La lluvia caía con insistencia contra las ventanas del pequeño departamento, cada gota resonaba como si quisiera romper el silencio insoportable que llenaba la habitación. El cielo gris parecía reflejar el vacío que Laura sentía en su pecho, un hueco profundo que no lograba entender del todo. Sentada en el sillón de la sala, observaba el reloj, inmóvil desde hacía horas, incapaz de aceptar la realidad que ahora se desarrollaba frente a sus ojos.
Diego, el hombre al que había amado durante ocho años, se encontraba de pie frente a la puerta, con una caja entre las manos. Parecía un extraño, alguien distante, ajeno. Laura sentía una presión en el pecho, una mezcla de tristeza, rabia y decepción que no podía manejar. Diego se mantenía en silencio, no decía nada. Sabía que no había palabras que pudieran aliviar el dolor que él había causado. Mientras recogía sus cosas, cada movimiento era una estocada más. El silencio entre ambos, que en otros tiempos había sido cómodo, ahora era insoportable, lleno de tensión y recuerdos rotos. Laura miraba por la ventana, más allá de las gotas que se deslizaban por el vidrio empañado. Intentaba distraerse con el ritmo constante de la lluvia, pero su mente volvía una y otra vez a la noche que lo había descubierto. La imagen de Diego en esa fiesta del trabajo, riendo, demasiado cerca de otra mujer y lo que pasó después con ella, seguía clavada en su memoria. Ese momento en el que todo había cambiado, cuando el hombre que ella había apoyado incondicionalmente se reveló como alguien que no reconocía. Flashbacks de los primeros años de su relación llegaban constantemente en su mente. Se conocieron en la universidad, ambos llenos de sueños y esperanzas. Laura, descubrió su pasión por la neurobiología por lo que decidió estudiar un posgrado, y Diego por su parte decidió probar suerte en la industria farmacéutica. Se habían acompañado en cada paso, Laura siendo su pilar cuando él enfrentaba fracasos o dudas. Recordaba las largas noches en el laboratorio, donde ella repasaba artículos científicos mientras Diego preparaba sus proyectos. Habían sido un equipo. Pero todo eso había cambiado. Algo se rompió el día en que Diego comenzó a trabajar en la nueva compañía farmacéutica. Al principio, ella no le dio importancia; creía que era solo el estrés del trabajo, las largas horas, las reuniones interminables. Pero poco a poco, Diego dejó de ser el hombre atento y cariñoso que conocía. Se había vuelto codicioso, frío, más preocupado por ascender en su carrera que por la relación que habían construido. El ruido de una caja cerrándose la devolvió al presente. Observó cómo Diego recogía sus pertenencias, esos objetos que una vez compartieron significado, ahora vacíos, cargados de una historia que él parecía haber dejado atrás sin remordimientos. No se le ocurrió decir nada; las palabras se le quedaban atascadas en la garganta. La traición la había dejado muda, incapaz de formular preguntas o exigir explicaciones. ¿De qué serviría? En su interior, sentía cómo la ansiedad la iba envolviendo lentamente, como una manta pesada que no la dejaba moverse. Las noches anteriores no había dormido, y si cerraba los ojos, lo único que veía era la imagen de Diego con aquella mujer en la fiesta. El dolor había sido insoportable, la duda constante. ¿Cuánto tiempo habían estado saliendo? ¿Era ella insuficiente? Las preguntas se apilaban en su cabeza, pero ninguna tenía una respuesta que pudiera calmar su corazón destrozado. El sonido de la puerta cerrándose la sacó de sus pensamientos una vez más. Diego se fue sin mirar atrás, y el eco de la puerta resonó en el departamento vacío. Laura permaneció sentada, sin fuerzas para levantarse. El aire estaba pesado, cargado de recuerdos y silencios rotos. Las paredes que habían sido testigo de tantos momentos felices, ahora solo eran un reflejo de su soledad. Se pasó las manos por la cara, tratando de calmar el temblor que sentía. Su respiración era rápida, errática, como si el peso de la situación la aplastara desde dentro. El reloj en la pared