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ATADA AL ENEMIGO
ATADA AL ENEMIGO
Por: Ranacien
CAPÍTULO 1 (Día de la lectura del testamento)

—No lo haré, ¡esto es absurdo! —interrumpió Carla Davis al hombre que leía el testamento de su padre—. No aceptaré esta farsa, no me casaré con nadie sin mi consentimiento.

Con su traje de oficina de falda negra y camisa blanca, cabello suelto lacio y negro, tacones altos que la estilizaban, la hermosa asistente de Protocolo de la corporación en donde se encontraba se levantó de su silla y apretó sus párpados con fuerza.

—¡Esta es una completa locura! —declamó ante los presentes. Su respiración se había acelerado, sus ojos estaba llenos de rabia. No podía creer que su padre hubiese hecho aquello, presentía que la verdadera razón era únicamente hacerle daño.

—No sé con qué… —Ella suspiró para calmarse—. No sé cuál fue la verdadera intensión de ese señor para hacernos esto, pero es ridículo. —Y comenzó a caminar de un lado al otro como fiera enjaulada porque ciertamente era una empleada y no podía hacer el desaire de escabullirse y dejar a todos con la palabra en sus bocas.

Varios minutos antes, Carla Davis subía por el ascensor directo al departamento de Presidencia de la empresa donde trabajaba como asistente senior, media hora antes de la (para ella) extraña reunión.

En sus brazos llevaba la carpeta que recibió la noche anterior en el porche de su casa. La sostenía con fuerza, como si necesitara sostenerse de ella, o tal vez, como un tesoro que necesitara esconder.

Presentía que algo no estaba bien. Sentía vergüenza anticipada por tener que acudir a su jefe, el CEO de la compañía, para buscar respuestas ante lo que llevaba en sus manos. Además, aún tenía la duda de si estaba a punto de corroborar que ese poderoso empresario ya sabía todo de ella y de su secreto mejor guardado. Esconder durante cinco años ser la hija de un famoso empresario inglés había sido una de las cosas más complicadas en su vida.

Precisamente, ese señor que llevaba el título de su padre había muerto y el folio que cargaba en sus brazos mostraba estados de cuentas y una nómina de la empresa que aquel caballero manejó por más de dos décadas. Además, estipulaba que ella era la heredera de un 20 por ciento de esas acciones, algo descabellado, en vista de que padre e hija habían llevado la peor relación entre ellos.

«¿Cómo se enteraron de mi paradero?», se había preguntado mentalmente, en referencia a la encomienda que recibió la noche anterior en la puerta de su casa.

Las hojas metálicas del elevador se abrieron en el piso de Presidencia y lo primero que vio fue a Tyler Clement, uno de los guardaespaldas del edificio, sentado a mano derecha, en la pequeña sala frente a los grandes ventanales, desde donde podía verse una buena panorámica de la ciudad, y a Lenis Evans, la secretaria del CEO, sentada en el lado izquierdo, tras un escritorio de recibimiento, siendo ella la asistente personal de con quien Carla se reuniría.

—Muy buenos días —saludó, suavemente.

Lenis dirigió sus potentes ojos azules a ella y sonrió.

—¡Carla! Qué bueno verte. Me contaron que te has incorporado apenas ayer, me alegra mucho que te sientas mejor y que estés de nuevo con nosotros —comentó la secretaria.

—Muchas gracias. —La recién llegada intentaba controlar su nerviosismo.

Lenis, como siempre, perspicaz…, comenzó a notar que algo le pasaba.

—¿Deseas algo? —Miró las puertas de Presidencia—. ¿Deseas hablar con Maximiliano?

Carla se quedó muy quieta por un momento. El tono de Lenis fue comedido, directo, suave también, al lanzarle aquella pregunta, sobre todo al mencionarle al jefe de esa manera tan informal.

Tuvo que tragar.

—Fui convidada a una reunión acá —fue lo que se le ocurrió decir y era la verdad, pero antes de llegar allí, anhelaba lanzar todas sus interrogantes justo al salir del ascensor. Carraspeó la garganta y miró su reloj de muñeca—. Fui convocada a las 09:00 de la mañana. —Tal vez, esa información fue más para ella misma que para la secretaria, quien comenzó a verla con rostro de extrañeza.

Lenis miró la hora en la pantalla de su computador, percatándose que faltaba menos de media hora para una reunión que su jefe tenía.

