Los quejidos de una chica se filtraron por los ductos de ventilación del gimnasio.
Carla Davis, hermosa mujer de casi cuarenta años, de cabellos negros y lacios, alta, piel clara, con rasgos levemente asiáticos, mezclados con sangre inglesa y descendencia latina, aunque lejana, se apartó del agua de la ducha para escuchar mejor el bullicio.
Era de noche, mediados diciembre. Carla ya llevaba tiempo sin poder asistir al spa, a nadar en la pileta o hacer ejercicio, por lo que esa noche prefirió quedarse más tiempo del establecido allí en el gimnasio donde siempre solía entrenar.
La ducha estaba deliciosa. Agua tibia y relajante. Pero tuvo que cerrar la llave del grifo para así poder prestar atención, quedándose absolutamente quieta, intentando comprender lo que se escuchaba en el recinto.
El eco que regalaba la quietud le permitía auscultar mejor todo. Hasta un alfiler cayendo sobre ese mismo suelo podía ser escuchado por cualquiera que estuviese a esas horas allí. Los quejidos femeninos eran constantes. Aquella voz parecía intentar que alguien la dejase en paz a como diera lugar.
Carla sintió la piel de gallina y tragó grueso.
«¿Qué está pasando? ¿Y dónde exactamente?», se preguntó ella mentalmente, mirando hacia ningún punto en específico, mientras seguía extrayendo información de la misma bulla que la tenía desesperada.
Davis, quien trabajaba como Asistente Senior en el departamento de Protocolo con conexiones internacionales de un gran consorcio de inversiones, siendo su jefe uno de los empresarios más polémicos de toda la ciudad, solía cuidar mucho el entorno donde fuese vista, cuidaba mucho los lugares que frecuentaba, a las personas con las que se relacionaba, ya que —así como sus compañeros de trabajo— era imagen de la empresa.
A parte de todas esas razones que la convirtieron en una mujer prudente, ella sabía perfectamente lo importante y beneficioso que era vivir bajo perfil, gracias a que, en los últimos meses, El Gran Jefe, como solían decirle algunos compañeros a su famoso empleador llamado Maximiliano Bastidas, experimentó una muy mala racha empresarial de la cual ella, sin quererlo, se vio involucrada. Lo que menos quería Carla era abrir brechas innecesarias. Mucho menos, sumar tétricos números a la ecuación “tranquilidad”. Pero ahora, escuchando esos gemidos extraños y lamentosos, suponiendo ella lo peor, solamente pensaba en querer averiguar, saber qué estaba sucediendo, sin tener que involucrase en nada turbio o indiscreto. Carla Davis, escuchando y escuchando, pensaba que lo que ocurría en ese edificio no era nada bueno.
Miró hacia arriba, hacia los ductos del aire acondicionado que en ese instante funcionaban como calefacción encima de las duchas.
Tomó la toalla blanca colocada sobre la mediana pared de azulejos que separaba una ducha de la otra. Comenzó a secar su cuerpo, mientras salía del cubículo pequeño y oloroso a cloro, protector solar y jabón.
Calzó sus pies dentro de unas sandalias rajadeos de goma, las mismas que solía usar cada vez que iba. Cubrió su desnudez con el paño y miró hacia el techo de nuevo, mientras echaba su cabello empapado para atrás, intentando que los mechones mojados y negros no molestasen su cara.
Justo encima de su cabeza, se encontraba unas de las tantas rejillas de ventilación de los famosos ductos y se percató que era desde allí de donde emanaba el ruido.
Comenzó a caminar hacia su derecha, sin dejar de mirar para arriba, sigilosamente, siguiendo el sonido de la mujer que parecía estar sufriendo.
Se dio cuenta que para seguir investigando, debía salir de los baños. Lo hizo sin vestirse, solo usando la pequeña toalla blanca como ropa y ese calzado de goma que silenciaba sus pasos.
Atravesó el área de duchas, llegó al de los casilleros y salió con lentitud.
No había nadie cerca, por lo que el silencio no solo reinaba dentro del tocador, también cubría cada rincón del gimnasio.
