Clara
Lo leí siete veces.
Y no por falta de comprensión, sino por exceso.
Como si en la repetición pudiese cambiar el final. Como si mirar las palabras una y otra vez pudiera torcer su significado, o arrancar de ellas alguna rendija de esperanza.Pero no. Cada lectura me devolvía lo mismo: el golpe certero. La verdad a media luz. La sospecha de que, tal vez, todo lo que había creído entender… no era tan cierto como pensaba.
Cerré el manuscrito con más fuerza de la necesaria. El sonido seco de las t***s chocando entre sí me sobresaltó, como si el papel hubiese querido defenderse. Me quedé un momento inmóvil, la vista fija en la mesa del living, sintiendo que todo a mi alrededor —la luz tenue, las velas sin encender, los ventanales abiertos al invierno— se había vuelto ajeno.
El departamento seguía siendo un lugar impecable. Frío. De catálogo. Y eso, en otro tiempo, me habría dado paz. Hoy, solo me recordaba que ya no quedaba nada nuestro.
Ni los libros subrayados.
Ni las tazas compartidas.
Ni siquiera los silencios tenían su eco.
Me levanté del sofá con lentitud, como si mi cuerpo cargara el peso de los recuerdos mal cerrados. Caminé hasta la cocina, abrí el refrigerador y busqué con desgano. Todo seguía igual: jugos verdes, frutas alineadas, ensaladas empaquetadas. Orden. Frialdad. Soledad.
Tomé una botella de vino. La destapé sin mirar la etiqueta. No me importaba. Llené una copa, bebí de pie, apoyada contra la encimera, con la mirada clavada en la nada. O en él.
Porque, aunque no estuviera en este lugar, Leonardo seguía ahí. En el aire. En las pausas. En cada página de ese manuscrito que alguien, con demasiada precisión, había escrito desde nuestras sombras.
Volví al sofá. El manuscrito me esperaba como un animal paciente. Lo abrí sin pensarlo, y fui directo al capítulo seis.
“No sabía lo que él había hecho por ella. Ni a quién había protegido. Ni por qué nunca se atrevió a decírselo.”
No decía su nombre.
Pero era él.
La forma en que estaba narrado… el tono, la cadencia, las pausas en los lugares justos… era Leonardo. Lo conocía demasiado bien como para no notarlo. O tal vez era alguien que lo conocía tanto como yo.
Tragué saliva. El vino no ayudaba. Era una punzada dulce que solo aumentaba el desorden interno.
Caminé al baño. Me aferré al lavamanos como si necesitara no caerme. Me mojé la cara. El agua helada me despertó un poco, pero no fue suficiente para ahuyentar el temblor.
Me miré al espejo. Estaba pálida. Los ojos hinchados. El rostro demacrado de alguien que no duerme bien hace días.
—¿Me mentiste, Leo? —susurré. Apenas audible.
El grifo goteaba. Tic. Tic. Tic.
Una cuenta regresiva sin destino.Y entonces, vino el recuerdo. El verdadero.
Le pregunté si me amaba.
Ese “eso” era yo.
Fue ahí. En ese vacío. En esa forma de esquivarme con frases correctas y gestos funcionales.
Y yo… yo ya no quería que me eligieran por inercia. No quería seguir justificando ausencias ni interpretando silencios.
Así que se lo dije. Con voz baja. Sin lágrimas.
“Necesito irme antes de dejar de ser yo.”
Y él… no me detuvo.
Volví a la sala. No podía estar encerrada. El departamento me asfixiaba. Tomé el abrigo, guardé el manuscrito en el bolso y salí a caminar, sin rumbo, sin destino, como si las baldosas húmedas del centro supieran a dónde quería llegar antes que yo misma.
Sin darme cuenta, terminé cerca del hospital.
Era absurdo, pero mis pies me habían traído aquí. Como si el cuerpo supiera que, a veces, el pasado duele menos cuando se lo mira de frente.
