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CAPÍTULO 4 (Dos semanas antes de la lectura del testamento).

Los quejidos de una chica se filtraron por los ductos de ventilación del gimnasio. 

Carla Davis, hermosa mujer de casi cuarenta años, de cabellos negros y lacios, alta, piel clara, con rasgos levemente asiáticos, mezclados con sangre inglesa y descendencia latina, aunque lejana, se apartó del agua de la ducha para escuchar mejor el bullicio. 

Era de noche, mediados diciembre. Carla ya llevaba tiempo sin poder asistir al spa, a nadar en la pileta o hacer ejercicio, por lo que esa noche prefirió quedarse más tiempo del establecido allí en el gimnasio donde siempre solía entrenar.

La ducha estaba deliciosa. Agua tibia y relajante. Pero tuvo que cerrar la llave del grifo para así poder prestar atención, quedándose absolutamente quieta, intentando comprender lo que se escuchaba en el recinto. 

El eco que regalaba la quietud le permitía auscultar mejor todo. Hasta un alfiler cayendo sobre ese mismo suelo podía ser escuchado por cualquiera que estuviese a esas horas allí. Los quejidos femeninos eran constantes. Aquella voz parecía intentar que alguien la dejase en paz a como diera lugar.

Carla sintió la piel de gallina y tragó grueso.

«¿Qué está pasando? ¿Y dónde exactamente?», se preguntó ella mentalmente, mirando hacia ningún punto en específico, mientras seguía extrayendo información de la misma bulla que la tenía desesperada. 

Davis, quien trabajaba como Asistente Senior en el departamento de Protocolo con conexiones internacionales de un gran consorcio de inversiones, siendo su jefe uno de los empresarios más polémicos de toda la ciudad, solía cuidar mucho el entorno donde fuese vista, cuidaba mucho los lugares que frecuentaba, a las personas con las que se relacionaba, ya que —así como sus compañeros de trabajo— era imagen de la empresa. 

A parte de todas esas razones que la convirtieron en una mujer prudente, ella sabía perfectamente lo importante y beneficioso que era vivir bajo perfil, gracias a que, en los últimos meses, El Gran Jefe, como solían decirle algunos compañeros a su famoso empleador llamado Maximiliano Bastidas, experimentó una muy mala racha empresarial de la cual ella, sin quererlo, se vio involucrada. Lo que menos quería Carla era abrir brechas innecesarias. Mucho menos, sumar tétricos números a la ecuación “tranquilidad”. Pero ahora, escuchando esos gemidos extraños y lamentosos, suponiendo ella lo peor, solamente pensaba en querer averiguar, saber qué estaba sucediendo, sin tener que involucrase en nada turbio o indiscreto. Carla Davis, escuchando y escuchando, pensaba que lo que ocurría en ese edificio no era nada bueno.

Miró hacia arriba, hacia los ductos del aire acondicionado que en ese instante funcionaban como calefacción encima de las duchas.

Tomó la toalla blanca colocada sobre la mediana pared de azulejos que separaba una ducha de la otra. Comenzó a secar su cuerpo, mientras salía del cubículo pequeño y oloroso a cloro, protector solar y jabón. 

Calzó sus pies dentro de unas sandalias rajadeos de goma, las mismas que solía usar cada vez que iba. Cubrió su desnudez con el paño y miró hacia el techo de nuevo, mientras echaba su cabello empapado para atrás, intentando que los mechones mojados y negros no molestasen su cara.

Justo encima de su cabeza, se encontraba unas de las tantas rejillas de ventilación de los famosos ductos y se percató que era desde allí de donde emanaba el ruido. 

Comenzó a caminar hacia su derecha, sin dejar de mirar para arriba, sigilosamente, siguiendo el sonido de la mujer que parecía estar sufriendo. 

Se dio cuenta que para seguir investigando, debía salir de los baños. Lo hizo sin vestirse, solo usando la pequeña toalla blanca como ropa y ese calzado de goma que silenciaba sus pasos. 

Atravesó el área de duchas, llegó al de los casilleros y salió con lentitud. 