El pasillo era amplio, espacioso y a su izquierda quedaba la salida, junto a la recepción, una sala de espera, estantes y más oficinas.
El lobby se encontraba vacío.
«Qué extraño», pensó ella.
Carla era la única persona dentro de los vestidores, pero sabía que era imposible quedarse completamente sola en todo el edificio, alguien debía estar allí para recibir las toallas, cerrar el sitio, hacer —tal vez— cierre de caja.
«¿Será que cuando el turno de la mañana terminó, tal vez la chica de la tarde no llegó a su relevo de horario?», se preguntó Carla.
Ciertamente, no podía responderse esas preguntas, ya que gastó mucho tiempo en la piscina, reconectándose con actividades que llevaba tiempo sin practicar, por lo que no pudo ver el relevo de ninguno del personal.
El gimnasio no era una gran edificación, pero sí moderno y lujoso, con áreas amplias y limpias que incluían una gran zona de máquinas, la piscina, las duchas de hombres, la de mujeres y las oficinas.
Mientras más se acercaba ella a la recepción, los quejidos se intensificaban.
Diagonal a ella, de su lado derecho, divisó una puerta enchapada en gris, la cual se encontraba entreabierta.
De aquella oficina emanaba todo: luz y ruido, y esos tétricos gemidos femeninos que le ponían la piel de gallina.
Carla se acercó, más sigilosa que nunca. Su corazón iba a mil por hora, bien apretado, su boca seca batallaba por el control de su aliento, mientras llevaba los nervios endebles y alocados.
—Ya no más, por favor, ya no más…
—¡Cállate!
—¡Ya no más! Por favor, déjame, ya no más… —rogó de nuevo la voz femenina, fabricada por un llanto aterrador, cansado y suplicante.
—Te dije que te callaras.
Carla abrió sus ojos desmesurados y cubrió su boca con las manos.
Lo que veía, era la peor escena de la que jamás pensó ser testigo algún día en su vida.
Un sujeto de cabellos marrones claros y esponjosos, de barba poblada, pero bien cortada, estaba teniendo sexo con una mujer a quien él aprisionaba contra un escritorio de cristal y acero.
Lo que Davis supuso desde el primer quejido fuerte que escuchó a través de los ductos de ventilación, era cierto, se hacía realidad ante su mirada. Comprendió de inmediato que aquel acto sexual no era consensuado.
La fémina debajo de aquel hombre lloraba desconsolada, evidentemente cansada, con su rostro manchado de maquillaje y pegado al vidrio de la mesa. Su pantalón de deporte se arremolinaba en sus muslos, mientras el cabello, enmarañado, era empuñado por aquellas malévolas manos masculinas.
Rápidamente, Carla detalló el rostro de la joven.
«¡La recepcionista!», gritó dentro de su mente.
Y del mismo modo, se percató que la mujer llevaba sangre en la cara.
La empleada que estaba siendo malograda, descubrió a Davis de pie allí en la puerta.
Carla jadeó se dio cuenta y dio un gran paso atrás.
A punto de gritar y entrar a esa oficina para intentar defenderla, la víctima empezó a rogarle con su mirada que se fuera del gimnasio, que corriera por su vida, que huyera de ahí a como diera lugar.
De pronto, el sujeto miró a la izquierda y también la vio.
«¡Joder!», exhaló Carla.
—¡Hey!
La testigo chocó su espalda contra una pared, arrugando la cara por el dolor y comenzando a correr.
A toda velocidad, marchó hacia el baño de chicas, cerrando la puerta con un fuerte estruendo y arrastrando una silla para bloquearla.
Se estampó sobre su bolso de gimnasio, tomándolo con una mano. Con la otra, las botas con las que llegó hasta allí, y echó a correr más hacia el interior del tocador pensando ella poder salir a través de una puerta que conectaba con la pileta.
Encontró la dichosa puerta de vidrio, pero la misma se encontraba cerrada.
—¡Ábrete! —Carla empujaba el picaporte con las manos, removiéndolo hacia delante y hacia atrás, desesperada—. ¡Ábrete, joder!
El sujeto logró entrar y Carla, rápidamente, retrocedió todo lo que pudo hasta esconderse tras los últimos casilleros del sitio.
