Página 137

Clara

Lo leí siete veces.

Y no por falta de comprensión, sino por exceso.

Como si en la repetición pudiese cambiar el final. Como si mirar las palabras una y otra vez pudiera torcer su significado, o arrancar de ellas alguna rendija de esperanza.

Pero no. Cada lectura me devolvía lo mismo: el golpe certero. La verdad a media luz. La sospecha de que, tal vez, todo lo que había creído entender… no era tan cierto como pensaba.

Cerré el manuscrito con más fuerza de la necesaria. El sonido seco de las t***s chocando entre sí me sobresaltó, como si el papel hubiese querido defenderse. Me quedé un momento inmóvil, la vista fija en la mesa del living, sintiendo que todo a mi alrededor —la luz tenue, las velas sin encender, los ventanales abiertos al invierno— se había vuelto ajeno.

El departamento seguía siendo un lugar impecable. Frío. De catálogo. Y eso, en otro tiempo, me habría dado paz. Hoy, solo me recordaba que ya no quedaba nada nuestro.

Ni los libros subrayados.

Ni las tazas compartidas.

Ni siquiera los silencios tenían su eco.

Me levanté del sofá con lentitud, como si mi cuerpo cargara el peso de los recuerdos mal cerrados. Caminé hasta la cocina, abrí el refrigerador y busqué con desgano. Todo seguía igual: jugos verdes, frutas alineadas, ensaladas empaquetadas. Orden. Frialdad. Soledad.

Tomé una botella de vino. La destapé sin mirar la etiqueta. No me importaba. Llené una copa, bebí de pie, apoyada contra la encimera, con la mirada clavada en la nada. O en él.

Porque, aunque no estuviera en este lugar, Leonardo seguía ahí. En el aire. En las pausas. En cada página de ese manuscrito que alguien, con demasiada precisión, había escrito desde nuestras sombras.

Volví al sofá. El manuscrito me esperaba como un animal paciente. Lo abrí sin pensarlo, y fui directo al capítulo seis.

“No sabía lo que él había hecho por ella. Ni a quién había protegido. Ni por qué nunca se atrevió a decírselo.”

No decía su nombre.

Pero era él.

La forma en que estaba narrado… el tono, la cadencia, las pausas en los lugares justos… era Leonardo. Lo conocía demasiado bien como para no notarlo. O tal vez era alguien que lo conocía tanto como yo.

Tragué saliva. El vino no ayudaba. Era una punzada dulce que solo aumentaba el desorden interno.

Caminé al baño. Me aferré al lavamanos como si necesitara no caerme. Me mojé la cara. El agua helada me despertó un poco, pero no fue suficiente para ahuyentar el temblor.

Me miré al espejo. Estaba pálida. Los ojos hinchados. El rostro demacrado de alguien que no duerme bien hace días.

—¿Me mentiste, Leo? —susurré. Apenas audible.

El grifo goteaba. Tic. Tic. Tic.

Una cuenta regresiva sin destino.

Y entonces, vino el recuerdo. El verdadero.

El momento exacto en que lo decidí. No fue un día de furia, ni una noche de gritos. Fue mucho peor: una mañana tibia, con el sol colándose entre las cortinas, y la taza de café aún humeando sobre la mesa.

Le pregunté si me amaba.

No me miró. Solo dijo: “Clara, por favor. No tengo la cabeza para eso ahora.”

Ese “eso” era yo.

Fue ahí. En ese vacío. En esa forma de esquivarme con frases correctas y gestos funcionales.

No por traición, sino por omisión.

No por falta de amor, sino por miedo a sentirlo de verdad.

Y yo… yo ya no quería que me eligieran por inercia. No quería seguir justificando ausencias ni interpretando silencios.

Quería que me miraran. Que me nombraran sin que tuviera que pedirlo.

Así que se lo dije. Con voz baja. Sin lágrimas.

“Necesito irme antes de dejar de ser yo.”

Y él… no me detuvo.

