DESPUÉS DEL NOSOTROS: CUANDO YA ERA TARDE
DESPUÉS DEL NOSOTROS: CUANDO YA ERA TARDE
Por: Renata Caglioni
El Manuscrito

Clara

Firmé el divorcio a las 15:03, en una oficina de paredes grises, bajo una lámpara demasiado blanca y el murmullo del tráfico en la calle.

No hubo gritos ni lágrimas. Ninguna escena que justificara lo que se estaba rompiendo entre nosotros. Solo el sonido del bolígrafo al deslizarse por el papel y el roce del documento cuando se lo pasé de vuelta al abogado. Tan sencillo como trazar una línea. Tan devastador como aceptar que ese trazo ponía fin a una historia que, por mucho tiempo, creí que era para siempre. Una historia que empezó con cartas escritas a mano y domingos bajo la lluvia, y terminó entre silencios largos y habitaciones compartidas que ya no se tocaban.

Leonardo no me miró. Se mantuvo inmóvil, con los ojos clavados en la hoja, como si su firma ya hubiera sido el acto más generoso que podía ofrecerme. Vestía como siempre: camisa blanca planchada, mangas dobladas con precisión, el reloj de acero en su muñeca izquierda brillando con indiferencia. Ese reloj había sido un regalo mío, de cuando aún nos reíamos de llegar tarde juntos, sin saber que, con el tiempo, él llegaría tarde a todo: a nuestras conversaciones, a nuestras citas, a las preguntas que nunca respondía.

Lo supe desde el principio: él nunca iba a quitarlo, aunque tampoco fuera a notarlo. Siempre había sido así con él, con sus gestos silenciosos, su forma de estar sin estar. Una presencia impecable, sí, pero cada vez más distante, como si el hombre con el que me casé se hubiera ido desdibujando entre turnos de guardia, promesas a medio decir y decisiones que nunca conversamos del todo.

Durante un segundo, esperé algo. Una palabra. Un suspiro. Una señal. Cualquier cosa que dijera que lo que estábamos haciendo le dolía tanto como a mí. Pero no hubo nada. Solo un asentimiento leve cuando el abogado dio por concluida la sesión, y el mismo silencio de siempre, ese que se había instalado entre nosotros desde hacía ya demasiado tiempo. Desde aquella noche en Veracruz, desde que dejamos de preguntarnos cómo estábamos y empezamos a asumir que el otro lo adivinaría.

Me puse de pie. No sabía si despedirme o simplemente irme. Opté por lo segundo. Salí con la misma dignidad con la que había llegado, aunque por dentro llevaba las emociones hechas jirones.

En la calle, el mundo seguía girando como si nada. Autos, pasos apurados, voces mezcladas con bocinas. Nadie parecía notar que yo acababa de perder algo más grande que un matrimonio. Caminé sin rumbo fijo, como si mis pies supieran a dónde llevarme. Todo me parecía ajeno, como si el divorcio hubiera hecho algo más que separarnos; como si me hubiese desconectado del mundo que conocía.

Sin saber cómo, terminé en el mismo café de siempre. El que solíamos visitar los domingos, cuando aún fingíamos que teníamos algo. Donde compartíamos silencios largos y cafés amargos, creyendo que eso era amor… o lo más parecido a él.

Pedí un americano sin azúcar. Me senté junto al ventanal. La mesa de siempre. La vista de siempre. Lo único diferente era la forma en que el mundo seguía girando sin nosotros.

Afuera, una pareja compartía un auricular. Se reían. Se rozaban. Sus ojos hablaban más que sus labios. Y yo me pregunté, por enésima vez, si alguna vez Leonardo me había mirado así. Con ternura. Con deseo. Con ese tipo de amor que no necesita promesas porque ya se dice todo con una sola mirada.

El aroma del café me devolvió una escena. Un recuerdo envuelto en tinta y heridas mal cerradas.

Era otoño. Estábamos aquí mismo. Él dejó su celular boca abajo. Como siempre. Y yo hablaba, sin parar, sobre guión que debía corregir. Una historia mediocre, llena de personajes que no sentían nada y silencios que no decían nada.

Le dije: “Un silencio mal puesto puede arruinar toda una historia.”

