Emanuel, no es lo que piensas… —comenzó a decir, pero su voz se quebró al ver la firmeza en su expresión. —No. Ya no me interesa lo que tengas que decir —la interrumpió con frialdad—. A partir de ahora, no vas a jugar más con ninguno de nosotros. Emanuel se giró, dejándola ahí, paralizada, mientras él se alejaba hacia la ventana, no podía detenerse. La furia y el dolor que lo consumían habían encontrado finalmente una salida, y las palabras salían de su boca como un torrente imposible de contener. —. al final, ese hombre resultó ser mi hijo ¡Mi hijo, Georgina! Georgina lo miraba, inmóvil, con los ojos bien abiertos y el rostro pálido. Intentaba encontrar algo que decir, pero las palabras no llegaban. —¿Te acuerdas cuando te llamé esa noche? —continuó Emanuel, avanzando un paso hacia ella, sin importarle que su tono se alzara—. Te pregunté dónde estabas, y tú, con toda la tranquilidad del mundo, me dijiste que estabas en tu casa, descansando. ¿Descansando, Georgina? ¡Y después
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