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Las Teorías del Apego y la Atracción.

El viaje a la playa había quedado atrás, pero las emociones seguían latentes en la mente de Laura. Mientras el tren atravesaba el paisaje urbano que la llevaba de regreso a la ciudad, no podía evitar que su mente vagara entre los recuerdos del fin de semana y los pensamientos sobre lo que había aprendido en los últimos años de su doctorado. El sol todavía se filtraba por las ventanas del vagón, recordándole el calor de la playa, aunque ahora todo parecía más distante y ajeno.

Había sido un buen descanso, una pausa en su rutina. Pero ahora, al mirar por la ventana, se daba cuenta de que la verdadera tarea comenzaba de nuevo: su investigación.

De regreso en el laboratorio, Laura se lanzó de lleno a su proyecto. La neuroquímica de las adicciones y el sexo siempre le había parecido un campo fascinante, pero desde la ruptura con Diego, había tomado un giro más personal. De alguna manera, su obsesión por entender los vínculos humanos se había intensificado. Su trabajo sobre los neurotransmisores que regulaban el placer y el deseo sexual se sentía como algo más que investigación; ahora era su refugio, una manera de distanciarse emocionalmente de la tormenta interna que había vivido en los últimos meses.

Esa mañana, mientras caminaba hacia su escritorio en el laboratorio, una pila de artículos científicos la esperaba. Se había propuesto revisar todo lo relacionado con la oxitocina, la dopamina y la vasopresina, las hormonas que sabía que jugaban roles cruciales en el amor, el apego y las relaciones románticas.

El olor, el atractivo físico, el entorno social, todo estaba relacionado, y Laura estaba convencida de que encontraría respuestas en esos estudios. El problema era que, por mucho que la ciencia pudiera ofrecerle información sobre cómo se forman los vínculos entre dos personas, seguía habiendo algo incontrolable, algo que ni los mejores artículos científicos podían predecir.

Se acomodó frente a su laptop, respirando hondo antes de abrir los artículos que había descargado. Uno de ellos, particularmente interesante, hablaba sobre la influencia del olor corporal en la atracción romántica. Al parecer, había estudios que sugerían que las personas se sentían más atraídas por el olor de aquellos cuyo sistema inmune era diferente al suyo, una manera en que la biología aseguraba una mayor diversidad genética en la descendencia.

—Curioso cómo nuestro cuerpo decide antes que nosotros —murmuró mientras tomaba notas—. El instinto primitivo parece ser más fuerte de lo que creemos.

Laura no podía evitar pensar en Alejandro, el científico de mirada profunda con quien había compartido una noche de conversación intensa. Si bien su aspecto físico no había capturado su atención de inmediato, había algo en él, algo en su forma de ver el mundo, que no podía quitarse de la cabeza. Alejandro no era como los chicos de las aplicaciones de citas. Su intelecto, su manera de desafiar las creencias científicas de Laura, la hacían sentir intrigada, incluso atraída. Pero ¿sería eso suficiente?

Mientras leía sobre el impacto de la dopamina en el sistema de recompensa del cerebro, Laura se dio cuenta de que estaba empezando a ver el amor y la atracción de manera diferente. La dopamina, ese neurotransmisor que se liberaba cuando experimentábamos placer, también estaba relacionado con el deseo de más. El deseo por la novedad, por lo desconocido. Quizá, pensó, esa era la razón por la cual siempre buscamos algo nuevo, algo emocionante. Pero la oxitocina, por otro lado, jugaba un rol diferente: era la hormona del apego, de la conexión emocional. Era la razón por la cual las personas se mantenían juntas después del primer encuentro. Mientras la dopamina te hacía querer buscar a alguien, la oxitocina te hacía quedarte.

Tomó un sorbo de su café frío y suspiró. Todo esto la hacía reflexionar no solo sobre su investigación, sino sobre su propia vida. Tal vez ese había sido el problema con Diego. Tal vez lo que había sentido por él durante tantos años no había sido amor verdadero, sino simplemente un juego de neurotransmisores. El deseo de novedad que Diego había sentido en su nueva vida profesional, esa búsqueda constante de estímulos, podía haber superado el apego que tenían como pareja.

Pero entonces, ¿qué significaba realmente el amor? ¿Era solo un conjunto de reacciones químicas? ¿Era algo que podía descomponerse en partes, manipularse y recrearse?

Se levantó de su escritorio y caminó hacia una de las ventanas del laboratorio. El día estaba nublado, con una ligera llovizna que caía sobre la ciudad, y el cielo gris parecía reflejar su estado de ánimo. Durante un momento, se permitió sentir la tristeza de todo lo que había pasado con Diego. La traición, el dolor, el fin de una relación que había creído que duraría para siempre. Pero rápidamente, desechó esos pensamientos. Ahora era el momento de enfocarse en lo que podía controlar: la ciencia.

