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Capítulo 4 La desconocida

Despierto agitado y me incorporo sobre la cama. ¿Dónde estoy? Me llevo la mano a la cabeza al sentir el intenso dolor que me atraviesa el cráneo y me hace estremecer.

―¡Hijo, gracias a Dios que despiertas!

¿Mamá? ¿Qué hace ella aquí?

―Álvaro nos avisó casi de inmediato ―giro la cara y encuentro a mi padre parado del otro lado de la cama―. ¿Estás satisfecho con las consecuencias que tus decisiones han traído?

¡Maldit4 sea! ¿Cómo me encontraron?

―¿Me estuviste vigilando?

¡Por supuesto que lo hizo! Mantengo controlado el tono de mi voz.

―¿Crees que perdería de vista a mi único hijo?

Respiro profundo, no quiero iniciar una nueva discusión, sobre todo, cuando siento que la cabeza va a estallarme.

―Soy bastante mayorcito como para encargarme de mí mismo, papá ―hago la sábana a un lado y saco los pies de la cama―. ¿Por qué insistes en controlarme?

No puedo creer que después de tanto tiempo, papá no haya cambiado. Corté mis relaciones con él desde el mismo momento en que desprecio a mi mujer por ser pobre. Nunca voy a perdonarle que la hiciera pasar por las peores humillaciones de su vida, especialmente, el día en que supo que ella no podría darme hijos. Fue cruel al escupírselo a la cara y gritarle, a los cuatro vientos, que era una mujer defectuosa.

―Por favor, hijo ―intervine la alcahueta de mi padre. ¿Hasta cuándo va a permitir que él la controle?―, Saúl solo se preocupa por ti, no puedes ser tan egoísta.

¿Egoísta? ¡Este es el colmo!  Respiro profundo, por más que se lo merezca, no voy a faltarle al respeto a la mujer que me engendró, pero tampoco voy a permitir que se entrometan en mi vida. Me pongo de pie, un mareo me toma por sorpresa, pero logro estabilizarme.

―¡No seas inconsciente, Sergio, puedes lastimarte!

Grita, mi padre con falsa preocupación. Lo miro a los ojos con reproche. Lastimarme más de lo que ellos lo hicieron, es imposible.

―Que no se te olvide que soy médico, papá, sé perfectamente lo que puedo o no hacer ―tengo vagos recuerdos de lo que me pasó, pero ellos no tienen por qué saberlo―. Hace mucho tiempo que me he cuidado solo, no necesito a un niñero a estas alturas de mi vida.

Estoy comenzando a perder la paciencia. Me acerco al armario y busco algo que ponerme, no obstante, al abrir las puertas descubro que está vacío.

―Mucho cuidado con tu forma de hablarme, hijo ―¿cree que sigo siendo el mismo chiquillo al que por muchos años le infundió miedo?―. ¿Eso fue lo que aprendiste de esa barriotera?

Que se refiera a mi mujer de aquella manera me saca de mis casillas. Me abalanzo sobre él y lo sujeto de las solapas de su chaqueta de sastre.

―No te atrevas a hablar mal de ella porque te juro que voy a olvidar de que eres mi padre ―escupo sobre su cara―. Ahora vete de esta habitación y no vuelvas a aparecerte nunca más en mi vida.

Mi madre grita alarmada y corre en auxilio de su marido. Son tal para cual.

―¿Estás bien, Saúl?

Le pregunta preocupada.

―Sí, mi amor, estoy bien, pero será mejor que nos vayamos ―por fin hay algo en lo que estoy de acuerdo con él―. Tu hijo sigue siendo el mismo obstinado de siempre.

Mi madre se acerca para darme un beso y despedirse de mí, pero se lo impido.

―No hagas esto más difícil para ti, madre ―le indico al retroceder un par de pasos―. Vete con él y olvídense de que tienen un hijo.

Su quijada tiembla y sus ojos se llenan de lágrimas, pero ya ni eso me conmueve. Hay cosas en la vida que no se pueden perdonar.

―Lo siento, hijo.

Se disculpa y se aleja de mí. Mi padre la envuelve entre sus brazos para consolarse y salen juntos de la habitación. La puerta vuelve a abrirse, pero esta vez es una enfermera.

―Vine a hacer la ronda ―me explica al verme parado en medio de la habitación―. Es la hora de sus medicamentos.

Asiento en acuerdo.

―¿Qué me pasó?

Le pregunto, porque no recuerdo las circunstancias en las que llegué a este lugar.

―Recibió un golpe en la cabeza con un objeto contundente ―deja la bandeja en la mesa y me entrega un vasito con las píldoras que debo tomar y otro con agua―, pero no hubo consecuencias graves ―sonríe con amabilidad. Bebo el medicamento y desecho los vasos en el cesto de la basura―. El doctor Fitzgerald le aclarará todo en cuanto llegue.

