Capítulo 2
Con el tiempo, él logró lo que quería. Terminó despojando a los Linares de su fortuna, encarceló a mi padre, mientras que a mí me sometió a innumerables humillaciones.

Hasta que un día, me encontré atrapada en un callejón sin salida, y, asustada, lo llamé.

Grité pidiéndole ayuda, pero solo recibí una respuesta indiferente.

—Sofía, ¿quién sabe qué trampa se te ha ocurrido esta vez? Si quieres echarte a perder, hazlo, pero lejos de mí.

Y así, tal y como él deseaba, me alejé de su vida.

Refugiada en un lugar donde no podía verme, luchaba por sobrevivir en la miseria. Sucia y desamparada, vivía peor que un perro callejero. Y no podía creer que él aún fuera a buscarme.

—Sofía, ¿qué fue lo que te pasó? —preguntó, aparentemente sorprendido por mi estado.

Acto seguido, se acercó y me abrazó sin preocuparse de manchar su caro traje, mientras algunos curiosos, que habían escuchado el alboroto, se acercaban a ver. Incluso, uno de ellos se atrevió a aconsejarlo:

—Señor, es mejor que se mantenga alejado de esa muchacha, parece que tiene algún problema mental.

—¿Problema mental? —preguntó, incrédulo.

—Sí, ha estado por aquí varios años y siempre actúa de la misma manera.

Al ver que me flaqueaban las piernas, Héctor no dudó y me levantó, llevándome consigo hacia el coche.

Muerta de miedo, abrí los ojos de par en par y me quedé completamente rígida, sin atreverme a luchar.

Una vez junto al auto, me lanzó en el asiento trasero y el aire se inundó de mi pestilente hedor.

Temblando, me pegué al marco de la puerta, sintiéndome incapaz de alzar la mirada, mientras la sensación de mis pantalones húmedos aumentaba mi temor.

Héctor jamás me había permitido que tocara sus cosas, pero, ahora, no solo había ensuciado su ropa, sino también su carro. ¡Debía estar furioso! Y yo no podía evitar temer a su mal humor.

Sin embargo, esta vez, Héctor no dijo nada, sino que simplemente encendió el motor y me llevó al hospital, en el que me hicieron varias pruebas. Tras lo cual me diagnosticaron con trastorno derivado del estrés.

—Sofía, ¿qué has pasado todos estos años? —preguntó él, tras soltar un suspiro, mientras sostenía el informe.

No respondí, y tampoco cooperé, por lo que, sin otra opción, no le quedó más remedio que llevarme de regreso a su lujosa mansión, la cual ya no era un hogar para mí. Por el contrario, se me antojaba como una fría prisión.

Aquella casa había sido un regalo de mi padre por nuestra boda, pero también había sido el lugar que había escogido el padre de Héctor para quitarse la vida.

Un miedo inmenso me oprimía la garganta, como si alguien pudiera matarme en cualquier momento, mientras Héctor me miraba con una mezcla de sentimientos y su mirada cargada de un evidente odio.

—Sofía, no creas que esto te librará de tus culpas, no es suficiente, está muy lejos de serlo.

Sin embargo, dejó de trabajar y se encargó de cuidar de mí.

Todo en aquel lugar seguía igual. Lo único que había cambiado era la actitud que Héctor tenía hacia mí.

Pero un buen cazador nunca se va detrás de una presa débil. Y sabía que su paciencia era temporal, como siempre lo había sido. Todo lo bueno que había hecho por mí siempre había tenido un precio.

Sin embargo, ahora, ya no podía pagar.

Mis nervios estaban a flor de piel y no me atrevía a relajarme. Y no podía comer… ni siquiera dormir en la cama. Después de todo, el padre de Héctor había muerto en esa misma habitación.

Por esto, cada vez que cerraba los ojos, no podía evitar imaginar la escena de su cuerpo sobre un gran charco de sangre.

Héctor no intentó persuadirme, y solo se limitaba a repetir el ciclo de llevarme comida y recoger los platos.

Sin embargo, después de unos días, ya no pude aguantar más. Mi vista comenzó a nublarse, el hambre y el sueño estaban haciendo mella en mí, y casi vomito el nulo contenido de mi estómago.

Finalmente, con las manos y pies débiles por la inanición, comencé a devorar la comida.

Quizás era porque hacía mucho que no probaba algo tan delicioso, pero comí tan rápido que casi me atraganté en varias ocasiones.

Después de saciarme, me encogí en el suelo y me quedé dormida.

Cuando Héctor regresó, lo que encontró fue un plato vacío, completamente limpio.

—Ya sabía que una persona como tú nunca se dejaría morir de hambre —rio con desdén, mientras yo, acurrucada en una esquina, me abrazaba las piernas, con la mirada baja, sin decir nada.

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