Capitulo 2

El sonido de la lluvia golpeando los ventanales era lo único que rompía el silencio en la lujosa oficina de Adrián Cisneros. La luz tenue de la lámpara de escritorio proyectaba sombras alargadas en las paredes, dándole a la habitación un aire sombrío, casi lúgubre. Él estaba sentado en su imponente silla de cuero, la mirada fija en la pantalla del ordenador, pero su mente estaba lejos… atrapada en un pasado que nunca lo soltaba del todo.

Creció en una casa grande, pero fría. No fría por el clima, sino por la ausencia de calidez. Su padre, Eduardo Cisneros, era un hombre de negocios duro, implacable. Un hombre que medía el valor de las personas por su utilidad. Su madre, Patricia, había sido una presencia casi fantasmagórica, sumisa a los deseos de su esposo, siempre con la mirada perdida y las palabras atrapadas en la garganta.

Una cena cualquiera, años atrás…

—Los hombres no se quiebran, Adrián —gruñó Eduardo, dejando su copa de vino sobre la mesa con un golpe seco.

Adrián, de apenas diez años, apretó los labios y miró su plato, sintiendo que cualquier palabra que dijera solo empeoraría las cosas. A su lado, su hermano Alan, de solo cinco años, jugaba nerviosamente con los bordes de su servilleta, evitando la mirada de su padre.

—No quiero excusas, solo resultados. ¿Es tan difícil de entender? —insistió Eduardo, con la mirada fija en su hijo.

Adrián asintió sin levantar la vista. Sabía que no debía mostrarse débil. Su padre odiaba la debilidad.

Patricia suspiró y posó una mano temblorosa sobre la de su esposo.

—Eduardo… es solo un niño.

—No. —Él apartó su mano con brusquedad—. Es mi heredero. Y no voy a criar a un inútil.

Adrián tragó en seco. En ese momento, supo que no importaba cuánto se esforzara; para su padre, nunca sería suficiente.

De vuelta al presente…

Adrián pasó una mano por su mandíbula, sintiendo la tensión acumulada en cada músculo. Su infancia había sido un entrenamiento constante para ser el hombre que ahora era: frío, metódico, incapaz de permitirse el lujo, de sentir demasiado, y otro suceso lo terminó de sumir en ese estado.

El sonido de su teléfono lo sacó de sus pensamientos. Miró la pantalla: Alan.

Exhaló con frustración antes de responder.

—No es un buen momento.

—Nunca es un buen momento contigo —respondió su hermano, con un tono de resentimiento velado—. Solo quería recordarte que no eres el único que tuvo una infancia difícil, Adrián. No uses eso como excusa para encerrarte en tu mundo perfecto y vacío.

—No necesito que me psicoanalices.

—No, claro que no —su voz sonaba cargada de sarcasmo—. Pero tal vez sí necesitas recordar que, si sigues viviendo para cumplir expectativas ajenas, vas a terminar como tu padre.

Un latigazo de rabia le recorrió el cuerpo.

—No vuelvas a compararme con él.

—Entonces deja de actuar como él. Y ya olvida lo que pasó con esa mujer, te hice un gran favor.

La línea se cortó. Adrián se quedó con el teléfono en la mano, la mandíbula tensa. No era su padre. No cometería sus errores. Y, sin embargo, esa voz en su cabeza nunca dejaba de recordarle que, a veces, la sangre pesa más que las intenciones. Aunque Alan no le creyera, había perdonado lo que pasó, pero no olvidaba, eso era muy difícil.

Miró su reflejo en el vidrio de la ventana. Un hombre impecable, con traje a medida, con el mundo a sus pies. Pero, si miraba lo suficiente… aún podía ver al niño que intentaba demostrar que era digno de ser amado.

Y no estaba seguro de haberlo logrado. Aunque su padre le dijera lo contrario.

Sus recuerdos y pensamientos dolorosos fueron interrumpidos nuevamente, esta vez eran unos toques en la puerta. Adrián dio el pase y vio que se trataba de su padre.

—Padre —saludó Adrián sin ninguna expresión en su rostro, la voz carente de calidez.

—Te di la oportunidad de elegir a tu futura esposa, aun así no pusiste interés —habló su padre, Eduardo Cisneros, tirando una carpeta sobre el escritorio con un golpe seco. El sonido resonó en la oficina, enfatizando la frialdad del ambiente.