—Creo que existe un error. ¿Estás segura que es acá en Presidencia?

Carla asintió. Su rostro se mostraba muy serio.

—Así es. Es con el señor Maximiliano Bastidas.

Lenis frunció mucho más el ceño, pero a la vez evitó sonreír. Ella, como asistente personal, amiga y esposa del abogado de su jefe, sabía que Max y Carla ya se conocían, que ambos tenían una conexión especial que traspasaba las barreras de lo laboral. Le causó gracia la formalidad que utilizó ella para mencionar al CEO, sin embargo, prefirió seguirle la corriente.

—Muy bien. El señor Bastidas estará reunido precisamente a esa hora, pero si deseas hablar con él, te llamaré cuando eatés en el departame to de Protocolo para que subas acá de nuevo luego de terminar la reunión…

—Lenis, disculpa que te interrumpa. En esa reunión que nuestro jefe está por tener, también debo estar yo, por eso he venido.

La secretaria se quedó en silencio.

Escudriñó el rostro de la señorita Davis y vio en sus ojos negros una fuerte determinación.

—Cielos, hablas en serio. —No fue una pregunta, a lo que Carla asintió y exhaló también, claramente intentando aflojar un poco la tensión que tenía sobre sí.

—Muy bien. Si quieres, puedes sentarte. —Señaló Lenis uno de los muebles de la sala—. Vengo enseguida.

La secretaria quería entender qué estaba sucediendo allí. ¿Para qué fue convocada una de las cuatro asistentes senior del departamento de Protocolo a la lectura de un testamento de un empresario inglés? Esa fue la pregunta que la mujer de ojos azules se formuló mientras se levantaba de su silla y se dirigía hacia el interior del despacho.

Tocó antes de entrar. Al escuchar la voz de Maximiliano, abrió la puerta y la cerró tras de sí.

Aquel no se encontraba solo. El abogado George J. Miller, hombre de cabellos negros bien cortado y arreglado, con un traje de tres piezas de color gris plomo, impoluto, se encontraba presente. Ambos, con documentos y la computadora encendida (Lenis tenía la certeza) con todas las averiguaciones y datos referentes a la empresa inglesa que les había convocado.

—¿Está todo listo para la videollamada? —preguntó Max sin mirarla.

George, su esposo, la observaba, serio, intimidante, como siempre, jugando con su cordura y su capacidad de aguante. Su cara de póker perenne (o la que solía usar muchas veces al día) le guiñó un ojo casi imperceptiblemente.

—Afuera se encuentra Carla Davis —anunció ella.

Max retiró de inmediato el rostro de una hoja que llevaba en sus manos para dirigirlo al de Lenis.

—¿Ella no estaba de permiso? ¿Qué hace aquí?

Su asistente personal quiso responder, pero se le hizo complicado. No sabía muy bien qué decirle, o cómo explicarle lo que la misma asistente de Protocolo le acababa de decir allá afuera.

—¿Qué pasa? —indagó Max al verla colocar sus brazos en jarras y dudar al lanzar palabras.

—Carla afirma que fue invitada a la reunión que tienes con el abogado Fiztgerald sobre la lectura del testamento.

Maximiliano arrugó mucho las cejas. Miró a Lenis como si le hubiesen salido diez cabezas. 

En cambio George se enderezó. Como litigante, bien sabía que no a cualquier persona se le invitaba a la lectura de un testamento.

—¿Es ella la misma Carla Davis que trabaja para ti? —Nada más soltar esa última pregunta, y George tuvo que apretar los dientes. Era una interrogante que llevaba peso, puesto que, así como la secretaria sabía, Maximiliano y Carla ya se conocían, había enscrito una corta historia juntos que les ataba a todos, eran recuerdos de días oscuros queaún seguían frescos, eran demasiado recientes para el gusto de los tres allí presentes.

Max lo miró. Le respondería él, si Lenis no lo hubiese hecho.

—Sí, es ella. La misma mujer que nos ayudó a encarcelar a nuestro peor enemigo hace meses. Esa misma empleada se encuentra allá afuera y asegura haber sido convocada por el abogado del señor Fred Davison para la lectura del documento… —Lenis hizo silencio. Su mirada se perdió por un momento. Algo ocurrió en su cabeza al mencionar en voz alta el apellido del empresario fallecido.

