Narrador
El hospital nunca dormía. En las horas más densas de la madrugada, los pasillos se estiraban como arterias insomnes; las luces frías dibujaban sombras que parecían vigilar en silencio, y el eco de una camilla rodando podía parecer una sentencia. Todo latía. Todo vigilaba. La vida y la muerte compartían ese umbral con la impaciencia de quien no espera a nadie.
Martina conocía ese pulso. Se movía con una fluidez ensayada, como si hubiera sincronizado su respiración con el zumbido de las máquinas. Llevaba tres turnos nocturnos consecutivos. Nadie se lo había pedido, pero siempre coincidía con Leonardo. Siempre. Como si el azar jugara a su favor o, peor, obedeciera sus reglas.
Nunca pasó nada concreto entre ellos mientras él estuvo con Clara. Ninguna palabra fuera de lugar, ningún gesto evidente. Pero Martina era experta en otra clase de lenguaje. Una frase ambigua dicha en el momento exacto. Un rumor sembrado en el descanso del café. Un silencio que duraba medio segundo más de lo necesario. En un hospital, donde todo se escucha y todo se repite, la verdad no siempre sobrevive intacta.
Y cuando Clara renunció, sin despedidas ni explicaciones, dejando solo una carta con una firma que parecía quebrarse al final, Leonardo supo que había perdido sin haber jugado.
Leonardo
Esta noche solo quiero pensar, pero Martina no me da tregua.
Siempre está. Siempre aparece en los momentos en que más quiero estar solo. O más necesito que alguien me entienda, aunque sea solo para callar.
La vi venir. Como siempre. Perfume a gardenias. Un aroma que no encaja en este lugar, pero que anuncia su presencia sin necesidad de verla.
—¿No estás durmiendo bien últimamente? —preguntó, hojeando una ficha que no era suya. Ni siquiera fingía tener una razón válida para estar ahí.
No contesté. No valía la pena.
Pero mi cuerpo la delató. Me tensé. Lo sentí. Ella también lo notó.
—Desde que apareció ese documento… estás distinto —murmuró, como si no supiera perfectamente el efecto que causaba al decirlo.
Giré el rostro despacio. La miré. No porque me interesara verla, sino porque necesitaba ver hasta dónde estaba dispuesta a jugar.
Sabía de qué hablaba.
Ese cuaderno no dejaba de perseguirme, incluso cuando cerraba los ojos. Las frases aparecían como flashes entre turno y turno. Las omisiones. Las escenas. La forma exacta en que alguien logró capturar todo lo que hubo entre Clara y yo, sin siquiera nombrarnos. Como si hubieran estado ahí, viéndonos, escribiéndonos desde adentro.
—No tengo idea de lo que hablas —solté, seco.
Ella sonrió. No con alegría. Con esa sonrisa suya que nunca he terminado de descifrar. Mitad burla, mitad lástima. O ninguna de las dos.
—¿De verdad crees que eres el único que lo recibió?
Me congelé.
—¿Estás diciendo que hay más copias?
Se encogió de hombros. Ligera. Letal.
—Tal vez alguien quiere que ciertas verdades salgan a la luz. Aunque duelan. Aunque te destruyan.
Me costó mantener el tono firme.
—¿Fuiste tú?
Rió, pero su risa no era real. Era mecánica. Un acto.
—¿Yo? Apenas tengo tiempo para dormir, Leonardo. Pero reconozco una buena historia cuando la leo.
—No es una historia —le dije—. Es una confesión. Y alguien la escribió para que me doliera.
—¿O para que por fin entendieras lo que hiciste?
Sentí cómo esa frase me golpeaba justo donde no tenía defensas. Por un momento, el recuerdo de Clara me atravesó como una sombra tibia.
—Esto no te lo voy a perdonar.
Ella no se inmutó.
—¿Qué cosa? ¿Decirte lo que ya estaba escrito? ¿Hacerte pensar que Clara tal vez… ya lo sabe todo?
Di un paso atrás. No porque quisiera irme. Sino porque no quería que me viera caer.
—¿Fuiste tú quien se lo envió a ella también?
Martina inclinó la cabeza, jugando con mi incertidumbre como si fuera su deporte favorito.
—¿Qué te hace pensar que ella necesitaba ese manuscrito para saber lo que sentías?
La miré con algo que no supe nombrar. No era odio. Era vértigo. Como si, por primera vez, comprendiera que no tenía el control de nada. Ni de la historia. Ni del pasado. Ni de mí.
—Si descubro que tuviste algo que ver con esto…
—¿Y qué vas a hacer, Leonardo? ¿Culparme por tus decisiones?
No respondí. Me di la vuelta. Necesitaba escapar. De ella. De mí mismo.
Caminé directo a la sala de descanso. Cerré la puerta de un portazo. Me dejé caer en el sillón con el cuerpo temblando como si recién hubiera salido de una cirugía mayor. Cerré los ojos. Quise hacer silencio. Pero los recuerdos no piden permiso.
