CAPÍTULO 2

Se creó un absoluto silencio en la sala después de eso. 

—¿Perdón? ¿Qué acabas de decir? ¿Eres la hija de quién? —saltó Maximiliano con cara de pocos amigos y bastante asombrado. Jamás esperó ese parentesco porque, hasta donde él sabía, Fred Davison no tenía hijos.

—Caballeros… —intervino Lenis en medio del estupor. Ella sabía que George se encontraba analizando las reacciones y el lenguaje corporal de Davis, mientras seguía conectada visualmente a Max—, ya debo conectar la sala de chat. Si me disculpan…

Lenis hizo su trabajo y en tan solo segundos, todos los presentes lograron ver la imagen del abogado Fiztgerald aparecer en la pantalla.  

—Muy buenas tardes. Espero se me escuche bien. 

—Fuerte y claro —informó Lenis, sonriendo políticamente—. Con permiso —dijo, para retirarse. 

Luego de ella salir de la sala de juntas, habló de nuevo el abogado desde Inglaterra.

—Muchas gracias por estar todos presentes... 

—Señor, por favor, si me permite… —interrumpió Carla, evidentemente apenada y nerviosa—. Es usted el abogado de… del señor Davison, ¿no es así?

—Señorita Carla, siento mucho lo de su padre. —Max la miró. Ella apretó los dientes—. Me alegra mucho verla acá. ¿Ha venido con su abogado?

—Usted me ha enviado esta carpeta a mi propia casa. —La señaló—. ¿Con qué propósito? 

—¿Por qué no mejor dejan las discusiones familiares para después y terminamos con este circo de una vez? —ladró Maximiliano. 

—Caballeros —intervino George. Miró a Carla—, señorita… Es evidente que estamos todos muy confundidos. —Dirigió su vista a la pantalla—. Agradecería, abogado, que nos pusiera en contexto antes de la lectura del testamento de un hombre con quien mi cliente no tuvo contactos en años. 

—Una de las bases de esta conexión es precisamente para eso, señor Miller. Entiendo perfectamente la confusión —dijo el representante legal del difunto—. Muy bien, procederé a explicar qué está sucediendo.

Los presentes pudieron ver al señor Fiztgerald acomodar unos documentos frente a él antes de hablar.

—Como abogado del señor Davison, me he encargado del total manejo de su historia legal, por lo tanto, soy el agente testamentario y como tal, debo aclararles mi conocimiento sobre quiénes deben o no estar presentes en esta lectura de cesión. Únicamente los herederos deben ser quienes acudan a ella, sin embargo, tomo una excepción en vista de lo que leeré a continuación. 

Todos en la sala de juntas respetaron el permiso de palabra y se comprometieron a permanecer en silencio. 

Fiztgerald dio la introducción reglamentaria, explicando con mayor formalidad lo que leería. Luego, comenzó formalmente.

—Yo, Fred Davison, en compromiso con los deseos de mi difunta esposa, dejo a cargo de terceros todas mis posesiones, las únicas que he podido conservar luego de los inconvenientes económicos que he atravesado en los últimos cinco años. En vista de la carencia familiar de mi difunta esposa, y en adición a mis posesiones, todos nuestros bienes compartidos y adquiridos en el matrimonio, se me permite tomar la decisión del futuro de sus propios bienes, como dueño absoluto de ellos. Las caballerizas ubicadas en Manchester, junto con los establecimientos que la rodean, más las tierras, han sido vendidas y las ganancias se han dividido, a la hora de ser leído este documento, en partes iguales, a cada socio local y activo de Davison & Asociados. Todas estas ganancias comprenden un 10% del valor de las acciones de la empresa.

»Cedo un 20% del valor en bolsa de la corporación a mi hija Carla Davison —siguió leyendo el agente testamentario. La mencionada sintió cómo su respiración se paralizó—. Las tierras ubicadas a las afueras de Londres, las únicas que me quedan: el antiguo castillo de Brick, el cual adquirí por la compra de una sucesión familiar, junto con sus hectáreas y el antiguo museo, constituyen el 70% de las acciones de mi empresa. Dichas tierras, a pesar de ser deseadas por más de diez compradores a lo largo de mi carrera como empresario, no le ha pertenecido a más nadie que a mi difunta esposa y a mí persona. 

