CAPÍTULO 1

—Como si yo quisiera casarme con el soso de Alejandro —dijo Malena a Nubia, su mejor amiga, mientras ambas hablaban del tan rumorado futuro matrimonio entre Malena Zamora, una bella y adinerada socialité, y Alejandro Darrell, magnate hombre de negocios y multimillonario; evento que seguramente sucedería pronto, pues ya se conocía el hecho de él comprando un anillo de compromiso.

—Entonces no te cases con él —sugirió Nubia, que en realidad no entendía por qué su amiga salía con alguien de quien siempre se quejaba por lo aburrido y serio que era. 

—¿Y desperdiciar la oportunidad de disfrutar la fortuna de la familia Darrell que obtendrá cuando se case conmigo? —cuestionó la azabache en un tono de completa ironía—. No estoy idiota.

—Amiga, tú tienes mucho dinero, ¿por qué necesitas casarte con él habiendo tantos otros ricos en nuestro circulo? —cuestionó la mejor amiga de Malena—. Mi hermano estaría encantado de casarse contigo, aunque no estoy segura de quererte en mi familia.

Ambas mujeres sonrieron ante las últimas palabras de Nubia, luego de eso Malena dio un trago a su copa y habló de nuevo.

—No, tiene que ser él —aseguró la mujer de cabello oscuro y lacio que fijaba sus azules ojos en esa copa de vino que realmente estaba disfrutando—. Créeme, toda una vida de aburrimiento definitivamente valdrá esa fortuna en que me pudriré; además, siempre puedo tener un amante, o dos.

El par de chicas volvieron a reír, mientras que el hombre detrás del muro, que separaba esa habitación y el pasillo donde él se encontraba, empuñaba con fuerza una pequeña caja, forrada de terciopelo, que guardaba dentro de sí un anillo de compromiso que no sería entregado a Malena Zamora, la futura ex prometida del hombre que, sin hacer ruido, se iba del lugar al que había llegado con la intención de llevar a la mujer que amaba a una cena especial donde le propondría matrimonio.

Alejandro había pensado que sería lindo hacerlo de manera sorpresa, y también en un lugar íntimo, pues él no disfrutaba del gentío y los eventos sociales, igual que ella, pero, ahora que sabía que ella no lo amaba de verdad, y que tan solo estaba detrás de una fortuna que él ni siquiera tenía aún, creía que tal vez todo lo que conocía de ella era una mentira.

Pero, definitivamente, ya no habría oportunidad para conocer cómo era Malena en realidad, pues él no le perdonaría semejante burla jamás.

Desde el inicio, Alejandro Darrell no había sido un experto en mujeres, siempre le habían parecido misteriosas e innecesariamente complicadas, pero luego había aparecido Malena, demostrando que su concepto de mujer no podía aplicarse a todas, y se enamoró; y ahora estaba allí, perdiendo toda su fe en ella y en las mujeres en general, pues ahora, a sus ojos, parecía que las mujeres eran peor de lo que él había pensado antes de conocerla a ella.

El hombre estaba devastado, él de verdad se había enamorado de esa mujer de cabello oscuro, ojos claros y falsa personalidad, y ahora tenía que lidiar con su corazón roto y con un sinfín de problemas que le atraería el no casarse pronto, como pensó que sucedería; pero no se casaría con ella, no luego de darse cuenta de cómo había jugado ella con él.

Alejandro salió de ese club donde había ido a buscar a la mujer que ya no quería tener para siempre a su lado, y condujo sin rumbo fijo, terminando en uno de los tantos hoteles de la ciudad.

Él no quería llegar a su casa en el estado en que estaba, además de que no quería toparse con nadie y quería estar solo, así que pensó que estaba bien desahogarse en un sitio de lujo donde nadie le prestara demasiada atención.

**

—¿Estás segura de esto? —preguntó Emilia, nerviosa, a la chica rubia que le había hecho una sugerencia tan atractiva como alocada.

—Por supuesto —aseguró Adriana, entusiasta—. Además, ¿qué más da? No pierdes nada y ganarás lo que necesitas.

—¿Qué no perderé nada? —cuestionó Emilia, a punto de vomitar—. Yo siento que estoy por entregar un ojo o una pierna, y tú dices que no es nada.

—Pues, si no quieres, puedes elegir no hacerlo —sugirió Adriana—. Yo también estoy un poco necesitada, así que no me importaría si me cedes la oportunidad.