Y él… ni siquiera levantó la vista.

—¿Estás aquí? —pregunté.

—Claro, amor —respondió, sin una gota de amor en la voz—. Solo pensaba en la cirugía de mañana.

Yo, que vivía de leer entre líneas, supe lo que él no dijo. No era la cirugía. No era el trabajo. Eramos nosotros. Lo nuestro. Lo que ya no existía, aunque aún nos llamáramos pareja. Fue en ese momento que entendí que el final no llega con gritos ni portazos. Llega con frases correctas y miradas vacías. Con silencios perfectos que duelen más que cualquier mentira.

Volví al presente. El café se había enfriado, igual que nosotros. Afuera, el mundo seguía como si no hubiera perdido nada. Pero yo… yo acababa de perderlo todo. Y ni siquiera tenía el consuelo de una historia bien contada.

Yo era editora. Toda mi vida había corregido las palabras de otros. Pero nadie me enseñó a corregir los silencios de quien deja de amar.

Terminé el café. Me levanté. Y por dentro, sentí cómo todo lo que fui con él… empezaba a borrarse.

Decidí volver al departamento que había alquilado hacía una semana. Era blanco, pequeño, casi vacío. No tenía fotos en las paredes, ni aromas familiares. Justo lo que necesitaba.

Revisé el buzón por rutina. Había cuentas, folletos, papeles irrelevantes… y un sobre. Marrón. Sin remitente. Con mi nombre escrito a mano, en una caligrafía que no reconocí de inmediato, pero que me dio escalofríos.

Lo llevé conmigo, cerré la puerta y me senté en el sofá. Mis dedos dudaron un instante antes de abrirlo.

Dentro había un manuscrito. Densas ciento treinta y cinco páginas sujetas por un clip oxidado. En la portada, escrito en tinta negra, solo tres palabras: Después del Nosotros. Autor: Anónimo.

Al principio pensé que era un error. Alguna entrega mal dirigida. Pero apenas comencé a leerlo, supe que no lo era.

Pasé algunas hojas sin demasiado orden, hasta que una suelta cayó al suelo. La recogí, y fue entonces cuando el aire se me atascó en los pulmones.

“Ella salió sin mirar atrás. Empujó la puerta con la fuerza justa para que el golpe sonara a punto final. Él no la detuvo. No por indiferencia, sino por miedo. Porque admitir que ya no sabía cómo sostenerla le resultaba más insoportable que perderla.”

Me llevé la mano al pecho. El nudo en la garganta me obligó a tragar saliva con esfuerzo.

Era mi historia. La escena exacta. La hora exacta. Las emociones que nadie había visto, pero que yo sentí como si estuvieran escritas en mi piel.

Volví a la primera página. Ahí, como si el autor me hablara directamente, decía:

“A veces, el amor no muere. Solo cambia de forma. A veces, se convierte en palabras escritas por alguien que no se atrevió a decirlas en voz alta.”

Me quedé quieta, abrazando el manuscrito como si fuera una herida abierta. Todo mi cuerpo temblaba. No sabía si era miedo, dolor, nostalgia o una mezcla extraña de todo eso.

¿Quién había escrito esto? ¿Cómo podía alguien saber exactamente lo que había pasado? No los hechos… sino los matices. Lo que nadie vio. Lo que ni siquiera yo había dicho en voz alta.

Pensé en Leonardo.

Él escribía a veces. Pequeñas cosas, notas clínicas, correos demasiado formales. Pero tenía una sensibilidad que escondía detrás de su frialdad. ¿Podría haber sido él? ¿Y si este era su modo de hablarme ahora que ya no había nosotros?

El celular vibró.

Un mensaje. Número desconocido.

Página 136. No la leas sola.

Me congelé. Revisé el manuscrito. Solo había 135 páginas.

Miré de nuevo. Meticulosamente.

Y ahí estaba.

Una hoja oculta, plegada al final.

Sin numeración. Sin encabezado. Solo una línea:

“Lo que tú crees que fue el final… solo fue el principio.”

El manuscrito tembló en mis manos.

El silencio del departamento se volvió espeso.

El aire, más denso.

Y en ese instante, lo entendí:

Alguien había escrito nuestra historia.

Y todavía no la había terminado.

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