Volví a la sala. No podía estar encerrada. El departamento me asfixiaba. Tomé el abrigo, guardé el manuscrito en el bolso y salí a caminar, sin rumbo, sin destino, como si las baldosas húmedas del centro supieran a dónde quería llegar antes que yo misma.

Sin darme cuenta, terminé cerca del hospital.

Era absurdo, pero mis pies me habían traído aquí. Como si el cuerpo supiera que, a veces, el pasado duele menos cuando se lo mira de frente.

Caminé despacio por la vereda opuesta, deteniéndome frente a un pequeño quiosco de flores que seguía abierto a pesar de la hora. Estaba justo frente al Parque Central, ese donde, en otra vida, Leonardo y yo solíamos pasar breves minutos antes de las guardias, compartiendo un café de máquina y alguna frase robada al tiempo.

Me apoyé contra un poste, fingiendo revisar el celular, y entonces lo vi.

Leonardo.

Salía por la entrada lateral del hospital. Iba solo. La chaqueta cruzada, la cabeza gacha, los pasos lentos. No hablaba con nadie. No parecía apurado. Y sin embargo, en su andar había algo que gritaba agotamiento.

No físico. No solo eso.

Era otra cosa.

Culpa, quizás. Soledad. O esa clase de pena que uno arrastra en silencio cuando ya no hay nadie que le pregunte cómo está.

No me vio. O tal vez lo hizo, pero decidió no detenerse.

Lo observé cruzar la calle, perderse entre los autos, y tragué el nudo en mi garganta.

No lo detuve. No grité su nombre. No crucé.

Pero una parte de mí, esa que aún no firmó el olvido, se fue con él.

Regresé al departamento más despacio. Como si cada cuadra alargara el dolor un poco más. Cuando llegué, me quité el abrigo y me dejé caer en el sofá. Encendí la laptop. La abrí casi por reflejo.

Busqué el título del manuscrito: Después del nosotros.

Nada.

Ni un registro.

Ese libro no existía. Al menos, no oficialmente.

Y entonces supe que no estaba leyendo una historia.

Estaba atrapada en una.

Abrí W******p. Fui al grupo del hospital. Ese que no abría desde hacía semanas. Conversaciones viejas. Frases sin importancia. Hasta que apareció un mensaje nuevo.

Martina:

“¿Alguien más recibió un manuscrito esta semana?”

Mi pecho se tensó. Sentí un frío que nada tenía que ver con la noche.

Escribí sin pensarlo.

Clara:

“Yo también lo recibí. ¿Podemos hablar?”

Martina:

“Sí. Pero no por aquí. Café El Bosque. Mañana. 17:00. No llegues tarde.”

Al otro lado de la ciudad, Martina cerró su laptop con calma. Se sirvió una copa de vino y la colocó sobre la mesa, junto al manuscrito.

Su ejemplar, a diferencia del de Clara, tenía una página más.

Página 137. Epílogo.

No la leyó. No necesitaba hacerlo.

Ella misma la había escrito.

La dejó sobre la mesa, boca abajo, y se reclinó en la silla con una expresión serena, casi satisfecha. Acarició el manuscrito como quien sostiene un arma todavía sin disparar.

Había conseguido exactamente lo que quería: que Clara empezara a dudar, que Leonardo perdiera el control. No necesitaba más por ahora. Solo mirar. Observar cómo cada pieza se movía sola hacia el colapso.

Estaba ganando.

Y lo sabía.

Pero no era el momento de mostrar todo.

Aún no.

Se levantó y caminó hacia el ventanal. Desde el piso veinticuatro, la ciudad parecía una maqueta lejana, ajena. La lluvia resbalaba por los cristales como si también supiera guardar secretos. Sonrió con una tranquilidad que no nacía de la paz, sino del poder.

los tenía a ambos atrapados. A Clara y a Leonardo. En sus culpas. En sus miedos. En ese manuscrito que había dejado caer como una bomba silenciosa.

El manuscrito actualizado seguía ahí.

Callado.

Esperando.

Como ella.

Porque el momento de atacar… todavía no había llegado.

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