Con manos temblorosas, rebuscó en su bolso hasta hallar su teléfono móvil, marcando al número de emergencia.
—Buenas noches, se encuentra comunicado con el servicio de emergencias, por favor, indique su nombre completo y coméntenos su situación…
Carla bajó el teléfono automáticamente, dándose cuenta que su perseguidor se encontraba cada vez más cerca.
No trancó la llamada. Activó el altavoz y metió su móvil dentro del bolso de ejercicios.
Empezó a mirar a todos lados, urgida, hasta divisar una ventana al fondo de unos de los casilleros, tapada con la misma metálica estructura.
Frunció el ceño preguntándose cómo movería el locker sin que aquel hombre se diera cuenta.
«Dios mío, ayúdame, ¿qué voy a hacer? ¡¿Qué hago?!»
Metió su cuerpo, aplanándolo todo lo que pudo, dejando su bolso en el suelo junto a los zapatos para así poder tener la tarea más sencilla de ejecutar.
—Oye, no te escondas —dijo aquel sujeto, con una voz que no parecía suya. Carla pensó que se trataba de una voz bastante juvenil, aunque ronca.
Con mucho esfuerzo y aprovechando que aquel se concentró en revisar el gran espacio de las duchas primero, pasando de largo el área de lokers, fue arrastrando poco a poco el casillero hasta ampliar el rincón y poder meter su cuerpo aún más.
Cansada, desesperada, miró la ventana. Sintió rayos correr por su piel al darse cuenta que era de vidrios corredizos y daba a un callejón cubierto de bloques y grama. La ventana cobró un brillo celestial para la mujer.
«Si hay césped, hay salida», pensó ella, mirando a un lado y otro, intentando responderse dónde se encontraba esa misma salida.
Deslizó la hoja de vidrio. El frío del exterior la golpeó de inmediato.
—No te haré daño, hablemos. Lo que viste en la oficina no es lo que parece —seguía diciendo aquel sujeto, cada vez más cerca de ella.
Pescaría un resfriado, pero conservaría la vida.
Carla acomodó mejor la toalla que llevaba alrededor de su desnudo cuerpo. La adrenalina corría por su sistema y la calentaba al mismo tiempo.
Sacó primero una pierna, luego su cabeza y al final la otra pierna, estabilizando sus sandalias de goma sobre un pequeño jardín entarimado y dando otro salto al rústico suelo de aquel estrecho callejón.
Miró a su izquierda. «¡Bingo!»
—¡Hey! ¡Detente!
Carla echó a correr hacia la carretera, hacia cualquier lugar lejos de allí, alejándose velozmente, corriendo sin parar, con la garganta seca, un gran nudo en el pecho, urgente, urgente, rápido, muy lejos, directo a buscar ayuda para la chica, un teléfono para pedir ayuda, ropa para cubrirse, ¡alguien que la pudiese auxiliar ya mismo!
Y no se detuvo hasta corroborar que estuviese a salvo.
Sin embargo, los nervios durarían mucho más allá de esa misma noche. Y las cosas empezarían a cambiar a partir de ese momento.
Su perseguidor la había visto. Ella a él. Su bolso se había quedado casi a los pies de aquel sujeto, al igual que su calzado.
Davis conocía ya su cara y no la olvidaría jamás. Además, reconocería esa voz juvenil y ronca a kilómetros de distancia. Ella estaba segura que, a través del tiempo, así sería.
Esa noche, después de conseguir que un par de policías la escoltaran y le brindasen toda la ayuda posible, al momento de acudir al gimnasio para inspeccionar, el sitio se encontraba totalmente vacío. Ni la mujer, ni el hombre se encontraban allí y por supuesto, a Carla o a los oficiales le pareció extraño que así fuese, pero Davis comenzó a sentir temor, porque sus botas y su bolso tampoco fueron encontrados.
