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Capítulo 3 Después de la tormenta

El día parece estar en mi contra, el cielo se ha puesto oscuro de un momento a otro. Apresuro mis pasos para evitar que la tormenta me sorprenda antes de llegar a mi trabajo. El semáforo cambia de amarillo a rojo, antes de que pueda cruzar la calle. Miro hacia el cielo y parece que las nubes se han estacionado a propósito sobre mi cabeza. Desde que hice lo que hice, todo me sale mal. Respiro profundo y apoyo la palma de mi mano sobre mi vientre.

―Tú eres lo único bueno que me quedó de todo esto, bebé.

Sonrío feliz y agradecida, tengo suficientes motivos para seguir adelante, para luchar por el porvenir de mi pequeño inocente.

Las primeras gotas comienzan a caer y el maligno artilugio, sigue sin cambiar de color. La lluvia arrecia y el chaparrón se me viene encima. Ni siquiera llevo impermeable ni un paraguas para protegerme del implacable aguacero. Chasqueo la lengua y suelto un taco bien gordo, uno del tamaño de la Vía Láctea. Todo por culpa de ese maldito despertador que no quiso sonar a la hora indicada.

Cruzo la calle a toda velocidad para llegar a tiempo a la estación de autobuses, mi nuevo sistema de transporte después de que el bastardo de mi marido me quitara el auto y me dejara en la calle con los bolsillos vacíos. Desde entonces, mi vida ha ido cuesta abajo. Lo que gano apenas me alcanza para pagar la renta de la pensión en la que estoy viviendo, la comida y los servicios básicos.

Diviso el autobús a pocos metros, por lo que me veo obligada a acelerar el paso para no perderlo o tendría que esperar veinte minutos más para tomar el siguiente. Me refugio bajo la marquesina de la parada y espero a que el autobús se detenga. 

Subo ansiosa para ponerme a resguardo de la lluvia y el frío que cala mis huesos. Me siento al lado del conductor, pero termino arrepintiéndome cuando escucho la radio encendida y la voz empalagosa de un locutor que habla de amor y de las almas gemelas. Patrañas, el amor real no existe.

Quince minutos después, bajo del autobús y me dirijo a la clínica. Es la séptima vez en la semana que llego tarde al trabajo. Respiro profundo. El día es del color de mi felicidad; oscura y tormentosa.  Tanta alegría y buen humor me resultan desagradable.

Ingreso a las instalaciones y me dirijo hacia mi área de trabajo, sin embargo, la voz de la recepcionista me obliga a detenerme.

―Señorita Gray, debe presentarse cuanto antes en la oficina de recursos humanos.

Las palpitaciones de mi corazón se desatan desenfrenadas.

―¿Pasa algo, Maggie?

Niega con la cabeza.

―No lo sé, Cinthya ―susurra en voz baja―, me pidieron que te lo informara, apenas te viera llegar.

Asiento en respuestas. Parece que la vida se ha ensañado conmigo. ¿Qué más me puede pasar que ya no me haya pasado?

―Gracias, Maggie.

Me acerco a la máquina de asistencia dactilar y registro mi entrada. Tal vez sea la última vez que lo haga. Veinte minutos tarde. Suspiro, resignada y me dirijo a la oficina del jefe de recursos humanos. Toco un par de veces antes de entrar. Ni siquiera me da los buenos días. Fija sus ojos oscuros sobre mí al verme entrar mientras niega con la cabeza.

―Te lo advertí, Cinthya ―me dice con la voz plana al ajustar sus anteojos sobre el puente de su nariz―, lamentablemente, ya no puedo hacer nada para ayudarte.

Aquellas palabras me caen encima como un balde de agua fría. Lo sé, me lo he ganado a pulso, pero tengo una excusa válida para justificar mis retardos, una que no puedo revelar por más que quiera decirlo.

―Ve al baño a secarte y regresa para que hablemos.

Trago grueso y hago lo que me pide. Entro al cuarto de baño y me detengo frente al lavamanos. Cierro los ojos e inhalo profundo.

―Tanto sacrificio para nada.

Comento en voz alta. Levanto la cara y veo en el espejo el reflejo de una mujer sufrida y golpeada por la vida que me mira con desesperación. La lluvia dejó expuesta mi cara demacrada y la piel oscura debajo de mis ojos. ¿Cuánto más debo sufrir? ¿No he pegado ya suficiente por lo que hice?

Cojo una toalla del gabinete y seco el exceso de agua de mi cuerpo. Suelto un sollozo. ¿Ahora que voy a hacer? Termino de secarme y abandono el cuarto de baño para enfrentarme al cruel destino que me espera y que va a terminar de hundir mi vida en el fango.

―Toma asiento, por favor.

Con piernas temblorosas me acerco a su escritorio y sigo sus instrucciones de manera obediente.

―No me eche, señor Nolan, por favor.

Ruego sin ninguna vergüenza al ocupar la silla frente a él.