Uno de los artículos que más la había impactado hablaba sobre la influencia del entorno social en la elección de pareja. Estudios recientes sugerían que las personas no solo se sentían atraídas por el aspecto físico o el olor de los demás, sino que también el contexto en el que conocían a alguien podía alterar significativamente su percepción de esa persona. Por ejemplo, si alguien era presentado en un entorno social favorable, rodeado de amigos y con una buena reputación, era mucho más probable que se percibiera como atractivo. En cambio, alguien que conocías en una situación incómoda o desfavorable podía parecer menos interesante, incluso si compartían las mismas características físicas.

Laura se rió suavemente, recordando a los chicos de la playa, los cuerpos perfectamente esculpidos que habían intentado captar su atención. Sí, eran guapos, pero todo el entorno había sido superficial, una escena de vanidad. En cambio, cuando pensaba en Alejandro, su mente volvía a la conversación que habían tenido sobre las estrellas, sobre el universo y cómo todo estaba conectado. En esa charla, él había desafiado su visión del mundo, y había sido precisamente eso lo que había hecho que lo recordara de manera tan intensa. ¿Sería el contexto en el que lo había conocido lo que la hacía pensar en él de esa manera?

El amor, el apego, la atracción... todo parecía tan fácil de entender en un laboratorio, donde los datos y los análisis eran claros y precisos. Pero en la vida real, las cosas eran mucho más complejas.

Laura no dejaba de pensar en lo que había leído sobre la vasopresina y su papel en la fidelidad. Los estudios con roedores indicaban que esta hormona, en combinación con la oxitocina, ayudaba a crear vínculos duraderos. En animales, aquellos con mayores niveles de vasopresina tendían a formar relaciones monógamas, mientras que aquellos con niveles más bajos eran más promiscuos. La pregunta que la rondaba era: ¿podría esta hormona ser manipulada en humanos?

Mientras revisaba otro artículo, se detuvo en una línea: "La monogamia, en términos biológicos, parece ser una cuestión de química más que de elección." Esta idea la perturbaba. ¿De verdad no tenemos control sobre a quién elegimos amar? ¿Podría realmente atribuirse todo a una mezcla de neurotransmisores?

De alguna manera, esto la hacía sentir impotente, pero al mismo tiempo, le daba consuelo. Si todo era una cuestión de química, entonces no había sido completamente su culpa lo que había pasado con Diego. Tal vez su relación había llegado a un punto donde sus cerebros simplemente no producían las sustancias necesarias para mantener el vínculo. Pero si eso era cierto, entonces ¿por qué pensaba tanto en Alejandro?

Tomó su libreta de notas y comenzó a escribir un resumen de lo que había aprendido hasta ahora: la dopamina y el deseo, la oxitocina y el apego, la vasopresina y la fidelidad. Tres hormonas, tres ingredientes para lo que parecía ser el cóctel perfecto del amor. Y sin embargo, había algo que no cuadraba. Algo que, por más que intentara analizar, escapaba a su comprensión científica.

El sonido de su teléfono la sacó de sus pensamientos. Era un mensaje de Stephany.

—¿Cómo va la ciencia del amor? —escribió su amiga, seguida de un emoji de corazón roto.

Laura sonrió levemente. Stephany era su opuesto en casi todo. Mientras que Laura había pasado las últimas semanas enterrada en su investigación, Stephany vivía sumida en emociones intensas y relaciones complicadas. Había tenido su corazón roto más veces de las que Laura podía contar, y aún así, seguía creyendo en el amor como algo mágico y eterno. Para ella, no era cuestión de química ni hormonas; era algo mucho más profundo, algo que ni los mejores estudios científicos podían explicar.

—Siguiendo con los experimentos —le respondió Laura, acompañando el mensaje con un emoji de microscopio.

Stephany siempre la había alentado a disfrutar la vida fuera del laboratorio, a buscar experiencias que fueran más allá de los experimentos y los datos. Pero para Laura, el refugio en la ciencia era su manera de evitar el caos emocional que sentía. Era mucho más fácil tratar de entender el amor desde una perspectiva biológica que enfrentarse a los sentimientos.

El ambiente en el laboratorio se había vuelto una extensión de su estado de ánimo. La luz fluorescente fría, el silencio interrumpido solo por el zumbido de las computadoras y el golpeteo ocasional de las pipetas. Todo contribuía a una atmósfera que, aunque racional y controlada, no podía llenar el vacío emocional que había dejado su ruptura.

Unos días después, mientras Laura estaba perdida entre papeles y artículos, la puerta del laboratorio se abrió. Alejandro entró, llevando una carpeta bajo el brazo y una sonrisa ligera en el rostro.

—Hola, Laura —saludó con su tono calmado y profundo—. ¿Cómo va todo?

