Sin Margen de Error

Leonartdo

No debía temblarme la mano. No ahí. No ahora.

La sala estaba en silencio. Respiraba conmigo. A veces, eso era lo único que me mantenía en pie: ese falso control que me regalaba el quirófano, esa rutina exacta donde todo —por unos minutos— parecía tener sentido. Afuera podía ser un desastre, pero ahí dentro, yo seguía siendo quien sabía qué hacer.

Y sin embargo… algo no encajaba. Desde que Clara firmó los papeles, todo en mí se sentía desajustado, como si hubieran cambiado mi eje sin avisarme. Solo hubo un trazo firme, una hoja deslizada sobre la mesa, y el silencio implacable de quien ya no espera nada.

No la detuve. No dije una palabra. Me limité a asentir, como si eso bastara para dar por terminado un matrimonio, una vida, una historia. Como si un puñado de errores acumulados pudiera anularse con un acto clínico y limpio. En ese momento, fingí calma. Pero mis hombros estaban rígidos, mis manos vacías, y aún giraba inconscientemente el anillo inexistente que solía llevar en el dedo.

Ese mismo anillo que Clara se quitó por primera vez después de aquella noche en Veracruz. La noche en que discutimos por algo tan pequeño como un mensaje que jamás expliqué, pero que cargaba todo lo que no me atreví a confesar. Después de eso, las conversaciones se volvieron más breves, los silencios más largos. Y aun así, seguimos. Por costumbre. Por miedo. Por inercia.

Ahora, frente al cuerpo anestesiado de un paciente que nunca sabrá quién lo sostuvo con estas manos, yo también fingía. El bisturí bajaba con precisión. Los puntos cerraban como si no hubiera nada roto. Mis dedos hacían su trabajo, pero mi mente estaba lejos. Demasiado lejos.

Pensé en Clara. En cómo me miró por última vez. No había rabia en sus ojos. Solo algo mucho peor: indiferencia. La misma mirada que comenzó a aparecer cada vez que llegaba tarde sin avisar. Cada vez que me olvidaba de nuestras fechas. Cada vez que callaba en lugar de explicar. Ella dejó de preguntar. Y yo... dejé de responder.

Cuando cerré la incisión y retiré los guantes, creí que sentiría alivio. No fue así. Lo que vino fue un peso. Uno que ya no podía sacudirme. Uno que ni siquiera el divorcio logró disolver. Porque hay heridas que no se cierran con firmas.

Me lavé las manos como autómata, salí del pabellón sin mirar a nadie y caminé hacia los vestidores. Necesitaba estar solo. Respirar. Fingir que todo estaba bajo control. Como hacía siempre.

Entonces lo vi.

Un sobre blanco. Apoyado en el interior de mi casillero.

No tenía remitente, ni sello, ni nada que lo explicara. Solo mi nombre. Escrito a mano, con una caligrafía pulcra. Sobria. Extrañamente familiar.

Lo abrí sin pensar.

Adentro, una sola hoja mecanografiada. Breve. Directa. Como un disparo bien calculado.

“El consentimiento nunca fue firmado por el paciente. La autorización fue falsificada. Martina estaba contigo. Clara firmó sin saber.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente.

Sentí cómo el aire se me volvía denso. Cómo el estómago se encogía. No era miedo. Era otra cosa. Algo más profundo. Más visceral. Porque esas palabras no eran una acusación. Eran una verdad. Una que creí haber enterrado bajo justificaciones médicas y silencios bien aprendidos.

No rompí la hoja. Ni siquiera la doblé. Solo la guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta, como se guarda una herida abierta: sabiendo que dolerá, pero que hay cosas que no se pueden dejar atrás sin más.

Fui directo al despacho de Martina.

Golpeé una sola vez antes de entrar. Ella ya estaba ahí. Sentada como siempre, impecable, con la compostura de quien nunca pierde el control. Ni siquiera cuando el fuego está empezando a subir por las paredes.

—¿Te llegó algo? —pregunté.

Ella no se inmutó. Solo giró el cuaderno que tenía sobre el escritorio y me mostró una página marcada con un clip rojo.

Lo leí en silencio. Cada palabra me desgarraba con una precisión que solo alguien que nos conocía demasiado bien podía tener.

“Mientras él jugaba a salvar a su suegro, Martina manipulaba documentos con la precisión de quien sabe exactamente qué ocultar… y a quién dejar firmar sin saber.”

Tragué saliva. Era como si alguien hubiera estado ahí. Con nosotros. Escuchando. Tomando notas. Documentando cada error con la intención de volverlo irreversible.

—Eso apareció sobre mi silla esta mañana —dijo ella, con una calma que no tenía nada de inocente.

No había miedo en su voz. Solo resignación. Como si llevara tiempo esperándolo.

—¿Quién está haciendo esto?

—Alguien que no busca justicia —respondió, cruzando las piernas con elegancia—. Quiere espectáculo. Que todo se caiga. Y que lo haga en voz alta.

No sabía si hablaba de nosotros, del autor del manuscrito, o de sí misma.

Apoyé las manos sobre el escritorio, pero no buscaba sostenerme. Necesitaba anclarme. A algo. A cualquier cosa que me impidiera caer en la cuenta de lo obvio: estábamos siendo observados.

—¿Clara lo sabe?

—¿Lo del manuscrito?

—Lo de la firma. Lo que hicimos.

—No aún. Pero lo hará.

Me senté.

Por primera vez en mucho tiempo.

Martina me miró como si ya hubiera hecho las paces con ese destino.

—Tal vez lo merecemos —dijo, bajando la voz—. No por lo que hicimos. Sino por todo lo que dejamos que pasara. Por lo que decidimos callar.

Su frase flotó en el aire, densa como anestesia mal dosificada.

Yo asentí. Porque lo sabía. Porque tal vez el verdadero error no fue aquel tratamiento ilegal, ni siquiera el consentimiento falsificado… sino la larga cadena de veces en las que elegí callar. No decirle a Clara lo que pensaba. Lo que sentía. Lo que temía. Y dejar que todo se nos pudriera en las manos.

—¿Y si esto es solo el comienzo? —pregunté.

—Entonces más vale que estemos preparados —respondió, con esa serenidad calculada que tanto odiaba y envidiaba a la vez.

Me puse de pie. Cada músculo parecía pesar el doble. Salí sin despedirme.

Los pasillos del hospital me parecieron distintos. Más largos. Más grises. Como si alguien los estuviera redibujando desde las sombras.

A mitad de camino, mi celular vibró.

Un mensaje sin contacto.

“La próxima página no te va a gustar.”

Y ahí, justo ahí, lo entendí.

Esto no es una historia.

Es un juego.

Y alguien ya conoce todas nuestras piezas.

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