Desde muy pequeña, casi desde que empezó a tener uso de razón, Stephany había creído firmemente en el amor verdadero. Esa idea mágica, casi sacada de una novela, de que en algún lugar del mundo había alguien hecho a su medida, un alma gemela que vendría a completar su vida de la forma más romántica posible. Era una soñadora empedernida, y no podía evitarlo. Mientras Laura, su amiga de la infancia, siempre se refugió en la lógica y la ciencia, Stephany vivía con los pies despegados del suelo, alimentando sus fantasías con romances que leía en las novelas juveniles.

El problema, por supuesto, era que la realidad tenía muy poco en común con sus fantasías. Su corazón siempre rebosaba de entusiasmo en cada nueva relación, pero al final, ese mismo corazón acababa roto. Las historias de amor no seguían el guion que ella había imaginado.

—Es que los hombres no saben amar, Laura —se quejaba dramáticamente mientras se tiraba en el sofá, como si el mundo fuera a terminar en ese mismo momento. La