Síndrome de Helmick

No lograba dejar de llorar mientras abrazaba a Remo, mi pequeño. Su cuerpecito no dejaba de temblar, y al tocarlo sentí cómo ardía de fiebre. El terror se apoderaba de mí; mis manos temblaban mientras intentaba calmarlo, aunque mis lágrimas caían sin control. Rubí no paraba de gritar, sus gritos desgarradores llenando la habitación, cuando de repente entraron Raegan y Ricardo.

Ricardo parecía completamente indiferente, su rostro frío, casi molesto por la situación. Raegan, en cambio, se apresuró a tomar a Rubí en brazos, intentando calmarla. Ella se aferraba a él, aún sollozando y gritando.

—¡Rápido, llama a un doctor! —le exigí a Ricardo, con la voz rota de desesperación—. Si algo le pasa a mi hijo, ¡tú lo pagarás, te lo juro!

Ricardo levantó las manos en un gesto de defensa, su expresión permanecía despectiva, como si toda esta situación fuera un inconveniente menor.

—No es mi culpa —respondió con frialdad, lanzándome una mirada de desprecio—. El niño estaba llorando y hacie
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