Laura se enderezó en su silla y dejó de lado los artículos. A pesar de haberlo visto solo un par de veces desde aquella noche, la sensación de curiosidad e intriga seguía presente cada vez que lo veía. Alejandro parecía ser una anomalía, alguien que no encajaba completamente en su visión racional del mundo, pero que la atraía precisamente por eso.

—Trabajando, como siempre —respondió ella, intentando sonar más casual de lo que realmente se sentía.

Alejandro se acercó a una de las mesas del laboratorio y hojeó algunos de los artículos que Laura tenía esparcidos.

—¿Ya eres experta en el tema del amor? —preguntó con una media sonrisa, sosteniendo uno de los documentos.

Laura soltó una pequeña risa.

—Algo así. Estoy viendo cómo las hormonas afectan las relaciones humanas.

Alejandro la miró con esa mezcla de curiosidad y fascinación que siempre la descolocaba. No era como los demás, no se conformaba con respuestas sencillas.

—¿Y qué has descubierto hasta ahora? —preguntó, acomodándose en una silla junto a ella.

Laura dudó por un momento. Normalmente no discutía sus teorías con nadie que no estuviera inmerso en el mismo campo de estudio, pero algo en la forma en que Alejandro la miraba la hizo querer compartir sus pensamientos.

—Bueno, en teoría, todo está relacionado con la dopamina, la oxitocina y la vasopresina. La dopamina nos hace desear, la oxitocina nos apega y la vasopresina nos mantiene fieles. En teoría, si pudieras controlar los niveles de estas hormonas, podrías crear la relación perfecta.

Alejandro asintió lentamente, pero sus ojos revelaban una duda.

—¿Y tú crees que es así de sencillo? —preguntó, su tono era neutral, pero Laura podía sentir el desafío detrás de sus palabras.

—No, no es sencillo en absoluto. De hecho, entre más leo sobre esto, más me doy cuenta de que no se puede reducir todo a reacciones químicas. El amor es mucho más complicado que eso.

Alejandro sonrió, como si hubiera estado esperando esa respuesta.

—Exacto. Porque si todo fuera química, entonces el amor sería predecible, y estoy seguro de que ya te has dado cuenta de que no lo es.

Laura lo miró, sorprendida por la seguridad con la que hablaba. Alejandro parecía tener una perspectiva del mundo completamente opuesta a la suya, y sin embargo, sus palabras la hacían sentir algo que no podía describir con exactitud. Tal vez era la idea de que alguien viera las cosas desde un ángulo tan diferente al suyo, o tal vez era el hecho de que Alejandro, a pesar de su racionalidad científica, creía en algo más allá de lo tangible.

—El amor no puede controlarse —continuó Alejandro—. Puedes analizarlo, estudiarlo, pero siempre habrá algo que se escape de la ciencia.

Laura asintió lentamente, aunque aún no estaba lista para aceptar del todo esa idea. Su mente científica luchaba por mantener el control, por no ceder ante la noción de que algo tan esencial como el amor pudiera ser tan impredecible.

Pero, al mismo tiempo, había algo en Alejandro, algo en la forma en que hablaba y la miraba, que la hacía dudar. Y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió preguntarse si tal vez, solo tal vez, había algo más en el amor que lo que la ciencia podía explicar.

Los días posteriores a la conversación con Alejandro, Laura se sumergió aún más en la lectura de artículos y estudios científicos. La playa había sido un respiro, pero no lo suficiente como para distraerla de su nueva obsesión: entender el amor desde una perspectiva científica.

Uno de los artículos más interesantes que había encontrado hablaba sobre cómo el olor juega un papel crucial en la atracción. Aunque la idea parecía primitiva, el estudio explicaba que los humanos, al igual que muchos animales, utilizan el olor para evaluar la compatibilidad genética. Laura se sorprendió al descubrir que muchas personas, sin saberlo, preferían parejas con sistemas inmunológicos diferentes a los suyos, lo que podía contribuir a tener hijos más sanos. La naturaleza trabajando en silencio, pensó.

Mientras más leía, más comenzaba a entender cómo factores aparentemente triviales como el olor, el entorno social, o incluso el ciclo hormonal de una mujer influían en la elección de pareja. En su caso, ¿había sido el olor de Diego lo que la había mantenido cerca de él tanto tiempo? ¿Y qué pasaba con Alejandro? ¿Era su olor, su voz o la química cerebral la que la hacía sentir algo distinto cada vez que lo veía?

Laura pasó largas horas investigando cómo el cerebro responde ante estímulos físicos y emocionales relacionados con la atracción. Según lo que leía, la dopamina, esa poderosa hormona del placer, era la encargada de generar ese subidón emocional cuando alguien te atrae. El solo hecho de recibir un mensaje de texto de alguien que te interesa desencadena un torrente de esta sustancia en el cerebro. Era adictiva, por eso los primeros meses de una relación podían sentirse tan excitantes, casi como una droga.