»En vista de mi pronta desaparición física y a la luz de una imposibilidad de sucesión autónoma, dejo estas tierras a cargo del empresario Maximiliano Bastidas. 

El mencionado empezó a desconfiar de dichas palabras desde el momento en el que el señor Fiztgerald mencionó aquel establecimiento. 

Max conocía muy bien esas tierras. De hecho, vivió muy cerca de ellas al término de su carrera de negocios. 

Desde que pisó aquel hermoso e interesante suelo, sintió un automático amor por cada hectárea, cada edificación, anhelando poseer todo eso algún día e intentando comprarlas en cada oportunidad que podía. 

Davison, el difunto Davison, siendo uno de sus jefes de pasantías y luego laborales en ese mismo término de carrera, siempre le negó a Maximiliano, no solo la compra de las tierras, sino la posibilidad de su anhelo, jurándole que jamás las poseería, que no era digno de ellas. Por eso, al CEO le parecía extremadamente raro, muy extraño que en ese testamento se las dejara como un regalo y peor aún, cuando ahora constituían el mayor valor de las acciones. Estaba seguro que aquello escondía una trampa, una muy mala, no podía creer que a un hombre como Fred se le ablandara el corazón de la noche a la mañana y le cediera la mayor parte de sus posesiones a su enemigo comercial, no tenía sentido para él. 

Echó una rápida mirada a George, aquel se la devolvió. Max supo que su propio abogado pensaba casi lo mismo que él. 

Luego, miró a Carla. La vio asombrada, parecía bastante sorprendida y concentrada en la pantalla. También parecía perdida.  

—En el caso de que algunos de los asociados extranjeros desee renunciar a cada cesión, deben hacerlo bajo las leyes que rige la propia junta directiva de la corporación, ya que las mismas acciones hacen vida bajo sus estatutos. Siendo parte de dicho comité a partir de ahora, deberán consultar con mi abogado para que les indique qué hacer en caso de querer deshacerse del patrimonio. Sin embargo, nada pierdo en este momento con emitir mi mayor alegría para con ustedes, esperanzado de que tomen la mejor decisión, una que beneficie a todos y no perjudique a nadie. 

El señor Fiztgerald dejó de leer y miró hacia su cámara, es decir, hacia las personas que le escucharon atentamente. 

—Señorita Carla, Señor Bastidas, bienvenidos a la junta directiva de Davison & Asociados.

Maximiliano negó con la cabeza y sonrió de manera incrédula, casi metiendo la lengua entre las muelas, sin poder creerse todo aquello.

Conversó con su abogado en secreto y en voz baja. 

El litigante le informó que al parecer, él obtiene la mayor parte de unas acciones que no tienen un alto valor monetario en la actualidad. De hecho, en su investigación previa, pudo enterarse que dichos terrenos (los mismos heredados y los mismos que su cliente había deseado por años) se encuentran en mal estado, el edificio principal casi en abandono, incluido el museo. Esos datos fueron los que le permitieron a Miller, en su rápido secreteo frente a Carla y la pantalla, recomendarle a su cliente no discutir por la herencia. Al contrario, preferir comprar las acciones de Carla y así poseer el 90% de la empresa. Podría llevar más tiempo comprar el 10% restante, pero no lo creía imposible. Era la oportunidad para cumplir ese sueño que Maximiliano tuvo hace muchos años: el de instalar un hotel exclusivo en aquella parte de la vieja Gran Bretaña. Poder expandirse —y de qué forma— vendría siendo una gran noticia entre tantas calamidades vividas en ese año. 

—Muy bien, abogado. —Habló Miller—. Conversemos entonces sobre las letras pequeñas de este testamento. 

Fiztgerald sonrió con sus labios cerrados y miró fijo la cámara. 

—¿No desean vender las acciones?

—Negativo —respondió Max—. Es más, ofrezco comprar el porcentaje de la señorita Davison. —La miró. Ella no se esperaba nada de eso—. Por supuesto, si ella está dispuesta a negociar.

—Yo… Eh… —Carla aún seguía muy confundida. 