Caminé despacio por la vereda opuesta, deteniéndome frente a un pequeño quiosco de flores que seguía abierto a pesar de la hora. Estaba justo frente al Parque Central, ese donde, en otra vida, Leonardo y yo solíamos pasar breves minutos antes de las guardias, compartiendo un café de máquina y alguna frase robada al tiempo.
Me apoyé contra un poste, fingiendo revisar el celular, y entonces lo vi.
Leonardo.
Salía por la entrada lateral del hospital. Iba solo. La chaqueta cruzada, la cabeza gacha, los pasos lentos. No hablaba con nadie. No parecía apurado. Y sin embargo, en su andar había algo que gritaba agotamiento.
No físico. No solo eso.
Era otra cosa.
Culpa, quizás. Soledad. O esa clase de pena que uno arrastra en silencio cuando ya no hay nadie que le pregunte cómo está.
No me vio. O tal vez lo hizo, pero decidió no detenerse.
Lo observé cruzar la calle, perderse entre los autos, y tragué el nudo en mi garganta.
No lo detuve. No grité su nombre. No crucé.
Pero una parte de mí, esa que aún no firmó el olvido, se fue con él.Regresé al departamento más despacio. Como si cada cuadra alargara el dolor un poco más. Cuando llegué, me quité el abrigo y me dejé caer en el sofá. Encendí la laptop. La abrí casi por reflejo.
Busqué el título del manuscrito: Después del nosotros.
Nada.
Ni un registro.
Ese libro no existía. Al menos, no oficialmente.
Y entonces supe que no estaba leyendo una historia.
Estaba atrapada en una.
Abrí W******p. Fui al grupo del hospital. Ese que no abría desde hacía semanas. Conversaciones viejas. Frases sin importancia. Hasta que apareció un mensaje nuevo.
Martina:
“¿Alguien más recibió un manuscrito esta semana?”Mi pecho se tensó. Sentí un frío que nada tenía que ver con la noche.
Escribí sin pensarlo.
Clara:
“Yo también lo recibí. ¿Podemos hablar?”Martina:
“Sí. Pero no por aquí. Café El Bosque. Mañana. 17:00. No llegues tarde.”Al otro lado de la ciudad, Martina cerró su laptop con calma. Se sirvió una copa de vino y la colocó sobre la mesa, junto al manuscrito.
Su ejemplar, a diferencia del de Clara, tenía una página más.
Página 137. Epílogo.
No la leyó. No necesitaba hacerlo.
Ella misma la había escrito.
La dejó sobre la mesa, boca abajo, y se reclinó en la silla con una expresión serena, casi satisfecha. Acarició el manuscrito como quien sostiene un arma todavía sin disparar.
Había conseguido exactamente lo que quería: que Clara empezara a dudar, que Leonardo perdiera el control. No necesitaba más por ahora. Solo mirar. Observar cómo cada pieza se movía sola hacia el colapso.
Estaba ganando.
Y lo sabía.
Pero no era el momento de mostrar todo.
Aún no.
Se levantó y caminó hacia el ventanal. Desde el piso veinticuatro, la ciudad parecía una maqueta lejana, ajena. La lluvia resbalaba por los cristales como si también supiera guardar secretos. Sonrió con una tranquilidad que no nacía de la paz, sino del poder.
los tenía a ambos atrapados. A Clara y a Leonardo. En sus culpas. En sus miedos. En ese manuscrito que había dejado caer como una bomba silenciosa.
El manuscrito actualizado seguía ahí.
Callado.
Esperando.
Como ella.
Porque el momento de atacar… todavía no había llegado.