Pero al igual que las adicciones, esa euforia no podía durar para siempre. Con el tiempo, el cuerpo busca estabilizarse y la dopamina disminuye, dando lugar a otras hormonas como la oxitocina, que crea el apego y la sensación de seguridad en la relación. Sin embargo, esta estabilidad también podía llevar al tedio, y ahí es donde muchas relaciones comenzaban a flaquear. Era un ciclo químico, pensaba Laura, con una mezcla de fascinación y escepticismo. Si todo era tan predecible, ¿por qué no podía simplemente "manipular" la situación para que el amor durara indefinidamente?

Sin embargo, aunque la ciencia pudiera explicar gran parte de lo que ocurría en el cerebro durante la atracción y el amor, Laura sabía que había algo que escapaba de esa lógica. Alejandro, con su visión del mundo más allá de la química y las reacciones hormonales, le había plantado una semilla de duda que no podía ignorar. El universo, como él decía, era un lugar lleno de caos y maravillas inexplicables, y el amor, quizás, no era la excepción.

A medida que avanzaban los días, Laura empezó a integrar más profundamente los conceptos científicos que iba encontrando en su investigación. Aunque todo parecía claro en los estudios, aplicarlo en la vida real resultaba mucho más complicado. Cada artículo que leía le hacía pensar que, con la fórmula correcta, sería posible inducir el amor, pero, ¿por qué entonces no podía encontrar la receta perfecta para resolver su propia vida amorosa?

Había un artículo que le llamó particularmente la atención, sobre cómo las feromonas y el olor corporal influyen en la atracción. La investigación señalaba que, sin siquiera darnos cuenta, somos capaces de identificar las feromonas de una persona que resulta compatible con nosotros genéticamente. De repente, los recuerdos de su relación con Diego regresaron a su mente: ¿había sido su olor lo que la había mantenido enganchada todo ese tiempo, incluso cuando su comportamiento empezó a cambiar?

Laura anotó algunas conclusiones en su libreta. Las feromonas, junto con la atracción física, podrían ser la razón por la que muchas personas se sienten inevitablemente atraídas hacia otras, incluso cuando su mente les dice lo contrario. Aunque Laura no podía negar que Alejandro no era su tipo físico ideal, había algo en él que la intrigaba. ¿Sería su olor lo que hacía que siguiera pensando en él? Sabía que ese pensamiento podía ser absurdo, pero ¿acaso no era su investigación precisamente sobre estos mecanismos ocultos?

Por otro lado, la ciencia también le mostraba que no todo en las relaciones tenía que ver con el atractivo físico. Las personas suelen buscar características en sus parejas que complementen sus propias fortalezas y debilidades. En cierto modo, eso explicaba por qué sentía que Diego la había abandonado cuando su carrera empezó a despegar. Quizá él había comenzado a verla como una amenaza, en lugar de como alguien que lo apoyaba. Y ahora, con Alejandro, todo parecía diferente. ¿Alejandro sería el complemento que ella necesitaba?

Mientras trataba de analizar todos estos datos científicos, Laura no podía evitar sentirse más confundida. No estaba segura si todo esto era producto de sus conocimientos o simplemente algo inevitable que ocurre cuando dos personas empiezan a interesarse la una en la otra.

Uno de los artículos más interesantes que leyó planteaba la teoría del apego, que sugería que las relaciones románticas adultas están profundamente influenciadas por las primeras experiencias de apego en la infancia. Según esta teoría, las personas que desarrollan un apego seguro tienden a tener relaciones más estables y satisfactorias. Pero aquellos con apego ansioso o evitativo, como Laura empezó a sospechar que era su caso, tendían a sentir más inseguridad y dependencia en sus relaciones. ¿Acaso su necesidad de control sobre el amor era un reflejo de su miedo a ser abandonada de nuevo, como lo había hecho Diego?

Cada descubrimiento que hacía la llevaba a replantear no solo su visión del amor, sino también su forma de entenderse a sí misma. La ciencia le proporcionaba algunas respuestas, pero a la vez abría nuevas preguntas sobre sus propias emociones y deseos. Aunque Laura siempre había visto el mundo desde una perspectiva racional y científica, empezaba a sospechar que el amor no podía ser completamente explicado por fórmulas o teorías.

La idea de que el amor fuera más que una simple reacción química comenzó a inquietarla. Alejandro representaba algo que ella no podía encasillar fácilmente en su visión científica. Con cada conversación que tenían, él desafía su perspectiva sobre el universo y sobre las conexiones humanas. Tal vez el amor era un poco de ciencia, pero también un poco de azar, como él había sugerido en su paseo bajo las estrellas.

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