—La junta directiva de Davison & Asociados fue creada por la unión matrimonial de Fred con su difunta esposa…

—Es decir, la madre de Carla, supongo —interrumpió Max con voz arrogante. 

—No, señor Bastidas —aclaró ella, despertando un poco de su letargo—. Mi madre no fue esa señora. 

Maximiliano entrecerró la mirada y volvió a observarla con suspicacia. 

—Efectivamente —Fiztgerald retomó de nuevo la palabra—, la esposa del señor Fred era la accionista mayoritaria de esta empresa, es decir, la antigua dueña de las tierras que hoy usted hereda, señor Bastidas. Las personas que aún trabajan allí son parte de una fundación creada por ella que ha logrado una inamovilidad laboral la cual se vería vapuleada con la venta de las acciones. Sin embargo, existen derogativas en nuestra ley que le permitirían a usted renunciar a la herencia, siempre y cuando se cumpla un año posterior a la lectura de este documento…

—Ya me lo temía —susurró Max para sí.

—Y si trabaja en conjunto con la fundación, la cual le pertenece a la señorita Carla Davison, ya que viene siendo la interpretación empresarial del 20% de las acciones heredadas. 

—Muy bien, pero no deseo vender nada. Más bien comprar. En este caso, en vista de lo que usted está explicando, comprar la fundación. Si las tierras están es desuso, yo podré cambiar eso…

—Excelente. ¿Imagino que deseará reabrir el museo o tal vez remodelar el lugar?

—Así es.

—Muy bien. Para ello, debe cumplir con su rol como presidente del comité empresarial durante un período de un año. Cabe destacar que los presidentes de nuestras juntas no pueden estar solteros, bien sé que ese es su estado civil… 

—¿Perdón? —saltó Max, interrumpiéndolo abruptamente. 

George miró la pantalla, atento. 

Carla,  a pesar de su estupor, no perdió detalle de las palabras compartidas entre su jefe y el abogado en Inglaterra.

—Para ejercer el rol de la empresa Davison & Asociados debe estar casado, señor Bastidas. Si desea remodelar o modificar algo de lo heredado este día, debe ejercer durante un año su presidencia y estar casado para ello. Es una cláusula dirigida para el mayor accionista. —Fiztgerald retiró la mirada de Bastidas y la dirigió hacia Carla—. El estado civil de la presidenta de la fundación también debe ser «casada», siempre y cuando desee ejercer dicho rol. Para cualquier modificación, como en este caso, una venta de las acciones, debe ejercer por un año también, señorita Davison. —El abogado los miró a ambos—. Recibirán en sus bandejas de entrada corporativa cada estatuto y artículo de las leyes de la junta directiva. Como abogado del señor Davison, siendo experto en lo que es funcional o no para la empresa, les puedo recomendar un matrimonio en conjunto, así podrán ejercer con libertad el rol presidencial y luego realizar las ventas respectivas, compras y modificaciones correspondientes, por supuesto luego de la elección de nuevo presidente.

—¿Qué acaba de decir? —Fue la voz débil de Carla la escuchada en el recinto. 

Max ya se estaba riendo por la locura que aquel litigante inglés lanzó sobre esa mesa. George, en cambio, ni tan siquiera sonrió. Entendió perfectamente las famosas letras pequeñas expuestas allí. 

—Señorita Carla, espero pueda viajar a nuestras tierras en cuanto le sea posible…

Esta fue la primera vez que la mencionada comprendió que todo era en serio, como si antes fuese parte de una broma de mal gusto. 

Enfatizando que no lo haría, que no se casaría con nadie sin su consentimiento, se levantó y comenzó a caminar de un lado al otro.

—Carla…

George colocó una mano en el antebrazo de su cliente y amigo para callarlo, negando con su cabeza, muy serio, indicándole con eso que no dijera nada. 

—La lectura del testamento ha terminado —anunció Fiztgerald, frío como el hielo—. Le recomiendo buscarse un buen abogado, señorita Davison y dígale que si requiere despejar alguna duda, me busque. Espero verla pronto por estos lares. A usted también, señor Bastidas. 

La pantalla quedó en negro.

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