LeonardoA veces me pregunto en qué momento exacto empezó a desmoronarse todo definitivamente. Quizá fue aquel día gris, cuando la lluvia no era tormenta, pero se sentía igual de implacable, como hoy. No llovía fuerte, no había rayos ni truenos, solo esa garúa persistente que parece no mojar y, sin embargo, termina calándose hasta los huesos. Desde el ventanal de mi oficina, la ciudad se disolvía en grises, y Clara, sentada en la sala contigua, parecía parte del mismo paisaje: pequeña, frágil, ajena a todo salvo al dolor.Recuerdo haberla observado largo rato. Se abrazaba a sí misma, con los hombros caídos, la mirada perdida en el suelo. Había llorado, era evidente: los ojos enrojecidos, la boca temblorosa, el gesto tenso de quien carga demasiado y aún así sigue sentada, esperando algo. No pidió consuelo. No habría servido. Lo que necesitaba no era compasión ni palabras vacías, sino una salida, una promesa, un atisbo de que todo podía no terminar así. Y yo, que había prometido protege
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