El sonido de la lluvia golpeando los ventanales era lo único que rompía el silencio en la lujosa oficina de Adrián Cisneros. La luz tenue de la lámpara de escritorio proyectaba sombras alargadas en las paredes, dándole a la habitación un aire sombrío, casi lúgubre. Él estaba sentado en su imponente silla de cuero, la mirada fija en la pantalla del ordenador, pero su mente estaba lejos… atrapada en un pasado que nunca lo soltaba del todo.Creció en una casa grande, pero fría. No fría por el clima, sino por la ausencia de calidez. Su padre, Eduardo Cisneros, era un hombre de negocios duro, implacable. Un hombre que medía el valor de las personas por su utilidad. Su madre, Patricia, había sido una presencia casi fantasmagórica, sumisa a los deseos de su esposo, siempre con la mirada perdida y las palabras atrapadas en la garganta.Una cena cualquiera, años atrás…—Los hombres no se quiebran, Adrián —gruñó Eduardo, dejando su copa de vino sobre la mesa con un golpe seco.Adrián, de apenas
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