LeonardoA veces me pregunto en qué momento exacto empezó a desmoronarse todo definitivamente. Quizá fue aquel día gris, cuando la lluvia no era tormenta, pero se sentía igual de implacable, como hoy. No llovía fuerte, no había rayos ni truenos, solo esa garúa persistente que parece no mojar y, sin embargo, termina calándose hasta los huesos. Desde el ventanal de mi oficina, la ciudad se disolvía en grises, y Clara, sentada en la sala contigua, parecía parte del mismo paisaje: pequeña, frágil, ajena a todo salvo al dolor.Recuerdo haberla observado largo rato. Se abrazaba a sí misma, con los hombros caídos, la mirada perdida en el suelo. Había llorado, era evidente: los ojos enrojecidos, la boca temblorosa, el gesto tenso de quien carga demasiado y aún así sigue sentada, esperando algo. No pidió consuelo. No habría servido. Lo que necesitaba no era compasión ni palabras vacías, sino una salida, una promesa, un atisbo de que todo podía no terminar así. Y yo, que había prometido protege
ClaraLlegué puntual al café, con los dedos fríos y el pecho demasiado caliente para una mañana de otoño. El aire olía a hojas secas y a café recién molido, y por un segundo creí que eso bastaría para calmarme. Pero el temblor no venía del frío. Venía de lo que estaba a punto de enfrentar… o de lo que ya no podía seguir ignorando.Martina ya estaba ahí. Sentada junto a la ventana, con su blazer mostaza que brillaba contra el gris apagado del día. Cada hebra de su cabello perfectamente peinada, cada gesto medido, incluso el modo en que cruzaba las piernas, era una declaración de algo que nunca dijo en voz alta: ella no dejaba cabos sueltos. Era impecable. Hecha para los pasillos del hospital. Tal vez, también para él.Me acerqué con el estómago revuelto. Ella alzó la vista, me dedicó una sonrisa sin peso.—Clara —dijo, como si pronunciara una palabra más.—Martina.No hubo abrazos ni formalidades. Solo ese silencio espeso que se instala entre dos personas que saben que nada volverá a s
ClaraNo esperaba visitas ese sábado. Mucho menos sobres sin remitente.Pero ahí estaba. Un sobre color marfil, deslizado bajo la puerta con la suavidad de un secreto. No tenía sello, ni firma. Solo mi nombre, escrito a mano con una caligrafía sobria, firme. La tinta parecía aún fresca, como si alguien lo hubiera escrito minutos antes de entregarlo. Cada letra tenía el trazo exacto de alguien que sabía lo que quería decir, pero no podía decirlo en voz alta.Dentro, una sola hoja. El papel olía a tinta y, apenas perceptible, a lavanda marchita. Era una nota breve. Casi un susurro."La historia no siempre se cuenta con palabras.A veces está entre líneas.Julieta puede ayudarte.Calle Lira 245. Segundo piso. Mañana, 18:00."Eso era todo. Ninguna firma, ningún otro mensaje. Podría haberlo ignorado. Podría haberlo arrugado, tirado al cesto, fingido que nada había pasado. Pero no lo hice. Lo dejé sobre la mesa, junto a la taza de café a medio terminar, doblado con el mismo cuidado con el q
NarradorEl hospital nunca dormía. En las horas más densas de la madrugada, los pasillos se estiraban como arterias insomnes; las luces frías dibujaban sombras que parecían vigilar en silencio, y el eco de una camilla rodando podía parecer una sentencia. Todo latía. Todo vigilaba. La vida y la muerte compartían ese umbral con la impaciencia de quien no espera a nadie.Martina conocía ese pulso. Se movía con una fluidez ensayada, como si hubiera sincronizado su respiración con el zumbido de las máquinas. Llevaba tres turnos nocturnos consecutivos. Nadie se lo había pedido, pero siempre coincidía con Leonardo. Siempre. Como si el azar jugara a su favor o, peor, obedeciera sus reglas.Nunca pasó nada concreto entre ellos mientras él estuvo con Clara. Ninguna palabra fuera de lugar, ningún gesto evidente. Pero Martina era experta en otra clase de lenguaje. Una frase ambigua dicha en el momento exacto. Un rumor sembrado en el descanso del café. Un silencio que duraba medio segundo más de l