seguía avanzando, pero el tiempo parecía haberse detenido para ella. Las lágrimas brotaron finalmente, liberando una parte del dolor que había estado conteniendo desde que todo comenzó. "¿Cómo llegamos a esto?", se preguntó en silencio, sintiendo cómo la humedad de sus lágrimas se mezclaba con el frío que reinaba en la habitación. La calefacción apagada y el clima de otoño que se filtraba a través de las ventanas solo hacían que el ambiente se sintiera aún más desolador. A pesar de su tristeza, una parte de Laura sabía que esto no había sido algo repentino. Los pequeños cambios en Diego, su creciente desinterés por las cosas que solían compartir, sus constantes excusas para llegar tarde o cancelar planes… Todo había sido una señal, una advertencia que ella se había negado a ver. Tal vez por miedo, tal vez por la esperanza ciega de que el hombre que amaba volvería. Pero ahora sabía que ese hombre ya no existía. Se levantó del sillón con un esfuerzo casi sobrehumano, cada movimiento pesado, como si tuviera que arrastrar su propio cuerpo. Caminó lentamente hacia el dormitorio, donde aún quedaban algunos rastros de Diego. Su lado del armario estaba vacío, y las pocas prendas que aún estaban colgadas parecían fantasmas de una relación que ya no existía. Laura tocó la tela de una camisa que Diego había dejado por descuido, el material frío bajo sus dedos. Por un momento, todo el peso de los años compartidos la aplastó de golpe. Se desplomó en la cama, rodeada de los recuerdos de lo que fue alguna vez su vida con él. El sonido de la lluvia seguía siendo el único testigo de su dolor, el cielo parecía llorar junto con ella. Las palabras de Diego, las pocas que había dicho esa mañana, resonaban en su mente, frías y vacías: "Lo siento, Laura. No quise hacerte daño". Pero lo había hecho, más de lo que él jamás podría entender. El teléfono vibró en la mesita de noche, pero no tenía fuerzas para verlo. Sabía que no sería Diego, que esa disculpa había sido la última que escucharía de él. Lo dejó sonar, ignorando las notificaciones que parpadeaban en la pantalla. ¿Qué podría decirle a alguien en ese momento? No había palabras que pudieran describir la mezcla de vacío y traición que sentía. Entonces, en medio de esa tormenta interna, una idea comenzó a brotar. Mientras miraba el techo, el dolor y la rabia se transformaron en algo diferente: una determinación. Había dedicado ocho años de su vida a alguien que al final la había dejado rota, pero no podía seguir así. Tenía que encontrar algo más, una razón para seguir adelante. Y, de alguna manera, su mente volvió a lo único que siempre había tenido sentido para ella: la ciencia. Sentía que el amor era una trampa, si todo lo que había vivido con Diego podía desmoronarse tan fácilmente, entonces debía haber una explicación. Algo que la ciencia pudiera explicar. Durante años había estudiado el cerebro, los procesos químicos que se creía dictaban el comportamiento humano. Sabía, en el fondo, que el amor no era más que una combinación de sustancias que se liberaban en momentos clave. ¿Qué pasaría si pudiera entender aquellos mecanismos? ¿Si pudiera controlarlos? Laura se sentó en la cama, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Sus ideas iban tomando forma, y aunque el dolor seguía presente, algo dentro de ella estaba cambiando. Si no podía confiar en el amor, al menos podía confiar en la ciencia. Laura permaneció sentada en la cama, perdida en sus pensamientos mientras el sonido de la lluvia continuaba llenando el departamento. Las gotas, constantes y persistentes, caían como si quisieran borrar los últimos vestigios de la vida que había compartido con Diego. Cada gota que golpeaba las ventanas reforzaba el sentimiento de tristeza que la envolvía, pero al mismo tiempo, sentía cómo lentamente, entre todo ese dolor, surgía una nueva determinación. Se levantó despacio, dejando que sus pies la guiaran casi automáticamente hacia el pequeño escritorio que había en la esquina del cuarto. El escritorio, lleno de papeles, artículos impresos, cuadernos y