Asiento en respuesta.

―¿Cuántas horas llevo hospitalizado?

Arruga su entrecejo y me mira confusa.

―Ingresó a emergencias hace dos días, señor ―me explica―. Desde entonces fue hospitalizado y puesto bajo observación.

¡Carajos! ¿Dos días? Me llevo la mano a la cabeza y cierro los ojos. El dolor hace palpitar mi cerebro.

―Regrese a la cama, señor Hansen, debe descansar.

No. Tengo suficiente con haber perdido dos días de mi vida.

―¿Tienes alguna idea de dónde está mi ropa?

―La tiramos a la basura ―se acerca a la mesa y retira la bandeja―. Estaba completamente manchada de sangre ―sonríe antes de dar media vuelta y dirigirse hacia la puerta―. Volveré dentro de cuatro horas para administrarle la nueva dosis, el doctor no demora en venir a visitarlo.

Sale de la habitación y cierra la puerta. Me acerco a la ventana, corro la cortina y descubro que es de noche. ¿Qué sucedió durante las veinticuatro horas que estuve inconsciente? Respiro profundo y echo a andar mis recuerdos a pesar del dolor. Lo último que recuerdo es que había dado un paseo con Abigaíl, luego, entramos a su casa para beber un café. Conversábamos, mientras ella lo preparaba, sobre el admirador secreto que había enviado las rosas que inundaban la sala de su casa.

La presión en mi cerebro se incrementa. Elevo la mano y toco el vendaje que hay en la parte posterior de mi cabeza. ¿Quién me atacó? Vuelvo a la cama y me siento al borde del colchón… Entonces, lo recuerdo.

―¡El padre de Abigaíl!

Me pongo de pie súbitamente, lo que me provoca un nuevo mareo. Apoyo la mano sobre el colchón para sostenerme y no darme de bruces contra el suelo. Inhalo profundo hasta que el malestar desaparece. Necesito hablar con ella, asegurarme que ese hombre no llegó a hacerle daño.

Las imágenes comienzan a desatarse dentro de mi cabeza como una gran estampida. La veo alzando el madero para asestar un nuevo golpe en contra del hombre que intentó hacerle daño; su propio padre. Pero la detuve antes de que lo hiciera. Esa fue la oportunidad que aprovechó ese maldito para golpearme. Aprieto los puños. Tengo que salir de este lugar para ir a buscarla y averiguar lo que sucedió después. Espero que a ese hijo de put4 lo hayan encerrado tras las rejas, porque juro que, si sigue libre, me voy a cargar personalmente de hacerle pagar todo el daño que hizo.

En ese momento se abre la puerta de la habitación. Elevo la cara y veo entrar a mis dos mejores amigos.

―¿Estás bien, Sergio?

Pregunta Milena, bastante preocupada.

―Sí, cariño, estoy bien ―coloco la mano detrás de su cabeza y le doy un beso en la frente―. Sigo respirando.

Comento con una broma.

―Así que te has estado haciendo pasar por mí durante todo este tiempo.

Elevo la mirada y la fijo en la cara de mi amigo.

―Era la única manera de evitar que dieran conmigo ―niego con la cabeza―. Por lo visto, no sirvió de nada.

Mi amigo sonríe divertido.

―¿Crees que tu padre perdería de vista a su único heredero?

Ruedo los ojos.

―No quiero ni tengo nada que ver con sus empresas ―expreso con aversión―. Me he construido una vida con esfuerzo y sacrificios ―me pongo de pie―. No necesito nada de ellos.

Mi amigo se acerca y me da un apretón de oso, acompañado de un par de palmadas en la espalda.

―No sabes lo feliz que me hace volver a verte, Sergio ―me da un beso en la mejilla, antes de apartarse―. Hemos extrañado a nuestro compañero de aventuras.

Sonrío feliz de volver a verlos. En ese momento, la puerta vuelve a abrirse.

―Buenas noches, veo que ya se ha recuperado, doctor Hansen.

Le doy un vistazo a su identificación y reconozco su nombre.

―Un placer conocerlo, doctor Fitzgerald ―saludo de manera amigable―. ¿Puede ponerme al tanto de mi condición médica, por favor?

Asiente en respuesta. Eleva la tabla electrónica que trae en sus manos y comienza a explicarme todos los pormenores en un resumen bastante conciso.

―Tuvo mucha suerte, doctor Hansen ―menciona después de decirme que no hubo daños que lamentar a nivel cerebral―. El golpe no fue lo suficientemente contundente como para perforar el cráneo, así que ya no hay motivos para seguir reteniéndolo en la clínica por más tiempo. Su evolución ha sido satisfactoria, pero debe estar atento a los síntomas que se presenten de ahora en adelante.

Me acerco a él y le tiendo la mano.