MartinaEl edificio de la Facultad de Medicina, inmutable como siempre, me pareció aún más lejano de lo que recordaba. El aire frío se colaba por los ventanales de los pasillos, arrastrando consigo el eco de pasos apresurados, como si el tiempo allí se hubiera detenido. El olor a libros viejos, café recalentado y desinfectante permanecía intacto. Pero había algo más. Algo invisible, tenue y persistente, que se aferraba al pecho con una melancolía tibia, casi dulce, casi insoportable.Avancé, envuelta en memorias, hasta detenerme frente a la vieja cartelera de corcho. Allí, sostenido por una chinche oxidada, colgaba aún el afiche del Congreso de Neurociencias 2015: Juventud, ética y vocación. El papel, amarillento y con una esquina doblada, parecía susurrar: acuérdate. En el centro, en letras desvaídas, seguían nuestros nombres: Martina Olavarría & Leonardo Leiva.El tiempo había sido cruel con ese cartel. Conmigo también. Y con lo que alguna vez compartí con Leonardo.Extendí la mano
LeonardoHabían pasado doce días desde que firmé los papeles. Doce días desde que Clara y yo dejamos de ser un “nosotros”. La tinta se secó en segundos, pero las consecuencias caen todavía, una tras otra, como una gotera que nadie quiere arreglar.La casa no ha cambiado. Y eso la hace insoportable.Cada objeto parece congelado en una nostalgia cruel. Las tazas siguen alineadas como a ella le gustaban. Los señaladores de sus libros, hechos con servilletas de café y anotaciones de su puño y letra, aún asoman entre las páginas. El cojín azul con las puntadas torcidas que juró devolver y nunca lo hizo. Todo sigue aquí.Habitar este espacio es una forma refinada de tortura. Nada se rompe, pero todo lastima. El pasado no ha dicho su última palabra. Se repite, una y otra vez, como una letanía vacía.Me digo, para convencerme, que fue una decisión mutua. Que no hubo gritos ni escenas, que lo nuestro se cerró con la misma dignidad con que empezó.Pero es mentira.Fue Clara quien se fue primero
LeonardoEl mensaje apareció de golpe, en la pantalla iluminada que rompió el silencio entre Alonso y yo.“Capítulo dos. Página cinco. Lo que ella nunca te dijo.”No había número. Solo palabras. Precisas. Como un bisturí que sabe exactamente dónde cortar.—¿Es de ella? —preguntó Alonso en voz baja.Negué con la cabeza. Clara nunca fue críptica. Cuando quería decir algo, lo decía. A veces con ternura, a veces con la misma frialdad con la que cerró la maleta. Pero nunca así.—¿Te llegó alguno antes?—No. Es el primero.Alonso estiró la mano.—Déjame ver.Le mostré la pantalla. No dijo nada, pero noté cómo la mandíbula se le tensaba.—¿Quién lo escribió? —murmuré, más para mí que para él—. ¿Quién sabe tanto como para jugar con esto?No respondió. Pagó la cuenta con la rapidez de quien quiere huir antes de que algo lo alcance, y salimos sin una palabra más.El aire de la noche estaba espeso, como si la ciudad respirara distinto. Pensé en pedirle que me dejara en casa, pero algo dentro de
AlonsoMartina llegó puntual. Siempre lo hacía. Como si controlando el tiempo pudiera también reescribir el pasado. Su puntualidad no era cortesía, no conmigo. Era una forma de poder. De dejar claro que estaba ahí porque lo decidía, no por nostalgia ni por culpa.Yo ya la esperaba, en la esquina más discreta del café del hospital. A esa hora no había médicos ni pacientes, solo el rumor lejano de una máquina de espresso y un par de internos arrastrándose como sombras medio dormidas. El escenario perfecto para una conversación que no debía existir. Demasiado temprano para el escándalo. Demasiado tarde para el arrepentimiento.—¿Café? —ofrecí, sin mucha energía.—No vine a tomar café.Se sentó sin quitarse el abrigo. Dejó una carpeta delgada sobre la mesa. Ligera en apariencia, pero yo sentí su peso como el de una bomba dormida. La miré como se mira un cuchillo en la mesa: sabiendo que puede cortar incluso sin moverse.—Dijiste que querías hablar —murmuré.—Intercambio de información, lo