libros, era su refugio cuando las cosas se volvían demasiado abrumadoras. Desde que había comenzado su doctorado, ese rincón del departamento se había convertido en su santuario, el único lugar donde todo parecía tener sentido. Encendió la lámpara, su luz tenue apenas iluminaba la habitación. El clima frío y la penumbra del día gris se colaban por las cortinas, pero dentro de ese espacio, Laura se sentía segura, protegida de alguna manera. Tomó su laptop, que estaba apilada entre los libros, y comenzó a escribir. No estaba segura de lo que estaba buscando, pero las palabras fluían sin detenerse. Primero, buscó los artículos sobre los que había estado leyendo recientemente, aquellos que trataban sobre la neuroquímica de las emociones, había algunos que hablaban del amor y el apego. Sabía que había algo en esa información que podría ayudarla a entender no solo lo que había pasado con Diego, sino también cómo las emociones podían ser controladas si se reunían las condiciones necesarias. Si Diego había sido capaz de traicionarla después de tantos años juntos, entonces algo en sus emociones, en su cerebro, había cambiado. ¿Pero qué? ¿Y cómo? Las investigaciones sobre la oxitocina, la dopamina y la serotonina llenaban su pantalla. Todos esos nombres químicos que una vez había estudiado por pura curiosidad científica ahora tenían un nuevo significado para ella. Si estos compuestos eran los que controlaban el amor y el apego, entonces ¿por qué no podía encontrar una manera de crear el amor perfecto? Un amor que fuera más fuerte que las tentaciones, más fuerte que las traiciones. Se preguntaba si alguna vez podría haber controlado la situación, si hubiera entendido mejor cómo funcionaban las emociones. Los recuerdos de su relación volvieron a su mente, esta vez con una nueva perspectiva. Recordó cómo Diego había sido al principio: dulce, atento, el hombre que ella había admirado y con quien había planeado su vida. Pero esa imagen ahora parecía lejana, casi irreconocible. Había cambiado. ¿O acaso siempre había sido así y ella simplemente no lo había visto? Se sentía engañada no solo por él, sino por su propia percepción. ¿Qué había en el cerebro de un hombre que hacía que pudiera amar tanto un día y engañar al siguiente? Laura suspiró, apoyando la cabeza en sus manos. Aún sentía el peso de la tristeza, pero también una fuerte necesidad de entender qué era lo que realmente había sucedido. Sabía que Diego no había sido el único responsable. Algo en la dinámica de su relación había cambiado, y estaba segura de que la respuesta estaba en la ciencia. Comenzó a escribir notas frenéticamente, organizando sus ideas. Si lograba entender cómo funcionaban los mecanismos del amor y el apego, tal vez podría formular un proyecto. Una investigación sobre cómo crear el vínculo perfecto, uno que no se pudiera romper. Quizás, en el fondo, era su manera de lidiar con la traición, buscando respuestas donde otros solo verían el caos. Siguió escribiendo por horas, perdiéndose en los detalles técnicos de las investigaciones. La oxitocina, esa hormona conocida como "la molécula del amor", jugaba un papel crucial en el apego. Pero no era suficiente por sí sola. El amor, como había descubierto, no era solo una cuestión de química cerebral. Involucraba el contexto social, las experiencias pasadas, las interacciones diarias. Todo eso también moldeaba la forma en que las personas se relacionaban entre sí. A pesar de la creencia popular de que el amor no era algo que pudiera sintetizarse en un laboratorio. Ella no se detendría de intentarlo. Si el amor había sido su perdición, también sería su redención. El sonido del teléfono vibrando de nuevo la hizo salir de su trance. Esta vez, lo tomó y vio el nombre de Stephany parpadeando en la pantalla. Su amiga de la infancia siempre había tenido un sexto sentido para saber cuándo Laura necesitaba hablar. —¿Estás bien? —fue lo primero que dijo Stephany al otro lado de la línea, sin siquiera un saludo. Laura sonrió, aunque sus ojos aún estaban húmedos por las lágrimas que había derramado