―Lo siento, Cinthya, pero son demasiadas faltas en tu expediente.

Me tiende la notificación de despido y me ofrece un bolígrafo para que la firme. Lo miro a los ojos y procedo a estampar mi firma al pie de la hoja sin siquiera leer el causal de despido.

―Lo siento…

Son las únicas palabras que alcanzo a decir.

―Aquí tienes el cheque de tu liquidación ―miro la cifra y hago cálculos mentales. Solo me alcanzará para subsistir durante los siguientes tres meses si recorto mis gastos al mínimo―. Recoge tus pertenencias y abandona las instalaciones.

Guardo el cheque en mi cartera y me pongo de pie.

―Gracias por todo.

Me mira con pena y sonríe sin ganas.

―Si necesitas referencias en el futuro para algún nuevo trabajo, no dudes en llamarme.

Asiento en respuesta. Me doy la vuelta y abandono su oficina para buscar a mi amiga y despedirme de ella. Las lágrimas no tardan en empapar mi rostro, al igual que lo hizo la lluvia algunos minutos atrás. Me siento agotada y sin fuerzas para seguir luchando, pero al recordar que llevo a mi hijo en el vientre, vuelvo a recuperar mis energías.

Me seco las lágrimas, antes de detenerme frente al escritorio de su secretaria.

―Buenos días, Laura ―saludo con la voz fangosa―. ¿Está Maura?

 Asiente en respuesta.

―Buenos días, Cinthya ―corresponde a mi saludo con amabilidad―.  Sí, acaba de llegar, deja y te anuncio.

Espero que lo haga. Levanta la bocina de su teléfono y se comunica con ella.

―Pasa, te está esperando.

Al entrar, me observa con preocupación.

―Por Dios, Cinthya, estás empapada ―se acerca y me inspecciona de pies a cabeza―. En tu estado es muy peligroso ―me toma de la mano y me arrastra hasta el cuarto de baño―. Tengo ropa para casos de emergencia, así que entra y cambiante de inmediato. Hablaremos después que lo hagas.

Lo hago sin rechistar. Dejo la cartera sobre la encimera del lavamanos y comienzo a desvestirme. Lo hago con desgano. Saco mis pies arrugados de los zapatos que llevo puestos y los arrojo al cesto de la basura junto con el resto de la ropa empapada. Descuelgo el bonito vestido del perchero y me calzo los tenis que están en el piso. Me visto en un santiamén. Ni siquiera me preocupo por mirarme al espejo, no tengo ganas de hacerlo.

Cuelgo la cartera de mi hombro y salgo del baño.

―¿Es cierto lo que dicen?

Las noticias vuelan como la pólvora.

―Sí, acaban de despedirme.

Se acerca y me estrecha entre sus brazos.

―No te preocupes, Cinthya, no estás sola ―me da un beso en la frente―. Somos amigas y no voy a permitir que caigas en desgracia.

Me aferro con los brazos a su cuerpo delgado.

―Gracias, Maura, pero debo hacer esto sola ―me alejo de ella―. No voy a convertirme en una carga para ti.

Ha insistido hasta el cansancio para que me mude con ella, pero no puedo aceptarlo. No quiero involucrarla conmigo si llegan a descubrirme.

―¿Por qué sigues rechazando mi ayuda? ―pregunta, desconcertada―. Ahora debes pensar en tu hijo ―niega con la cabeza―. No es fácil para una madre soltera, sobre todo, ahora que estás desempleada.

Sé que tiene razón, pero, incluso, con el futuro sombrío que me espera, estoy obligada a declinar su ofrecimiento.

―No te preocupes por mí, Maura ―fuerzo una sonrisa en mi boca―, voy a estar bien ―le digo poco convencida de mis propias palabras―. Te prometo que, si las cosas se ponen difíciles, serás la primera persona en saberlo.

Me mira insegura, pero no le queda otra opción que aceptar mi decisión.

―Prométemelo, Cinthya.

Me aproximo a ella y le doy un beso en la mejilla.

―Palabra de mejores amigas.

Elevo la mano en señal de juramento. En ese instante tocan a la puerta, por lo que nos vemos obligadas a finalizar la conversación.

―Adelante.

Su secretaria ingresa al consultorio.

―Sus pacientes acaban de llegar, doctora Grimaldi.

Aprovecho la oportunidad para despedirme de ella.

―No te preocupes, Maura, seguimos hablando en otro momento.

Le doy un beso y abandono la habitación. Atravieso el corredor y camino hacia la salida sin siquiera preocuparme por recuperar las pocas pertenencias que tengo en mi escritorio, porque nada de lo que hay en él tiene importancia para mí.

Al salir al exterior, una ráfaga de aire seco choca contra mi rostro. El cielo está despejado y el sol brilla con todo su esplendor. Elevo la mirada hacia lo alto y me doy cuenta de que, después de la tormenta, viene la calma.

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