Sintió en su pecho una presión, casi emoción, tal vez el advenimiento de un fuerte e importante descubrimiento —o una sospecha de ello— al concatenar dichos apelativos.

Y no fue ella sola quien sintió la llegada de una luz novedosa. Maximiliano se quedó quieto y George la miró a ella, luego a él.

—¿Esa mujer es familia de Davison? —preguntó el CEO colocándose de pie—. ¡¿Una de mis empleadas es hija de mi peor enemigo?! —lanzó Maximiliano, sin más.

Lenis salió de inmediato del despacho antes de que su jefe explotara, cerrando la puerta tras de sí.

—Carla, ¿me acompañas, por favor? —pidió la secretaria justo después de acercarse a ella en la salita.

Carla se levantó, asintió y siguió a la secretaria, dándose cuenta segundos después que llegaban a la sala de juntas.

El mundo para la asistente de Protocolo se ralentizó al ver quiénes la esperaban alrededor de la gran mesa de conferencias. En su mente lanzó una grosería que ciertamente jamás se atrevería a decir en voz alta.

Una mañana salió de su casa determinada a no perder su empleo. Ahora, vestida con un bonito pero cómodo atuendo de oficina de camisa blanca manga larga, falda negra, medias pantis negras y zapatos de tacón también negros, maquillaje tenue pero iluminado y su pelo extra lacio suelto, acudió al edificio con la premisa de esclarecer otros asuntos, no haciéndole caso a un médico que le recetaba descanso para aliviar o al menos intentar desaparecer su cuadro de estrés. Un día antes, Carla Davis no pensó jamás encontrarse allí con esas personas: George J. Miller, uno de los mejores abogados de la región, además de uno de los más aguerridos, famoso por ser quien encarceló a malhechores internacionales y cerrar con buen pie enormes negocios, y a su jefe, Maximiliano Bastidas, el dueño y fundador de ese consorcio de inversiones, además de ser el hombre que más le había intimidado en la vida.

Bastidas era, para ella y en añadidura, absolutamente guapo, con esos cuarenta años bien cumplidos, rostro hermoso, con líneas de expresión que le denotaban sabio y exigente; cabello castaño que usaba desordenadamente peinado y que allí frente a ella aún enaltecía. Ella estuvo segura que ambos se habían sentido atraídos uno por el otro en alguna ocasión, pero también era consciente que no eran el uno para el otro. Él pertenecía a un mundo muy distinto al de ella, al menos eso era de lo que ella se convencía.

Ahora la situación era distinta, parecía ser peor. La intimidación parecía ahorcarla. La desconfianza quería transformarse en furia a través de los ojos del CEO, quien no perdía detalle de cada uno de sus movimientos mientras se sentaba.

—Nos volvemos a ver, señorita Davis. Y vaya de qué forma.

Ella tragó grueso ante la bienvenida de su jefe, soltada con palabras amargas que casi la dejan sin de respiración.

—Antes de que comience esta… esta atípica reunión —continuó Max, mirándola directo al rostro—, me gustaría que nos contaras a todos aquí, la razón del porqué viniste a esta reunión privada y cómo es ese asunto particular y sorpresivo de ser convocada a esta lectura.

Directo. Sin rodeos. Carla no estaba sorprendida por eso, la pregunta de Max fue la más lógica.

Pero la respuesta que ella tenía amenazaba con descontrolarlo todo. Optó por decir la verdad, pero no directamente. Colocar cada palabra sobre un colchón que pudiese amortiguar cualquier caída era lo mejor.

—Me disculpo por no haberles saludado al llegar. —Asintió hacia el abogado y hacia Max, antes de continuar—. Estoy tan sorprendida con todo esto, así como ustedes lo están.

Colocó la gruesa carpeta sobre la mesa y sobó un par de veces el logotipo de la empresa inglesa.

—Anoche recibí esta carpeta dentro de una caja que la empresa oficial de correos de la ciudad dejó en la puerta de mi casa —tragó para calmar una repentina sequedad, algo que solía sucederle cuando estaba nerviosa o estresada— con una información que para mí es bastante insólita. Vengo aquí precisamente con una convocatoria que jamás esperé, pero también para corroborar lo que dice en esta carpeta sobre mí.

—¿Por qué sobre ti? —interrumpió Max—. ¿Por qué estás aquí?

Ella volvió a tragar, la sed era molesta.

—Porque soy la hija de Fred Davison.

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