Y entonces apareció ella.
Clara.
No su versión distante o herida. No. La otra. La de las mañanas tranquilas. La que tarareaba canciones antiguas mientras preparaba café. La que caminaba descalza por el departamento. La que se enredaba en mis brazos con esa mezcla de pudor y confianza. La que me miraba con ternura… como si de verdad me hubiera elegido.
Pero esa Clara ya no existía. La que se fue no dejó huecos: clausuró todo. Me borró. Como si yo hubiera sido solo un error de puntuación.
Y sin embargo, ahí estaba yo. Recordándola. Aterrorizado por la posibilidad de que el manuscrito no fuera una amenaza… sino un espejo.
Sobre la mesa de la sala, al lado de la máquina de café, había otro sobre. Idéntico al primero. Mismo color, mismo formato artesanal. Sin nombre, sin remitente. Como si hubiera estado ahí todo el tiempo, esperando a que me atreviera a verlo.
Me acerqué. No necesitaba abrirlo. Lo reconocí. Era otro fragmento. Otro eco de lo que fue. O de lo que pudo haber sido.
Miré hacia el pasillo. No había nadie. Pero podría jurar que alguien acababa de irse.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba solo. Sentí que las palabras me observaban. Que los recuerdos no solo me habitaban: me estaban escribiendo.
MartinaEl edificio de la Facultad de Medicina, inmutable como siempre, me pareció aún más lejano de lo que recordaba. El aire frío se colaba por los ventanales de los pasillos, arrastrando consigo el eco de pasos apresurados, como si el tiempo allí se hubiera detenido. El olor a libros viejos, café recalentado y desinfectante permanecía intacto. Pero había algo más. Algo invisible, tenue y persistente, que se aferraba al pecho con una melancolía tibia, casi dulce, casi insoportable.Avancé, envuelta en memorias, hasta detenerme frente a la vieja cartelera de corcho. Allí, sostenido por una chinche oxidada, colgaba aún el afiche del Congreso de Neurociencias 2015: Juventud, ética y vocación. El papel, amarillento y con una esquina doblada, parecía susurrar: acuérdate. En el centro, en letras desvaídas, seguían nuestros nombres: Martina Olavarría & Leonardo Leiva.El tiempo había sido cruel con ese cartel. Conmigo también. Y con lo que alguna vez compartí con Leonardo.Extendí la mano
LeonardoHabían pasado doce días desde que firmé los papeles. Doce días desde que Clara y yo dejamos de ser un “nosotros”. La tinta se secó en segundos, pero las consecuencias caen todavía, una tras otra, como una gotera que nadie quiere arreglar.La casa no ha cambiado. Y eso la hace insoportable.Cada objeto parece congelado en una nostalgia cruel. Las tazas siguen alineadas como a ella le gustaban. Los señaladores de sus libros, hechos con servilletas de café y anotaciones de su puño y letra, aún asoman entre las páginas. El cojín azul con las puntadas torcidas que juró devolver y nunca lo hizo. Todo sigue aquí.Habitar este espacio es una forma refinada de tortura. Nada se rompe, pero todo lastima. El pasado no ha dicho su última palabra. Se repite, una y otra vez, como una letanía vacía.Me digo, para convencerme, que fue una decisión mutua. Que no hubo gritos ni escenas, que lo nuestro se cerró con la misma dignidad con que empezó.Pero es mentira.Fue Clara quien se fue primero
LeonardoEl mensaje apareció de golpe, en la pantalla iluminada que rompió el silencio entre Alonso y yo.“Capítulo dos. Página cinco. Lo que ella nunca te dijo.”No había número. Solo palabras. Precisas. Como un bisturí que sabe exactamente dónde cortar.—¿Es de ella? —preguntó Alonso en voz baja.Negué con la cabeza. Clara nunca fue críptica. Cuando quería decir algo, lo decía. A veces con ternura, a veces con la misma frialdad con la que cerró la maleta. Pero nunca así.—¿Te llegó alguno antes?—No. Es el primero.Alonso estiró la mano.—Déjame ver.Le mostré la pantalla. No dijo nada, pero noté cómo la mandíbula se le tensaba.—¿Quién lo escribió? —murmuré, más para mí que para él—. ¿Quién sabe tanto como para jugar con esto?No respondió. Pagó la cuenta con la rapidez de quien quiere huir antes de que algo lo alcance, y salimos sin una palabra más.El aire de la noche estaba espeso, como si la ciudad respirara distinto. Pensé en pedirle que me dejara en casa, pero algo dentro de
