Había aprendido desde muy pequeña a ocultar el dolor tras una sonrisa, a mantener en secreto las cicatrices de un pasado que la había forjado en silencio. A simple vista, era la eterna rosa dorada del pueblo, conocida por su calidez y amabilidad, pero nadie conocía la verdad sobre lo que había vivido.Recordó a su madre, una mujer que, al principio, había intentado minimizar la gravedad de la situación. Creía, o más bien, quería creer, que su esposo cambiaría, que los gritos se convertirían en susurros y que las manos alzadas dejarían de caer. Pero Federica, aun siendo solo una niña, entendía lo que estaba ocurriendo. Las noches se hacían interminables mientras escuchaba los sollozos ahogados de su madre en la habitación contigua, y su corazón infantil deseaba con todas sus fuerzas que pudieran escapar de aquella pesadilla.—Mamá, vámonos de aquí —le suplicaba Federica, su pequeña mano aferrada a la de su madre, sus ojos llenos de una madurez dolorosa que ningún niño debería conocer.A
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