el botiquín para vendarme. Sus hermosos ojos estaban bajos mientras me curaba con extrema delicadeza. Por un momento, sentí que volvía a mi infancia, cuando Héctor era bueno conmigo. Me consolaba si me caía y ahuyentaba a los chicos que me molestaban. Fue esa amabilidad la que me hizo creer, equivocadamente, que él también me quería.

—Es tarde. Mañana te llevaré al hospital —dijo suavemente.

Me quedé atónita. Casi no reconocí su tono amable.

Acarició el vendaje en mi mano. Sus hombros empezaron a temblar y escuché un sollozo ahogado.

—¿Por qué, Sofía? ¿Por qué le hiciste eso a mi padre?

Lo miré con la mente en blanco, sin fuerzas ni para explicarme.

Después de ese día, Héctor volvió a desaparecer. No lo vi hasta un mes después.

Regresó ebrio, irrumpiendo en la habitación. Me agarró bruscamente y me arrojó sobre la cama. Se lanzó sobre mí con agresividad.

Luché por recuperarme del golpe y traté de resistirme, pero mis esfuerzos sólo lo enfurecieron más. En la tenue luz, vi sus ojos rojos. Parecía una bestia enloquecida.

—Sofía, ¿cómo conociste a los Rojas? —preguntó con una mueca—. Increíble que los Rojas se enfrentaran a mí por ti. Vaya que tienes talento.

Bajo los efectos del alcohol, había perdido toda razón. Me sujetó del cuello y empezó a rasgar mi ropa con violencia.

Los recuerdos traumáticos me inundaron de golpe: callejones oscuros, rostros lascivos, y aquella llamada de auxilio que nunca fue respondida.

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