AlonsoMartina llegó puntual. Siempre lo hacía. Como si controlando el tiempo pudiera también reescribir el pasado. Su puntualidad no era cortesía, no conmigo. Era una forma de poder. De dejar claro que estaba ahí porque lo decidía, no por nostalgia ni por culpa.Yo ya la esperaba, en la esquina más discreta del café del hospital. A esa hora no había médicos ni pacientes, solo el rumor lejano de una máquina de espresso y un par de internos arrastrándose como sombras medio dormidas. El escenario perfecto para una conversación que no debía existir. Demasiado temprano para el escándalo. Demasiado tarde para el arrepentimiento.—¿Café? —ofrecí, sin mucha energía.—No vine a tomar café.Se sentó sin quitarse el abrigo. Dejó una carpeta delgada sobre la mesa. Ligera en apariencia, pero yo sentí su peso como el de una bomba dormida. La miré como se mira un cuchillo en la mesa: sabiendo que puede cortar incluso sin moverse.—Dijiste que querías hablar —murmuré.—Intercambio de información, lo
ClaraLlevaba cinco días encerrada con el cuaderno de anotaciones de Leonardo. No hablaba con nadie. Apenas comía. Ese cuaderno —ese maldito cuaderno— se había convertido en una grieta por donde el pasado se colaba sin permiso, sin tacto, sin tregua.Julieta me lo había entregado con una ligereza casi irresponsable, como si solo se tratara de un diario. Pero no lo era. Era una confesión encubierta. Un rompecabezas retorcido. Un archivo de pensamientos íntimos que jamás imaginé que Leonardo pudiera escribir… y mucho menos, que nunca me hubiera dicho en voz alta.¿Julieta sabía lo que hacía? ¿O solo fue una jugada torpe? A estas alturas, ya no estaba tan segura.Desde que abrí la primera página, dejé de dormir como antes. Cada línea parecía arrancada de una versión alterna de nuestro matrimonio. Una en la que él no era el hombre distante y metódico que terminó pidiéndome el divorcio. Sino alguien más humano. Más roto. Más… mío.Las notas se dividían en dos tipos: las que Julieta había t
—Señorita Viel —me llamó el conserje desde su caseta, alzando un sobre negro entre sus dedos manchados de tinta—. Esto llegó hace un momento. Lo dejó un repartidor.Me detuve de inmediato. El frío del aire se coló por el cuello de mi abrigo, pero no fue por eso que temblé.El sobre no era solo una carta. Era una advertencia disfrazada de cortesía. Una amenaza envuelta en papel fino, oscuro, como si quien lo escribió supiera exactamente a qué rincón de mi mente debía apuntar. El nombre estaba trazado en tinta negra brillante, con una caligrafía tan precisa que parecía una provocación.—¿Dijo quién lo enviaba?—No, solo que era entrega personal. Un chico nuevo, si no me equivoco —respondió el conserje, frunciendo el ceño. Su tono no era de alarma, pero sí de incomodidad. Como si ese sobre también lo inquietara.Asentí en silencio. Tomé el sobre con cuidado, con la misma precaución con la que uno sostiene algo que podría explotar. Lo guardé en mi bolso. No pensaba abrirlo ahí, bajo el so
Volver a Calle Lira era distinto esta vez.Ya no llegaba con dudas ni con el temblor de quien busca explicaciones. Esta vez traía certezas. Pruebas. Y un nombre que ya no podía seguir oculto.Julieta abrió la puerta antes de que tocara. Como si ya supiera.—Me llegó esto —dije, tendiéndole el sobre negro. Quemaba solo con sostenerlo.Julieta lo miró brevemente, luego lo tomó con ambas manos. Lo abrió con cuidado, como si el papel pudiera morder. Sacó la hoja y leyó en silencio. Sus ojos se desplazaban con lentitud, como si cada línea le pesara más que la anterior.Al llegar al final, su rostro se endureció. No fue sorpresa. Fue decepción.—Lo escribió él —murmuró—. Sin duda. Esta precisión… estas frases que parecen tus propios pensamientos. No es casual.Me crucé de brazos.—Es Alonso.Julieta asintió, el gesto cargado de amargura.—Sabía que tarde o temprano te llegaría algo así. Él no sabe detenerse. Cree que entrar en la mente de otros es un derecho, no una invasión.—Y lo peor —ag
ClaraFirmé el divorcio a las 15:03, en una oficina de paredes grises, bajo una lámpara demasiado blanca y el murmullo del tráfico en la calle.No hubo gritos ni lágrimas. Ninguna escena que justificara lo que se estaba rompiendo entre nosotros. Solo el sonido del bolígrafo al deslizarse por el papel y el roce del documento cuando se lo pasé de vuelta al abogado. Tan sencillo como trazar una línea. Tan devastador como aceptar que ese trazo ponía fin a una historia que, por mucho tiempo, creí que era para siempre. Una historia que empezó con cartas escritas a mano y domingos bajo la lluvia, y terminó entre silencios largos y habitaciones compartidas que ya no se tocaban.Leonardo no me miró. Se mantuvo inmóvil, con los ojos clavados en la hoja, como si su firma ya hubiera sido el acto más generoso que podía ofrecerme. Vestía como siempre: camisa blanca planchada, mangas dobladas con precisión, el reloj de acero en su muñeca izquierda brillando con indiferencia. Ese reloj había sido un