No había nadie cerca, por lo que el silencio no solo reinaba dentro del tocador, también cubría cada rincón del gimnasio.

El pasillo era amplio, espacioso y a su izquierda quedaba la salida, junto a la recepción, una sala de espera, estantes y más oficinas.

El lobby se encontraba vacío. 

«Qué extraño», pensó ella.

Carla era la única persona dentro de los vestidores, pero sabía que era imposible quedarse completamente sola en todo el edificio, alguien debía estar allí para recibir las toallas, cerrar el sitio, hacer —tal vez— cierre de caja. 

«¿Será que cuando el turno de la mañana terminó, tal vez la chica de la tarde no llegó a su relevo de horario?», se preguntó Carla.

Ciertamente, no podía responderse esas preguntas, ya que gastó mucho tiempo en la piscina, reconectándose con actividades que llevaba tiempo sin practicar, por lo que no pudo ver el relevo de ninguno del personal.

El gimnasio no era una gran edificación, pero sí moderno y lujoso, con áreas amplias y limpias que incluían una gran zona de máquinas, la piscina, las duchas de hombres, la de mujeres y las oficinas.

Mientras más se acercaba ella a la recepción, los quejidos se intensificaban.

Diagonal a ella, de su lado derecho, divisó una puerta enchapada en gris, la cual se encontraba entreabierta. 

De aquella oficina emanaba todo: luz y ruido, y esos tétricos gemidos femeninos que le ponían la piel de gallina.

Carla se acercó, más sigilosa que nunca. Su corazón iba a mil por hora, bien apretado, su boca seca batallaba por el control de su aliento, mientras llevaba los nervios endebles y alocados.

—Ya no más, por favor, ya no más…

—¡Cállate!

—¡Ya no más! Por favor, déjame, ya no más… —rogó de nuevo la voz femenina, fabricada por un llanto aterrador, cansado y suplicante.

—Te dije que te callaras.

Carla abrió sus ojos desmesurados y cubrió su boca con las manos.

Lo que veía, era la peor escena de la que jamás pensó ser testigo algún día en su vida.

Un sujeto de cabellos marrones claros y esponjosos, de barba poblada, pero bien cortada, estaba teniendo sexo con una mujer a quien él aprisionaba contra un escritorio de cristal y acero.

Lo que Davis supuso desde el primer quejido fuerte que escuchó a través de los ductos de ventilación, era cierto, se hacía realidad ante su mirada. Comprendió de inmediato que aquel acto sexual no era consensuado. 

La fémina debajo de aquel hombre lloraba desconsolada, evidentemente cansada, con su rostro manchado de maquillaje y pegado al vidrio de la mesa. Su pantalón de deporte se arremolinaba en sus muslos, mientras el cabello, enmarañado, era empuñado por aquellas malévolas manos masculinas. 

Rápidamente, Carla detalló el rostro de la joven.

«¡La recepcionista!», gritó dentro de su mente.

Y del mismo modo, se percató que la mujer llevaba sangre en la cara.

La empleada que estaba siendo malograda, descubrió a Davis de pie allí en la puerta.

Carla jadeó se dio cuenta y dio un gran paso atrás.

A punto de gritar y entrar a esa oficina para intentar defenderla, la víctima empezó a rogarle con su mirada que se fuera del gimnasio, que corriera por su vida, que huyera de ahí a como diera lugar.

De pronto, el sujeto miró a la izquierda y también la vio.

«¡Joder!», exhaló Carla.

—¡Hey!

La testigo chocó su espalda contra una pared, arrugando la cara por el dolor y comenzando a correr.

A toda velocidad, marchó hacia el baño de chicas, cerrando la puerta con un fuerte estruendo y arrastrando una silla para bloquearla.

Se estampó sobre su bolso de gimnasio, tomándolo con una mano. Con la otra, las botas con las que llegó hasta allí, y echó a correr más hacia el interior del tocador pensando ella poder salir a través de una puerta que conectaba con la pileta. 

Encontró la dichosa puerta de vidrio, pero la misma se encontraba cerrada. 