Emilia miró perpleja a su mejor amiga. No terminaba de creerse que su esa chica, una que siempre había pensado muy correcta, estuviera insinuando que se acostaría con ese extraño por un puño de billetes.

» Anda —continuó alentando la rubia a la castaña—, sabes bien que esto es necesario, no es que lo estés haciendo por gusto, en serio necesitas ese dinero, amiga.

Emilia Chardón suspiró. Era la verdad, necesitaba dinero extra con urgencia, porque el que ganaba en sus dos trabajos no era suficiente para sus gastos diarios y la enfermedad de su tía abuela, esa mujer que la había cuidado desde pequeña, igual que a su fallecida madre.

—Voy a odiarme por esto —aseguró la joven, aún nerviosa, pero intentando resignarse—, pero valdrá la pena.

—Créeme, amiga —dijo Adriana conteniendo una malévola sonrisa—, va a hacerlo, así que suerte..., y no te olvides de usar protección.

Emilia negó con la cabeza ante la burlona sugerencia de su mejor amiga, pero usar protección era de lo único que se aseguraría en caso de ser aceptada por ese supuesto cliente regular que solo iba al lugar a pasar una buena noche y soltar billetes a quien le proporcionara la buena compañía.

—Lo lamento, tía —murmuró la castaña de ojos cafés para quien no la escuchaba, y quien seguramente no estaría de acuerdo en que hiciera ese tipo de cosas por ella.

Emilia se persignó y, tras acomodarse la falda y la blusa, sopló el aire que sabrá el cielo desde cuándo contenía, entonces caminó hasta el elevador para ir al piso y habitación que mencionaba esa tarjeta que su mejor amiga le había conseguido y justo antes de tocar a la puerta, se quedó sin aire y sintió un mareo terrible.

» No —dijo para sí misma—, no puedo hacer esto, no puedo.

Emilia alzó la vista al cielo, se obligó a respirar profundo y se giró sobre sus propios talones para devolver sus pasos por dónde había llegado hasta ese lugar, pero no había dado ni siquiera tres pasos cuando su teléfono celular, ese que cargaba siempre a escondidas en la pretina de su falda, por si algo ocurría con su tía en el hospital, comenzó a vibrar.

—Somos de la administración del hospital Santa Clara, le llamamos para recordarle que tiene pagos atrasados de la estancia y medicación de la señora Cenaida Chardón. Solicitamos que pase a pagar lo adeudado o nos veremos en la penosa necesidad de dejar de suministrarle los medicamentos —explicó alguien que ella no conocía y sintió que se le iba el alma al suelo, estrellándose con tanta fuerza que incluso le dolió la cabeza.

—Entiendo —dijo Emilia, que en realidad estaba en shock por lo que recién había escuchado.

Ella no tenía el dinero que le estaban pidiendo, y, si mal no recordaba, el mayor medicamento que le estaban suministrando a su tía era para el dolor, así que no podía prescindir de él, como de ninguno de los demás.

Desesperada miró a todos lados, encontrando la puerta que podría ser la solución a ese problema que le urgía resolver, por eso respiró profundo y devolvió sus pasos hasta donde había llegado antes, tocando esta vez la puerta.

—¡¿Qué?! —preguntó molesto el hombre de cabello y ojos tan oscuros como el miedo que le infundió a la menuda castaña que había tocado a su puerta, abriendo la puerta tras la insistencia de quien fuera quien tocara la puerta.

—Yo... este... yo —vaciló Emilia, nerviosa por lo imponente que parecía el hombre, quien además estaba molesto, o eso parecía, pero no tenía tiempo para tener miedo, tenía una fuerte razón para estar ahí—. Me dijeron que el señor Darrell quería compañía.

—¿Tu compañía? —preguntó el hombre confundido, molestándose mucho más al entender las intenciones de esa joven al ir ahí.

Él no quería compañía, no la había pedido, pues, además, Alejandro ni siquiera sabía que ese lugar proporcionaba ese tipo de servicios. Hablaría seriamente con alguien, porque él bien sabía quién dirigía ese lugar.

—No, no la mía —respondió la nerviosa joven, sin poder arrepentirse de haber ido a ese lugar—, solo pensé que yo podría...

Alejandro miró a la joven que ni siquiera le miraba. Verla tan nerviosa le causó una especie de repulsión, y justo había llegado a ese lugar odiando a otra mujer, así que, de pronto, por su mente pasó la genial idea de destrozar a esa que por propia voluntad aparecía como sacrificio.

—Es por dinero, ¿no es cierto? —cuestionó el hombre, cambiando a una actitud menos sombría, pero igual de aterradora.

