Entré a la habitación en silencio, tratando de controlar las lágrimas al ver a mi pequeño Remo, tan frágil y débil en esa cama. Su piel, normalmente llena de color y vida, estaba pálida, y sus ojitos apenas lograban abrirse cuando sintió mi presencia. Me acerqué despacio, temerosa de romperlo en mil pedazos, como si fuera una porcelana delicada. —Remo, mi amor —le susurré, acariciando suavemente su cabecita—. Perdóname, por favor. No debí haberte dejado solo… No debí dejarte con él. No sabes cuánto lo lamento, pequeño. Apenas podía hablar. Mi voz se rompía a cada palabra, mientras sentía que el dolor me desgarraba por dentro. Le tomé la mano, pequeña y tibia, y la llevé a mi rostro. Era mi hijo, mi vida, y lo había fallado. —Te amo, Remo, con todo mi corazón —dije entre sollozos, intentando mantener la calma—. Y te prometo que estaré contigo cada segundo, que no dejaré que nada te haga daño nunca más. Entonces, con una voz suave y apenas audible, él abrió sus ojitos lo suficie
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