El cuerpo de Maximiliano Bastidas no solo llevaba horas de entrenamiento. El musculoso y atlético cuerpo del CEO de una de las corporaciones más grandes, polémicas e importantes de la ciudad llevaba años ejercitándose.Y vaya que los resultados dieron todos sus frutos.Entrenaba todas las mañanas, siempre y cuando los negocios se lo permitiesen. Siendo ya final de diciembre, faltando una semana para la navidad, era uno de esos días donde su oficina pasaba a segundo plano con la única intensión de poder hacer ejercicio.Lo necesitaba, necesitaba drenar con urgencia, requería del ejercicio como la necesidad del agua o el oxígeno. Maximiliano ansiaba poder liberarse de las fuertes tensiones generadas en un año repleto de retos. Los pasados meses fueron absolutamente complicados, cada uno, sin excepción.El césped de su enorme patio, casi inundado por la lluvia, hacía que sus pasos fuese más difíciles de ejecutar y con los espaciosos pisos de cerámica que se encontraba cada tanto, debía t
CAPÍTULO 6.Maximiliano se levantó del sillón y salió de su despacho, dirigiéndose escaleras arriba. Al entrar a su recámara, siendo ésta la más grande de la casa, caminó directo hacia su celular.Marcó el número de su abogado, quien le contestó en menos de tres repiques.—Bastidas llamándome temprano, esto es raro —bromeó el abogado—. ¿Qué pasó ahora?—Fred Davison ha muerto —informó Max.Casi pudo oír el engranaje de su defensor legal activarse.—¿Cuándo pasó?—Lenis me acaba de llamar y me lo confirmó.—Mmm… —Se hizo el silencio entre las líneas—. Me pondré al corriente con la situación de su empresa ahora mismo.Max quiso decirle: “Sí, por favor” o “perfecto”, pero prefirió quedarse callado.Quien falleció no era de su agrado, pero se trataba de un ser humano, al fin y al cabo, y le pareció cruel e irrespetuoso confirmarle a su abogado que el interés por llamarle únicamente se trataba de investigar cuál era el estatus de las acciones y bienes del difunto. En otras circunstancias,
CAPÍTULO 7.—¿Carla? ¿Qué haces aquí? ¿No estabas enferma? —preguntó Bobby Clarence al verla entrar al departamento de Protocolo.El director de aquella área, un hombre delgado y alto, rostro con muchas líneas de expresión y cabello negro peinado con gel hacia atrás, usando un traje de dos piezas color gris plomo que parecía quedarle un poco grande, se levantó de su asiento detrás del escritorio como cortesía, sorprendido por ver a una de sus cuatro asitentes en un día de permiso.—Bobby —saludó ella, permaneciendo de pie muy cerca de la puerta—. ¿Puedes explicarme qué hace una chica de recursos humanos sentada en mi cubículo? Me ha contado que su departamento la ha enviado para… para reemplazarme.—Siéntate, por favor —pidió Clarence, señalándole una de las dos sillas frente a la mesa. Carla accedió, evitando liberar un suspiro—. Reemplazar no es la palabra. Suplir. Y solo mientras estás de permiso… —Interrumpió sus palabras de manera abrupta—. Estabas de permiso, ¿cierto?Carla, en
Cerró la puerta y se dirigió a la sala.Se sentó en el sillón más grande, colocando la caja encima de la mesa baja frente a ella.Inhaló profundo y al exhalar, abrió la caja.Sacó una carpeta gruesa. La misma iba envuelta en un sobre gigante de plástico con el logotipo de una empresa internacional de encomiendas.La carpeta llevaba el logo de Davison & Asociados. Abrió y leyó los titulares de casa documento.—¿Registro contable? —susurró para sí.Las planillas repletas de números, al parecer, mostraban cuentas de los últimos cinco años de la empresa de su progenitor.—¿Asociados? ¿Junta Directiva?Luego del montón de planillas contables, unas hojas con la ficha de cada asociado de la compañía, mostrando la estructura entera de la empresa y su Junta.—¿Por qué estoy leyendo todo esto? —se preguntó.La respuesta llegó al pasar una de las últimas páginas. El titular rezaba: «Asociados Internacionales».El aliento se le fue por completo y la carpeta casi resbala de sus manos.Tuvo que sol