Emilia solo asintió, después de todo, eso era lo que había ido a buscar, no tenía caso negarlo, mucho menos cuando el señor Darrell era tan famoso por darles dinero a cambio de sexo a las empleadas de ese lugar que estuvieran dispuestas a acostarse con él.

Alejandro Darrell sonrió de medio lado, un tanto decepcionado por el cinismo de la joven, sin embargo, llevó su mano a uno de sus bolsillos y sacó la cartera para sacar un puño de billetes que extendió a la joven que le miraba nerviosa, quizá asustada.

Pagar por sexo no era algo que debiera hacer, pero no lo sabía, el alcohol que había bebido, y que nublaba sus sentidos a pesar de no apagar su ira, le susurraba que estaba bien hacer lo que fuera con tal de eliminar ese ardor que le quemaba las entrañas desde que escuchó a Malena decir que a duras penas lo soportaba, y que todo era por dinero.

» No voy a ser amable contigo —aseguró el hombre luego de extender el brazo al frente y que la chica le tomara de la mano, jalándola hacia él y haciéndola chocar con su cuerpo—, no estoy de buen humor.

Emilia se estremeció.

Ella no tenía experiencia en el plano sexual, así que ya estaba asustada, y que el otro le hiciera tal advertencia no hacía más que aumentar su nerviosismo; así que de pronto pensó en huir, en empujarlo fuerte, golpearlo con algo y salir corriendo, pero luego se imaginó a su tía padeciendo en casa sin medicamento y se resignó a algo que le dolería.

La joven imaginó que dolería, pero no pensó que tanto. Ese hombre parecía, más que estar haciéndola suya, estar haciéndola pedacitos.

La brutal manera en que él chocaba su fornido cuerpo con el de ella era terrible y dolorosa, cada cosa que él le hacía le dolía en serio, sobre todo porque parecía estar concentrado en sus áreas más sensibles.

Alejandro estaba furioso, desquitándose con el sexo que le había puesto de esa manera, sin entender que no eran todas las mujeres del mundo quienes se habían burlado de él, solo era una y no era a quien estaba lastimando de brutal manera.

Aunque, en realidad, el hombre no tenía intención de lastimarla. Él solo no estaba teniéndola en cuenta y, por ende, no la estaba complaciendo; tan solo se complacía a sí mismo mientras ignoraba que el cuerpo suave que tomaba era delicado y frágil.

Emilia, por su parte, suplicaba en su mente que todo terminara pronto, porque sentía que dolía cada parte de sí. Cada parte que el otro tocaba terminaba lastimada.

Todo era tan doloroso que la joven ni siquiera podía dejar de llorar, sus gemidos eran de puro dolor. No había nada de placer para ella, solo estaba esa persistente sensación de ahogo que se mezclaba con el dolor generalizado que la estaba matando lentamente.

Ver a ese hombre, bastante ebrio, moviéndose sobre de ella, empujándose fuerte en su interior y gruñendo mientras ella rezaba por que pronto terminara ese suplicio le estaba quemando el alma; y aun así en su cabeza seguía la persistente idea de que estaba bien, que lo que hacía y soportaba valdría la pena, porque había contado cinco mil pesos en ese puño de billetes que le había entregado el otro, y eso permitiría que su tía siguiera con el tratamiento que necesitaba en lo que lograba resolver algo más.

Cuando todo al fin terminó, cuando el hombre se vino y ella dejó de sentir que sus entrañas chocaban con sus pulmones, lo vio incorporarse y mirarla con desdén, de nuevo, entonces sintió como los pocos pedazos de corazón que habían quedado medio intactos se desmoronaban también.

—No quiero verte aquí cuando salga del baño —advirtió el hombre dejando la cama, dándole la espalda y comenzando a caminar hacia una puerta en uno de los muros de ese lugar.

Emilia se levantó, sintiéndose asqueada de sí misma, odiando cada parte de su cuerpo que dolía, y dejó correr lo último de sus lágrimas conteniendo ese temblor facial que provocaba lo fuerte que presionaba un labio contra otro mientras se ponía su ropa.

Una vez vestida, la joven castaña caminó hacia la puerta y, antes de abrirla, sacó los billetes de la bolsa de su falda en que los había puesto cuando el otro se los extendió, entonces los miró con pena, lloró de nuevo por unos cuantos segundos y, volviendo a respirar profundo, devolvió el dinero a su bolso, se limpió la cara, sorbió la nariz y abrió la puerta para largarse de ese lugar.

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