Leonardo se había marchado minutos antes, su furia resonando en el corredor tras amenazar con pelear contra el mundo, pero Maximiliano no podía seguirlo. Las lágrimas le habían dejado rastros salados en las mejillas, y un dolor sordo le apretaba el pecho, un eco de todo lo que había perdido: su hija de cabello rojo, la confianza de su esposa, cualquier esperanza de redención. Pero había algo que aún podía alcanzar, algo que lo mantenía vivo: sus hijos. Los dos niños que respiraban en incubadoras, a pocos metros de él, eran su último ancla.Se puso de pie con un esfuerzo que le tembló en las piernas, limpiándose la cara con la manga de la camisa arrugada. No podía ver a Ariadna, no podía romper el muro que ella había levantado, pero podía verlos a ellos. Necesitaba verlos, sentir que no todo estaba perdido. Con pasos lentos pero firmes, caminó hacia el final del pasillo, donde un letrero indicaba "UCI Neonatal." La puerta de vidrio estaba cerrada, y a través de ella se veían luces suav
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