Entre Líneas

Clara

Llegué puntual al café, con los dedos fríos y el pecho demasiado caliente para una mañana de otoño. El aire olía a hojas secas y a café recién molido, y por un segundo creí que eso bastaría para calmarme. Pero el temblor no venía del frío. Venía de lo que estaba a punto de enfrentar… o de lo que ya no podía seguir ignorando.

Martina ya estaba ahí. Sentada junto a la ventana, con su blazer mostaza que brillaba contra el gris apagado del día. Cada hebra de su cabello perfectamente peinada, cada gesto medido, incluso el modo en que cruzaba las piernas, era una declaración de algo que nunca dijo en voz alta: ella no dejaba cabos sueltos. Era impecable. Hecha para los pasillos del hospital. Tal vez, también para él.

Me acerqué con el estómago revuelto. Ella alzó la vista, me dedicó una sonrisa sin peso.

—Clara —dijo, como si pronunciara una palabra más.

—Martina.

No hubo abrazos ni formalidades. Solo ese silencio espeso que se instala entre dos personas que saben que nada volverá a ser igual. Pedí un café que sabía que no tomaría.

—¿Recibiste el manuscrito? —pregunté.

Asintió, sin sorpresa.

—Sí. Aunque no estoy segura de que lo hayamos leído con los mismos ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Que algunos leen una historia. Otros, una confesión. Y hay quienes ven una advertencia.

La miré, confundida. Su tono era quirúrgico, casi sin emoción, pero bajo esa superficie algo vibraba con fuerza. Algo que no alcanzaba a nombrar.

—¿Y tú? ¿Qué viste?

—Un espejo. Distorsionado, sí. Pero con partes que reflejan más verdad de la que quisiéramos aceptar.

Sentí una punzada en el estómago. Ella siempre supo mantener el control. Siempre tuvo esa claridad que a mí me faltaba. Quizá por eso odiaba tanto verla cerca de Leonardo. Se entendían sin hablar. Y yo… siempre estuve a un paso de entenderlos.

—¿Crees que fue él quien lo escribió?

Martina desvió la mirada un segundo. Luego, volvió a mí.

—Leonardo no tiene esa audacia. Es brillante, pero no valiente. Nunca se atrevió a decir lo que sentía. Mucho menos a escribirlo.

Tomó un sorbo de su café. Yo no toqué el mío.

—Pero arriesgó más de lo que creí que arriesgaría —añadió—. No con lo que tenía en juego.

No dijo mi nombre. No hizo falta. Lo que no se dice a veces pesa más que cualquier palabra.

—Tú también lo conocías bien —dije, bajando la voz.

—Lo suficiente para saber que no tomaba decisiones impulsivas. Y esa… lo fue.

Me crucé de brazos, incómoda. No por lo que decía, sino por lo que insinuaba.

—¿Tú sabías?

—Sospechaba. Algunas cosas las vi venir. Otras me las callaron. Pero tú eras la única con todo frente a los ojos.

—Tenía una versión. La que él me dejó ver.

—Y ahora tienes otra.

Me incliné hacia ella, con un nudo en la garganta.

—Entonces ¿por qué estás aquí?

—Porque sigues buscando culpables. Y a veces, el culpable no es una persona. Es una historia mal contada.

Se levantó sin apuro. Dejó unos billetes sobre la mesa y me miró con una serenidad que dolía.

—El manuscrito no es un ataque, Clara. Es una puerta. Pero no todas las puertas deberían abrirse.

—¿Y si ya lo hice?

—Entonces prepárate. Porque una vez que ves lo que hay al otro lado… no puedes fingir que no lo viste.

Y se fue. Bajo la lluvia. Tan impecable como siempre.

Su frase me siguió hasta casa. “No todo lo que se oculta es mentira. A veces, es amor mal contado.”

La repetía mientras lavaba una taza, como si pudiera aclarar con agua lo que dolía por dentro. El manuscrito seguía guardado, pero era como si respirara dentro del cajón, como si supiera que lo estaba evitando.

Hasta que no pude más.

Abrí la carpeta. Página ochenta. La escena de Navidad.

“Ella no lloró frente a él. Porque sabía que, si lo hacía, él iba a sostenerla. Y no quería que la sostuviera. Quería que la eligiera.”

Cerré el manuscrito de golpe. El sonido fue seco. Definitivo.

Un recuerdo me invadió. Leonardo, en aquella noche helada, sentado a mi lado con una taza que no se atrevía a tomar. Su mano rozó mi nuca como quien pide permiso sin palabras. Ese toque suspendido me dijo más que cualquier declaración. Lo supe en ese instante: me había elegido. Pero no duró. Al día siguiente, todo volvió a la normalidad. Y yo fingí que no lo había sentido.

Tomé mi bolso y salí. Había una sola persona que podía ayudarme a entender esto. Un nombre que no marcaba desde hacía meses.

—¿Clara? —La voz de Alonso era una tibieza conocida.

—Necesito que leas algo —dije, sin rodeos.

—¿Tiene que ver con Leonardo?

—Conmigo. Con todo.

Me recibió en su casa, como siempre. Libros por todas partes, madera crujiente, olor a te.

Extendí el manuscrito sobre la mesa. Señalé la página. Me alejé. Él lo leyó en silencio, línea por línea, como si descifrara un código. Había frases marcadas, notas al margen, signos de exclamación escritos por mí.

“Demasiado preciso.”

“No es posible que supiera esto.”

Pero alguien lo sabía.

Alonso cerró el manuscrito con una lentitud extraña, como si algo pudiera romperse al cerrarlo mal.

—¿No has pensado que quizá… lo escribió Leonardo?

Negué.

—Él no se victimiza. Ni siquiera cuando debería.

—¿Y si alguien más sí lo ve así?

Se hizo el silencio. Me miró. Y lo que vi en sus ojos no era simple curiosidad. Era algo más hondo. Algo que me hizo temblar.

—Martina dijo que lo arriesgó todo por mí. ¿Tú sabías eso?

—No —dijo.

Pero su cuerpo dudó.

Por primera vez, pensé que quizá… la historia no era solo mía.

—¿Puedo quedarme con el manuscrito unos días? —preguntó, con ese tono que solo usa cuando sabe que está pisando terreno sensible. Lo reconocí. Era el mismo cuidado con el que Leonardo me hablaba cuando no quería asustarme.

—Cuídalo —le dije—. Es lo más cerca que he estado de la verdad en mucho tiempo.

Di un paso hacia la puerta, pero su voz me detuvo.

—Clara…

Me giré.

—Ten cuidado con lo que buscas —dijo, con una calma que dolía—. Algunas verdades no saben quedarse quietas.

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