—¡Ábrete! —Carla empujaba el picaporte con las manos, removiéndolo hacia delante y hacia atrás, desesperada—. ¡Ábrete, joder!

El sujeto logró entrar y Carla, rápidamente, retrocedió todo lo que pudo hasta esconderse tras los últimos casilleros del sitio.

Con manos temblorosas, rebuscó en su bolso hasta hallar su teléfono móvil, marcando al número de emergencia.

—Buenas noches, se encuentra comunicado con el servicio de emergencias, por favor, indique su nombre completo y coméntenos su situación…

Carla bajó el teléfono automáticamente, dándose cuenta que su perseguidor se encontraba cada vez más cerca.

No trancó la llamada. Activó el altavoz y metió su móvil dentro del bolso de ejercicios.

Empezó a mirar a todos lados, urgida, hasta divisar una ventana al fondo de unos de los casilleros, tapada con la misma metálica estructura. 

Frunció el ceño preguntándose cómo movería el locker sin que aquel hombre se diera cuenta.

«Dios mío, ayúdame, ¿qué voy a hacer? ¡¿Qué hago?!»

Metió su cuerpo, aplanándolo todo lo que pudo, dejando su bolso en el suelo junto a los zapatos para así poder tener la tarea más sencilla de ejecutar.

—Oye, no te escondas —dijo aquel sujeto, con una voz que no parecía suya. Carla pensó que se trataba de una voz bastante juvenil, aunque ronca.

Con mucho esfuerzo y aprovechando que aquel se concentró en revisar el gran espacio de las duchas primero, pasando de largo el área de lokers, fue arrastrando poco a poco el casillero hasta ampliar el rincón y poder meter su cuerpo aún más.

Cansada, desesperada, miró la ventana. Sintió rayos correr por su piel al darse cuenta que era de vidrios corredizos y daba a un callejón cubierto de bloques y grama. La ventana cobró un brillo celestial para la mujer. 

«Si hay césped, hay salida», pensó ella, mirando a un lado y otro, intentando responderse dónde se encontraba esa misma salida.

Deslizó la hoja de vidrio. El frío del exterior la golpeó de inmediato.

—No te haré daño, hablemos. Lo que viste en la oficina no es lo que parece —seguía diciendo aquel sujeto, cada vez más cerca de ella.

Pescaría un resfriado, pero conservaría la vida.

Carla acomodó mejor la toalla que llevaba alrededor de su desnudo cuerpo. La adrenalina corría por su sistema y la calentaba al mismo tiempo.

Sacó primero una pierna, luego su cabeza y al final la otra pierna, estabilizando sus sandalias de goma sobre un pequeño jardín entarimado y dando otro salto al rústico suelo de aquel estrecho callejón. 

Miró a su izquierda. «¡Bingo!»

—¡Hey! ¡Detente!

Carla echó a correr hacia la carretera, hacia cualquier lugar lejos de allí, alejándose velozmente, corriendo sin parar, con la garganta seca, un gran nudo en el pecho, urgente, urgente, rápido, muy lejos, directo a buscar ayuda para la chica, un teléfono para pedir ayuda, ropa para cubrirse, ¡alguien que la pudiese auxiliar ya mismo! 

Y no se detuvo hasta corroborar que estuviese a salvo.

Sin embargo, los nervios durarían mucho más allá de esa misma noche. Y las cosas empezarían a cambiar a partir de ese momento.

Su perseguidor la había visto. Ella a él. Su bolso se había quedado casi a los pies de aquel sujeto, al igual que su calzado.

Davis conocía ya su cara y no la olvidaría jamás. Además, reconocería esa voz juvenil y ronca a kilómetros de distancia. Ella estaba segura que, a través del tiempo, así sería.

Esa noche, después de conseguir que un par de policías la escoltaran y le brindasen toda la ayuda posible, al momento de acudir al gimnasio para inspeccionar, el sitio se encontraba totalmente vacío. Ni la mujer, ni el hombre se encontraban allí y por supuesto, a Carla o a los oficiales le pareció extraño que así fuese, pero Davis comenzó a sentir temor, porque sus botas y su bolso tampoco fueron encontrados.

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