El avión aterrizó en Londres con un estruendo que apenas rozó la mente de Maximiliano Valenti. El vuelo había sido una agonía silenciosa, sus manos apretadas contra las rodillas hasta que los nudillos se le pusieron blancos, las palabras de la llamada del hospital resonando como un tambor roto: "Cesárea de emergencia. Estado crítico. Una niña… no sobrevivió." Desde entonces, un zumbido amargo le llenaba la cabeza, y cada respiración era un esfuerzo que le raspaba el pecho como si estuviera tragando arena.Su hija estaba muerta, un pedazo de él arrancado antes de que pudiera darle un nombre, y Ariadna —su Ariadna— estaba en un hilo por su maldita cobardía.El taxi desde el aeropuerto hasta el Hospital St. Mary fue un torbellino de faros y cláxones que le quemaban los ojos. El asiento olía a cuero viejo y tabaco rancio, pero él no se movía, no parpadeaba, su mirada perdida en las calles húmedas que pasaban como un telón negro. La camisa se le pegaba al pecho con sudor frío, y un temblor
Maximiliano Valenti estaba sentado en el suelo, la espalda contra la pared fría, las manos temblándole sobre las rodillas. Las lágrimas le habían dejado rastros pegajosos en las mejillas, y un sabor salado le llenaba la boca, mezclándose con el sudor que le goteaba de la frente.Leonardo Valdés estaba a unos metros, de pie con los brazos cruzados, mirando la puerta cerrada de cuidados intensivos como si pudiera abrirla con la fuerza de su voluntad. Ambos eran sombras de sí mismos, rotos por la misma verdad: Ariadna estaba al borde de la muerte, dos de sus hijos luchaban por vivir, y la tercera, su niña, se había ido antes de que pudieran darle un abrazo.Maximiliano respiró hondo, el aire raspándole la garganta como si estuviera lleno de espinas, y se puso de pie con un esfuerzo que le tembló en las piernas; solo podía pensar en ella, en la hija que nunca conocería. La había perdido, y el vacío era un pozo que le dolía con cada latido, un hueco que no podía llenar con palabras ni prom
Ariadna Valdés despertó en un mundo de pitidos y sombras. El aire le raspaba la garganta, y un dolor sordo le recorría el cuerpo, como si alguien hubiera vaciado sus venas y las hubiera llenado de plomo. Abrió los ojos con esfuerzo, la luz blanca del techo pinchándole como agujas, y un tubo en su boca le arrancó un gemido débil. Estaba en una cama, rodeada de máquinas que zumbaban y parpadeaban, y una enfermera se inclinó sobre ella, ajustando algo en su brazo.—No intente hablar —dijo la enfermera, su voz firme pero suave—. Tiene un tubo endotraqueal. Vamos a quitárselo ahora que está consciente.Ariadna apenas asintió, el movimiento haciéndole doler la cabeza. La enfermera llamó a alguien, y unos minutos después, un hombre de bata blanca entró con pasos rápidos. Era el doctor Harris, el mismo que le había hablado antes de la cesárea, aunque su memoria era un borrón de dolor y oscuridad. Le quitaron el tubo con cuidado, y ella tosió, el aire quemándole los pulmones mientras intentaba
Maximiliano Valenti estaba desplomado contra la pared del pasillo del ala este, las manos temblándole sobre las rodillas.Leonardo Valdés estaba a pocos metros, de pie con los brazos cruzados, mirando la puerta cerrada de cuidados intensivos como si pudiera forzarla con la mirada. El aire entre ellos era denso, cargado de un silencio que cortaba como vidrio roto. Habían visto a la niña de cabello rojo, habían sentido su pérdida en cada fibra de sus cuerpos, y ahora esperaban, atrapados en un limbo de culpa y desesperación, cualquier noticia sobre Ariadna y los dos niños que aún luchaban por vivir.La puerta de la sala se abrió, y el doctor Harris salió con pasos firmes, su bata arrugada y el rostro tenso. Maximiliano se puso de pie de un salto, el corazón latiéndole en la garganta, mientras Leonardo dio un paso adelante, sus ojos encendidos de impaciencia.—¿Cómo está? —preguntó Maximiliano, su voz ronca y temblorosa, las lágrimas todavía húmedas en sus mejillas—. ¿Podemos verla ahora