CAPÍTULO 9.Llegaron al final de la barra, en su lado izquierdo.Max se sentó y pidió un whisky, mientras B.J permaneció de pie muy cerca de él, en total alerta.La chica dio media vuelta para retirarse, echando una furtiva mirada a la mole de guardaespaldas, antes de desaparecer por completo.Max casi se echó a reír por lo bajo. B.J parecía una roca seca y sin emociones, sin embargo, era hombre, y el CEO entendía perfecto que debajo de toda esa ropa y actitud profesional, existían los poderosos pensamientos de un sujeto. Él creía que de esos poderes siempre hay que cuidarse.La música no estaba demasiado alta y Max lo agradeció. Aprovechó aquella salida para no tener que pensar demasiado en la soledad de su casa ni en todo lo ocurrido en su oficina. Buscaba que un par de tragos allí sacudiera un poco sus problemas.Un ligero movimiento a su derecha le hizo girar su cabeza.B.J saludó a un hombre de barba poblada, cabellos esponjosos y castaños, alto, bastante apuesto, usando un jean
CAPÍTULO 10.Carla enfrentaba ahora una verdad de la que no quería estar atada, pero en su férreo empeño por defenderse y no aceptarla, dudaba de todo De las personas a su alrededor, de sí misma.Nacida en la tierra de su difunto padre y conociendo el poderío que le rodeaba, al menos en parte, presentía que aquellas leyes serían como una manta gruesa y pesada, imposible de remover, tóxica, ahogante, chocante. Su presentimiento tenía una voz susurrante que le decía justo al oído “prepárate, porque no tienes salida”.«Salida», pensó, combatiendo esa voz durante el viaje a casa.Imaginaba lo que haría al llegar, los pasos a dar, las gavetas que abriría y tal vez dejaría a medio cerrar con las prisas que su cabeza elucubraba tener bajo un plan de escape.Descendió del bus en la parada habitual, cerca del mercado popular que solía frecuentar en días de feria especial y fines de semana, el mismo al que fue hace no mucho tiempo, un tiempo cercano, para comprar enseres de cocina, ingredientes
CAPÍTULO 11.Carla sintió algo en su pecho, una gran presión que parecía cubrir su estómago y explotar allí mismo, desconcertándola.—¡Carla! —Él corrió hacia ella y la cubrió con el paraguas—. ¿Qué estás haciendo?—¡¿Qué está haciendo usted aquí?! —Lanzada la pregunta, se adelantó a él rumbo a su casa.Él apretó los dientes, pero no podía quedarse a discutir bajo la lluvia, que a pesar del paraguas, parcialmente lo mojaba.Corrió tras ella y se encontraron en el porche techado mientras ella sacudía el exceso de agua para ubicar las llaves de la puerta principal dentro de su bolso de mano.—Dame, te ayudo…—No hace falta —cortó, enfatizando el movimiento se sus manos sobre el bolso que él pretendió agarrar—. Ya está —anunció cuando la puerta le hizo caso después de utilizar la llave.Pasaron a la vivienda.Ella encendió la luz y frente a los ojos de Max, se desplegó una casa de madera toda. Olía a flores, harina y dulces, como el azúcar de las galletas, trayéndole de súbito recuerdos
Paseo por la casa, desesperación.Llamadas a todo riesgo, llamadas sin contestación.Carla escribió un email a su tía Lin, la hermana de su madre, para que le ayudase a ubicar un abogado que le asesorara y sirviera de compañía en medio de toda la locura.Su angustia la motivó a acomodarse con urgencia frente a su computadora. Necesitaba comunicarse con su tía lo más pronto posible.Estaba metida en un gran aprieto. Para Carla, el ahogo dentro de sí confirmaba su teoría: las cosas irían a peor si no hacía algo al respecto.Con su ropa de casa, su cabello lacio, negro, largo, recogido en un moño alto, siendo esa una noche de diciembre, iluminada apenas por la tenue luz de la cocina, encendió su laptop, abrió la aplicación de correo electrónico y comenzó a teclear, intentando aplacar el fuerte sentimiento de injusticia que le arropaba esa hora.Para: lingreat100@email.cityDe: carladavis1986@email.cityTía, Lin. ¡Necesito ayuda urgente! Y espero leas este email a tiempo. Necesito un abo