Adrián abrió la carpeta sin responder nada a su padre, su ceño se frunció al ver a una mujer curvilínea pero muy hermosa en esas fotos. La observó detenidamente, analizando cada detalle de su rostro, su cuerpo, su expresión. Luego, pasó a la siguiente página, donde se detallaba su información personal.

—Imaginé que elegirías una empresaria —continuó Eduardo—. Aquí solo dice que es heredera, estudió Lengua y Literatura, Escritura Creativa y está estudiando Filosofía y Psicología. —Adrián leyó cada línea muy incrédulo.

¿Qué tanto estudiaba esa mujer? ¿Quién en su sano juicio estudiaba tanto y no ejercía?

—Ella solo necesita un esposo para cobrar la herencia, y sus padres nos vieron como una buena opción —explicó Eduardo, como si estuviera hablando de un negocio más.

—¿Ella aceptó sin problema? —indagó Adrián, sintiendo curiosidad por la respuesta.

—Digamos que por su rebeldía no le quedó de otra —respondió su padre con una sonrisa maliciosa.

Adrián suspiró, escuchar a su padre decir que era una mujer rebelde, ya le daba dolor de cabeza. Se imaginó a una mujer contestona, desafiante, que no se dejaría manipular por nadie. Una mujer muy diferente a lo que él estaba acostumbrado.

—¿Qué pasa si no me gusta? —preguntó Adrián, sintiendo una punzada de fastidio.

—No tienes opción —respondió su padre con frialdad—. Es la mejor opción para la familia.

—Siempre es lo mejor para la familia —murmuró Adrián con sarcasmo.

—Así es —afirmó su padre sin inmutarse—. Y tú, como mi hijo, tienes la responsabilidad de cumplir con tu papel.

—¿Cuándo es la boda? —preguntó, cerrando la carpeta y dejándola sobre el escritorio.

—En dos semanas, antes, debes conocerla —respondió su padre—. Quiero que todo esté perfecto.

—Como usted diga —respondió Adrián, sin ninguna emoción en su voz.

Su padre asintió y salió de la oficina, dejando a Adrián solo con sus pensamientos.

Se sirvió un whisky y se sentó en su silla, mirando las fotos de Nelly en la carpeta. Era hermosa, no podía negarlo. Pero su rebeldía lo preocupaba. ¿Cómo sería su vida con una mujer así? ¿Sería capaz de controlarla?

Suspiró y bebió un sorbo de whisky. No quería pensar en el matrimonio, no ahora. Tenía muchas cosas en qué pensar, como la empresa, su familia, su pasado…

Pero la imagen de Nelly seguía presente en su mente. Su rostro angelical, su sonrisa desafiante, su mirada inteligente.

No entendía por qué su padre insistía en que se casara con una mujer que no conocía, una mujer que no encajaba en su mundo, ni siquiera en sus gustos. Él siempre había sido un hombre de negocios, un hombre que valoraba la eficiencia y la practicidad. ¿Qué sentido tenía casarse con una mujer que solo buscaba el dinero?

Suspiró y se levantó del escritorio. Caminó hacia la ventana y observó la ciudad desde su oficina en el piso 20. La lluvia seguía golpeando los cristales, creando un sonido relajante.

Pensó en su vida, en su infancia, en su padre. Él no quería ser como su padre, no quería ser un hombre frío y calculador. Pero, al mismo tiempo, sentía la presión de cumplir con las expectativas de su familia, de mantener el legado de los Cisneros.

La idea de pasar el resto de su vida con una mujer que no amaba lo aterraba. Tampoco era como si quisiera encontrar el amor, ya no creía en eso, pero sí quería tener una familia, quizás quería ser feliz. Pero, ¿era eso posible en su mundo?

Sacudió la cabeza, tratando de alejar esos pensamientos. No podía permitirse dudar, no ahora. Tenía que ser fuerte, tenía que cumplir con su papel.

Pero, en el fondo, una pequeña voz le decía que tal vez, solo tal vez, había otra opción. Renunciar al legado Cisneros y hacer una vida como CEO de su propia empresa. Aunque la imagen de su madre, cuando le pidió que no dejara solo a su padre, lo hacían olvidar todo.

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