horas antes. —No lo sé, Steph… —respondió, su voz temblando un poco. —Ven a mi casa. Te prepararé té y podemos hablar, o no hablar, lo que prefieras. La familiaridad en la voz de Stephany, su calidez, hizo que Laura sintiera una pequeña chispa de alivio. No tenía ganas de hablar, no quería revivir lo que acababa de pasar, pero sabía que necesitaba compañía. —Estaré allí en media hora —dijo, levantándose de la silla y mirando alrededor de su habitación una última vez antes de salir. El aire frío del exterior la golpeó cuando abrió la puerta, pero no le importó. Sabía que el dolor no desaparecería pronto, pero también sabía que no estaba sola. Steph siempre había sido su apoyo, y aunque sus vidas habían tomado caminos diferentes, su amistad seguía siendo un refugio seguro. Mientras caminaba hacia la parada del autobús, con el viento enredándose en su cabello, no pudo evitar pensar en lo irónico que era todo. Durante años, había creído que su relación con Diego era a prueba de todo. Pero ahora, en medio del frío y la soledad de la noche, sabía que la verdadera fortaleza estaba en ella misma, no en los demás. Aún quedaba mucho camino por recorrer. Pero por primera vez en mucho tiempo, Laura sintió que podía tomar las riendas de su vida nuevamente. El amor, después de todo, era solo una parte de la ecuación. La ciencia, era lo que le daría las respuestas que tanto anhelaba. Cuando llegó al edificio de Stephany, una vieja estructura de ladrillos rojos con una escalera estrecha que siempre crujía bajo los pies. Se permitió respirar, dejando que el aire frío llenara sus pulmones. Al llegar a la puerta del apartamento, escuchó el suave sonido de la música que siempre ambientaba el lugar. Stephany tenía una debilidad por el jazz clásico, y esta noche no era diferente. El suave sonido de un saxofón la envolvió apenas tocó el timbre. Stephany abrió la puerta rápidamente, con una sonrisa que apenas lograba esconder su preocupación. —Que bueno que llegaste, —dijo con ese tono suave pero firme que siempre usaba cuando sabía que Laura estaba a punto de derrumbarse—. Vamos, pasa. El apartamento de Stephany siempre era un refugio bohemio: estanterías llenas de libros, bocetos de sus proyectos artísticos esparcidos por todas partes, y una ligera fragancia a incienso que la hacía sentir como en un rincón del mundo alejado de la realidad. Era justo lo que Laura necesitaba. Se dejó caer en el sofá mientras Steph le entregaba una taza de té caliente. —No quiero hablar de él —dijo Laura antes de que su amiga pudiera preguntarle algo. Stephany asintió. Se sentó junto a ella, tomando su propia taza de té y mirándola con ese aire comprensivo que siempre había tenido. No necesitaban palabras. En ese momento, Laura entendió que el silencio compartido también podía ser una forma de curar. Mientras bebía su té, mirando por la ventana cómo las gotas de lluvia resbalaban por el cristal, Laura sintió que, aunque el dolor seguía ahí, esa pequeña chispa de determinación que había empezado en su escritorio se mantenía encendida. Sabía que el camino hacia adelante no sería fácil, pero había dado el primer paso.El laboratorio era su refugio. Entre las paredes blancas y las interminables filas de instrumentos y tubos de ensayo, Laura sentía que el mundo exterior —con todo su caos emocional— quedaba reducido a simples datos, gráficos y reacciones químicas que podía medir y controlar. Allí, el dolor de la traición de Diego se diluía entre ecuaciones y moléculas. Se encontraba en un estado constante de análisis, buscando respuestas en lo único que nunca la había fallado: la ciencia.Laura había entrado en el programa de doctorado en neurobiología con un proyecto claro: estudiar la neuroquímica de las adicciones. Su fascinación por cómo el cerebro respondía a ciertos estímulos y se volvía dependiente de ellos había comenzado años atrás, pero ahora esa obsesión parecía tener un nuevo propósito. El amor, al igual que cualquier otra emoción, debía tener una base química. Si la adicción era un patrón de conductas repetitivas que se consolidaba en las redes neuronales, ¿no era el amor una especie de a