Leonardo se había marchado minutos antes, su furia resonando en el corredor tras amenazar con pelear contra el mundo, pero Maximiliano no podía seguirlo. Las lágrimas le habían dejado rastros salados en las mejillas, y un dolor sordo le apretaba el pecho, un eco de todo lo que había perdido: su hija de cabello rojo, la confianza de su esposa, cualquier esperanza de redención. Pero había algo que aún podía alcanzar, algo que lo mantenía vivo: sus hijos. Los dos niños que respiraban en incubadoras, a pocos metros de él, eran su último ancla.Se puso de pie con un esfuerzo que le tembló en las piernas, limpiándose la cara con la manga de la camisa arrugada. No podía ver a Ariadna, no podía romper el muro que ella había levantado, pero podía verlos a ellos. Necesitaba verlos, sentir que no todo estaba perdido. Con pasos lentos pero firmes, caminó hacia el final del pasillo, donde un letrero indicaba "UCI Neonatal." La puerta de vidrio estaba cerrada, y a través de ella se veían luces suav
Habían pasado apenas treinta minutos desde que la enfermera jefe Carter salió de la sala de cuidados intensivos para informar a Maximiliano y Leonardo que Ariadna había recibido otra transfusión. Su voz había sido firme, casi mecánica, diciendo que estaba estable por el momento, pero que seguía débil, que su presión aún no subía lo suficiente. Luego cerró la puerta tras ella, dejando a Maximiliano desplomado contra la pared y a Leonardo marchándose con furia por el pasillo. Eso fue todo lo que supieron entonces, un breve respiro en el caos, pero ahora, horas después, el aire en el ala este del Hospital St. Mary se había vuelto denso, cargado de una tensión que preocupaba.Ariadna Valdés yacía en su cama, rodeada de máquinas que pitaban en un ritmo irregular. El tubo de oxígeno en su nariz silbaba con cada respiración, y su piel, pálida como la cera, brillaba con un sudor que no paraba. La transfusión había ayudado al principio, dándole un leve color a sus mejillas, pero algo había cam
Leonardo Valdés caminaba por los pasillos del Hospital St. Mary como un toro enfurecido. Habían pasado horas desde que el doctor Harris les dijo que Ariadna no quería verlos, horas desde que Maximiliano se desplomó en llanto y él se marchó, jurando no quedarse de brazos cruzados. Su hija estaba al otro lado de esa puerta, luchando por su vida, y él, su padre, estaba atrapado afuera como un extraño. No lo iba a tolerar. No después de perder a su nieta, mientras Ariadna colgaba de un hilo.Había oído rumores entre las enfermeras mientras deambulaba por el ala este: la fiebre de Ariadna había subido, algo sobre un enfriamiento de emergencia. Nadie le decía nada directamente —el personal lo evitaba como si fuera una bomba a punto de estallar—, pero cada susurro que captaba le clavaba una aguja en el pecho. Su hija estaba empeorando, y él no podía hacer nada desde el pasillo. Pero eso iba a cambiar. Encontró un directorio en la pared y vio el nombre que necesitaba: Dr. Simon Reynolds, dire
Ariadna Valdés estaba al borde de un abismo que nadie en la sala de cuidados intensivos podía ver, pero todos sentían. Su cuerpo temblaba bajo la manta hipotérmica, el sudor empapándole la piel pálida mientras las máquinas a su alrededor pitaban en un coro desesperado.Habían pasado minutos desde que Leonardo entró, arrodillado junto a su cama, sosteniendo su mano con dedos temblorosos, pero el tiempo parecía estirarse en una eternidad de angustia. La fiebre había trepado a 40.5°C, un calor que le quemaba la vida desde dentro, y su respiración era un silbido débil que apenas movía su pecho.El doctor Harris estaba al otro lado de la cama, ajustando el goteo de norepinefrina mientras el intensivista, el doctor Patel, revisaba los monitores con una urgencia que le tensaba el rostro. La presión de Ariadna había caído a 60/30, un número que hacía temblar las manos de la enfermera Carter mientras anotaba los cambios. El ritmo cardíaco estaba en 140, irregular y rápido, y la saturación de o