―Gracias, doctor Fitzgerald, le prometo que estaré atento a cualquier cambio repentino.

Después de conversar durante algunos minutos más de médico a médico y, presentarle a mis amigos, se despide y sale de la habitación.

―Necesito salir de aquí cuanto antes ―le explico a mis amigos, algo acelerado―. Debo hablar con Abigaíl.

―¿Abigaíl? ―pregunta Milena, con una sonrisa cómplice―. ¿Quién es ella?

Mis labios se estiran de manera espontánea hasta alcanzar las esquinas de mis ojos.

―Alguien importante para mí.

Eleva una ceja y me escudriña con la mirada.

―Así que importante, eh.

Asiento en respuesta.

―Y espero que en poco tiempo se convierta en mi esposa.

Aquellas palabras provocan que los gestos de su cara cambien con dramatismo.

―Sergio Hansen, ¿enamorado?

Asiento en respuesta.

―Abigaíl es una mujer maravillosa ―la miro antes de mencionar lo siguiente―. Y tiene una hija preciosa.

Esta vez es Scott el que interviene.

―Debe serlo ―chasquea su lengua―, no habría otra manera en que hubiera conquistado tu corazón.

Lo apunto con mi dedo índice.

―La conocerán dentro de poco, pero para ello ―señalo mi cuerpo con las manos―, necesito conseguir ropa.

Mis amigos se ríen.

―Eso puedo resolverlo ―indica Scott al dirigirse a la puerta―, tengo ropa en el auto, iré por ella.

Sale de la habitación y me deja solo con Milena.

―¿Qué tal van las cosas entre ustedes?

Evade mi mirada y camina hacia la ventana.

―Él está a punto de casarse con su novia.

¿Novia?

―¿Scott? ―vuelvo a preguntar para estar seguro de que hablamos de la misma persona?―. ¿El Scott que conocemos?

Gira la cabeza y me mira por encima de su hombro.

―Sí, el mismo que he amado desde el día en que lo conocí.

Eso sí que no me lo esperaba.

―Lo siento, Milena.

Vuelve a darme la espalda.

―No tienes nada de qué preocuparte, Sergio ―encoge sus hombros―, nunca tuvo ojos para mí.

Nos vemos obligados a terminar nuestra conversación cuando alguien entra a la habitación.

―Espero que con esto sea suficiente.

Indica mi amigo al entregarme la bolsa. Me acerco y se la arranco de la mano.

―Ahora mismo me bastaría con un saco.

Me dirijo al baño para vestirme e ir a buscar a la mujer de mi vida. Tardo poco menos de diez minutos en ponerme la ropa. No quiero perder más tiempo. Necesito expresar mis verdaderos sentimientos, confesarle a Abigaíl, que me he enamorado de ella.

―Dame la llave de tu carro ―le pido a mi amigo al regresar a la habitación―, te lo devolveré mañana.

Mete la mano en el bolsillo de su pantalón, saca la llave y me las avienta.

 ―Ve por ella campeón.

Me acerco y le doy un abrazo.

―Gracias, viejo amigo.

Luego me aproximo a mi amiga, le beso en la mejilla y le susurro algo al oído, en un tono que solo oímos los dos.

―Nunca pierdas las esperanzas.

 La miro y luego me doy la vuelta para pedirle un último favor a mi amigo.

―Encárgate, por favor, del asunto con administración ―le guiño el ojo y camino hacia la puerta―, tengo prisa.

Al salir al exterior, las primeras gotas de lluvia golpean contra mi rostro. Me apresuro, cruzo la calle y me dirijo al estacionamiento. Ingreso al vehículo y una vez que enciendo el motor, salgo de allí y me incorporo a la avenida. A la mitad del recorrido la lluvia comienza a arreciar. Enciendo los limpiaparabrisas, pero la tormenta dificulta mi visión. De repente, veo un bulto tirado en medio de la vía. Clavo mi pie en el freno y derrapo sobre el asfalto.

―¡Mierd4!

Abro la puerta y bajo del auto para ver de qué se trata. Mi sorpresa es mayor al ver a una chica tendida en el piso, completamente inconsciente. Me acuclillo e intento hacerla reaccionar.

―¿Estás bien?

Le doy un par de palmaditas en la mejilla, pero no reacciona. Pongo mis dos dedos en su cuello para palpar su pulso y agradezco que todavía está viva. Respiro profundo y tomo una decisión.  Meto los brazos debajo de su delgado cuerpo y la subo a mi auto.

―Joder, ahora, ¿qué hago?

Sopeso las dos opciones que tengo. Vuelvo a la clínica y me arriesgo a tener un accidente o recorro los pocos metros que me separan de mi antigua casa en dónde tengo todos los equipos que necesito para atenderla.

No lo pienso ni una sola vez. Así que emprendo mi camino hacia la casa que una vez compartí con mi difunta esposa.

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