Stephany estaba sentada en el sofá del apartamento de Laura, moviendo su dedo rápidamente sobre la pantalla de su teléfono mientras le explicaba a su amiga cómo funcionaban las aplicaciones de citas. La luz del sol entraba suavemente por las cortinas del salón, dándole a la escena un aire de normalidad que contrastaba con lo surrealista que todo parecía para Laura. El aroma a café recién hecho llenaba la habitación, pero a Laura le parecía que ni todo el café del mundo podría ayudarla a comprender lo que Stephany le estaba pidiendo.—Mira, es muy fácil, solo tienes que deslizar a la derecha si te gusta y a la izquierda si no. Así, ¡mira! Este es bastante guapo —dijo Stephany con una sonrisa maliciosa, enseñándole una foto de un tipo en traje y corbata.—Steph, no sé si esto es para mí —Laura suspiró, cruzando los brazos mientras observaba la pantalla con recelo. La idea de encontrar a alguien en un espacio digital le resultaba impersonal, frío, casi mecánico. No entendía cómo podía ha
La música de la fiesta retumbaba a través de las paredes, resonando en el suelo mientras Laura se paseaba distraídamente por el lugar. Había venido por compromiso, invitada por un colega del laboratorio que insistió en que necesitaba relajarse un poco. Pero, mientras observaba a las personas conversar y reírse, se preguntaba por qué se había molestado en asistir. Las luces tenues y el ambiente cargado no hacían más que aumentar su incomodidad. No era su tipo de ambiente, y menos después de todo lo que había sucedido en las últimas semanas.Justo cuando estaba considerando irse, una figura familiar apareció entre la multitud. Alejandro, el físico que había conocido días atrás, caminaba hacia ella con una sonrisa tranquila. Su presencia era inesperada, pero no desagradable. Laura notó que había algo en su manera de caminar, una calma que contrastaba con la energía bulliciosa de la fiesta.—Hola, Laura —la saludó, inclinándose un poco para que ella pudiera escucharlo entre el ruido.—Ale
El laboratorio se había convertido en un refugio para Laura, aunque no de la forma en que lo había imaginado cuando comenzó su doctorado. Las paredes blancas y frías, cubiertas de estanterías repletas de instrumentación, la hacían sentir pequeña, pero al mismo tiempo segura. Aquí, entre tubos de ensayo, microscopios y modelos de cultivo neuronales, podía ignorar el caos emocional que la rodeaba. El eco de las pisadas de otros estudiantes y profesores resonaba suavemente en el pasillo, pero ella apenas los notaba.El mundo exterior continuaba avanzando, como si el tiempo no se hubiera detenido para ella desde aquella noche lluviosa en la que vio a Diego partir. En su lugar, el laboratorio ofrecía una constancia, una rutina que podía controlar. Era todo predecible, hasta el punto de que, a veces, Laura perdía la noción del tiempo.Sus días se habían vuelto monótonos. Se despertaba temprano, revisaba datos, realizaba experimentos sobre los circuitos neuronales asociados con la adicción,
El viaje a la playa había quedado atrás, pero las emociones seguían latentes en la mente de Laura. Mientras el tren atravesaba el paisaje urbano que la llevaba de regreso a la ciudad, no podía evitar que su mente vagara entre los recuerdos del fin de semana y los pensamientos sobre lo que había aprendido en los últimos años de su doctorado. El sol todavía se filtraba por las ventanas del vagón, recordándole el calor de la playa, aunque ahora todo parecía más distante y ajeno.Había sido un buen descanso, una pausa en su rutina. Pero ahora, al mirar por la ventana, se daba cuenta de que la verdadera tarea comenzaba de nuevo: su investigación.De regreso en el laboratorio, Laura se lanzó de lleno a su proyecto. La neuroquímica de las adicciones y el sexo siempre le había parecido un campo fascinante, pero desde la ruptura con Diego, había tomado un giro más personal. De alguna manera, su obsesión por entender los vínculos humanos se había intensificado. Su trabajo sobre los neurotransmi