El laboratorio se había convertido en un refugio para Laura, aunque no de la forma en que lo había imaginado cuando comenzó su doctorado. Las paredes blancas y frías, cubiertas de estanterías repletas de instrumentación, la hacían sentir pequeña, pero al mismo tiempo segura. Aquí, entre tubos de ensayo, microscopios y modelos de cultivo neuronales, podía ignorar el caos emocional que la rodeaba. El eco de las pisadas de otros estudiantes y profesores resonaba suavemente en el pasillo, pero ella apenas los notaba.El mundo exterior continuaba avanzando, como si el tiempo no se hubiera detenido para ella desde aquella noche lluviosa en la que vio a Diego partir. En su lugar, el laboratorio ofrecía una constancia, una rutina que podía controlar. Era todo predecible, hasta el punto de que, a veces, Laura perdía la noción del tiempo.Sus días se habían vuelto monótonos. Se despertaba temprano, revisaba datos, realizaba experimentos sobre los circuitos neuronales asociados con la adicción,
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