La Confidente

Clara

No esperaba visitas ese sábado. Mucho menos sobres sin remitente.

Pero ahí estaba. Un sobre color marfil, deslizado bajo la puerta con la suavidad de un secreto. No tenía sello, ni firma. Solo mi nombre, escrito a mano con una caligrafía sobria, firme. La tinta parecía aún fresca, como si alguien lo hubiera escrito minutos antes de entregarlo. Cada letra tenía el trazo exacto de alguien que sabía lo que quería decir, pero no podía decirlo en voz alta.

Dentro, una sola hoja. El papel olía a tinta y, apenas perceptible, a lavanda marchita. Era una nota breve. Casi un susurro.

"La historia no siempre se cuenta con palabras.
A veces está entre líneas.
Julieta puede ayudarte.
Calle Lira 245. Segundo piso. Mañana, 18:00."

Eso era todo. Ninguna firma, ningún otro mensaje. Podría haberlo ignorado. Podría haberlo arrugado, tirado al cesto, fingido que nada había pasado. Pero no lo hice. Lo dejé sobre la mesa, junto a la taza de café a medio terminar, doblado con el mismo cuidado con el que se guarda una fotografía antigua que aún duele.

La tarde siguiente, el cielo estaba gris. La calle Lira tenía esa calma espesa que anticipa decisiones importantes. Caminé sin apuro, como si cada paso me acercara a algo que ya intuía, aunque no supiera bien qué era. El edificio tenía rejas oxidadas, balcones despintados, ventanas empañadas. Todo parecía detenido en el tiempo.

Subí las escaleras. En el segundo piso, una puerta azul. Pintura desconchada, número apenas legible. El silencio era tan espeso que parecía contener la respiración del mundo.

No alcancé a tocar. La puerta se abrió con lentitud.

—Estaba esperándote —dijo una voz femenina, tranquila. No sonaba sorprendida. Sonaba segura.

Era Julieta.

No era como la imaginé. Ni mística ni imponente. Era joven, con la piel tostada, pecas desperdigadas y el cabello recogido con un lápiz grafito. Llevaba una blusa de lino y pantalones amplios. Su belleza era extraña, discreta, como de esas personas que uno no sabe si son hermosas… o simplemente inolvidables.

Me hizo pasar sin muchas palabras. El departamento era pequeño, pero acogedor. Olía a manzanilla, a libros viejos, a algo más… como cenizas dulces. Las cortinas de lino dejaban pasar una luz suave. En la mesa de centro, un jarrón con lirios marchitos. Y junto a ellos, un cuaderno de cuero gastado. Reconocí ese cuaderno antes incluso de mirarlo bien. Lo reconocí con el cuerpo. Con esa certeza que no necesita explicaciones.

—¿Té? —preguntó Julieta mientras ya servía dos tazas—. De hoja suelta. Leonardo siempre dice que el sabor aparece después del silencio.

Me senté en silencio. Había un cuaderno sobre la mesa, esperándome. Dejé las manos quietas sobre el regazo, como si moverlas pudiera romper algo. El corazón latía alto, peligrosamente cerca de la garganta.

—¿Es…? —pregunté, incapaz de terminar la frase.

Julieta asintió.

—Leonardo me dicta cosas a veces. Fragmentos, ideas sueltas. A veces son recordatorios, asuntos del hospital, compromisos de trabajo… otras veces, eran para el libro que nunca terminó. Pero algunas de esas palabras —las más personales— eran para ti.

Tragué saliva. Acerqué las manos. El cuero estaba caliente, como si aún lo hubiera estado sosteniendo.

Abrí la primera página.

La tinta estaba corrida en algunos párrafos. Otras frases eran apenas bosquejos, ideas entrecortadas. Pero había una que me detuvo de inmediato.

“No sé cómo decirle que la vi romperse y seguir.
Que me odio por no saber consolarla.
Que hay un amor que no cabe en las formas que nos enseñaron.”

Era él. Leonardo. Su voz. Su cadencia. Su forma de escribir, de sentir.

Me vi en esas palabras. Me vi en los huecos y en los márgenes, donde él dejaba lo que no podía decirme en voz alta. Era como si ese cuaderno contuviera lo que siempre calló. Lo que no supo traducir cuando yo más necesitaba que lo hiciera.

—¿Cómo supiste que yo tenía el manuscrito? —pregunté con un hilo de voz.

—Martina —respondió Julieta, sin rodeos—. La escuché mencionar tu nombre en el hospital. Hablaba con otra enfermera. No fue muy discreta que digamos, así que supe lo que estaba pasando.

Me aparté del cuaderno como si me quemara.

—¿Quién más sabía que existía este cuaderno?

Julieta dudó un segundo. Luego dijo, con la voz más baja:

—Además de mí… Alonso.

El nombre me atravesó.

—¿Alonso?

—Vino una noche. Dijo que quería recoger algunas cosas de Leonardo. Parecía triste. Habló de él con respeto. Le creí. Le di una caja con papeles, notas, borradores… Este cuaderno no estaba ahí. O eso pensé.

Guardé silencio. Algo dentro de mí se agitaba.

—¿Crees que fue él quien…?

—No sé lo que hizo con lo que tomó —interrumpió Julieta—. Pero esto... esto no es una acusación. Es una despedida. Leonardo lo escribió para ti. No para ser leído por todos. Para que lo entendieras. Para que lo sintieras.

Sacó una hoja doblada del cuaderno. La extendió con delicadeza. Al ver la letra, supe de inmediato que era de él. La fecha: dos semanas antes de que desapareciera.

Clara:
No sé si leerás esto. Tal vez no merezco que lo hagas.
Pero tenía que intentarlo.
No todo lo que oculté fue mentira.
A veces, callar fue mi única forma de protegerte.
De mí. De lo que hicimos juntos.
De lo que no supe decir.
Yo también tengo miedo.
Y si algún día encuentras estas palabras, quiero que sepas algo:
Lo que sentí por ti fue verdad. Aunque mal contada.

Me cubrí la boca. No lloré. Pero sentí el alma astillarse.

Julieta no dijo nada. Me dejó ese espacio. Ese silencio necesario.

—¿Por qué ahora? —susurré.

Julieta se acercó. Su voz, por primera vez, pareció frágil.

—Porque ya hay demasiadas versiones. Y esta… esta es la única que no quiso hacerte daño.

Tomé el cuaderno. Lo abracé sin pensarlo. No era solo papel. Era la última parte de él que quedaba viva. Y mía.

Afuera, el cielo empezaba a tornarse cobre. El día moría sin prisa.

—¿Julieta?

—Sí.

—¿Y si esto no es el final?

Ella me miró con una ternura que no había mostrado antes. Una ternura que entendía.

—Entonces es tu turno de escribir lo que sigue.

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